Los Pilares de la Tierra (54 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

BOOK: Los Pilares de la Tierra
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Lo hacía cada vez con más frecuencia. Le obsesionaba sin cesar e involuntariamente soñaba despierto que se abalanzaba sobre ella, atada y desnuda en un trigal, encogida como un asustado cachorro en un rincón de su dormitorio, o perdida en el bosque ya anochecido. Llegó a tal extremo su obsesión que tenía que verla en carne y hueso. Todas las mañanas cabalgaba a primera hora hasta Earlcastle. Dejaba a su escudero Walter al cuidado de los caballos en el bosque y atravesaba los campos a pie hasta el castillo. Se introducía furtivamente en él y buscaba un escondrijo desde el que pudiera observar la torre del homenaje y el recinto superior. A veces tenía que esperar mucho tiempo para verla. Su paciencia se ponía duramente a prueba, pero la idea de irse de nuevo sin verla, aunque fuera un momento, le resultaba insoportable, de manera que siempre se quedaba. Luego, cuando al fin aparecía Aliena, la garganta se le quedaba seca, el corazón le latía desbocado y sentía un sudor frío en las palmas de las manos. A menudo estaba con su hermano o con aquel mayordomo afeminado, pero a veces estaba sola. Una tarde de verano, mientras esperaba verla desde primera hora de la mañana, Aliena se había acercado al pozo, y después de sacar agua se había quitado la ropa para lavarse. El recuerdo de aquella imagen le ponía fuera de sí. Tenía senos turgentes y altivos, que se movían incitantes cuando ella levantaba los brazos para enjabonarse el pelo. Los pezones se le inflamaban de manera deleitable al echarse agua fría. Entre las piernas tenía una mata sorprendentemente grande de vello oscuro y rizado, y cuando se lavó allí, frotándose vigorosamente con la mano enjabonada, William, perdido el control, eyaculó allí mismo.

Desde entonces nada semejante volvió a ocurrir y desde luego Aliena no pensaría lavarse allí, en pleno invierno, pero podía deleitarle de otras mil formas aunque menos atractivas. Cuando estaba sola solía cantar e incluso hablar consigo misma. William la había visto trenzarse el pelo, bailar o perseguir a las palomas por las murallas como una niña pequeña. Observándola de manera clandestina hacer todas esas pequeñas cosas tan personales, William tenía una sensación de poder sobre ella que resultaba absolutamente maravillosa.

Claro que Aliena no saldría mientras el obispo y el monje estuvieran allí. Afortunadamente no se quedaron mucho tiempo. Abandonaron las almenas con premura y momentos después ellos y su escolta cabalgaban fuera del castillo. ¿Acaso habían ido sólo para contemplar el panorama desde las almenas? De ser así debieron sentirse algo decepcionados por el tiempo.

El mayordomo había salido en busca de leña antes de que llegaran los visitantes. Cocinaba en la torre del homenaje. Pronto volvería al salir en busca de agua del pozo. William suponía que comían gachas de avena, ya que no disponían de horno para cocer pan. A última hora del día el mayordomo abandonaba el castillo, a veces llevándose al muchacho consigo. Una vez que se iban, sólo era cuestión de tiempo ver aparecer a Aliena.

Cuando se aburría con la espera, William solía conjurar la imagen de ella lavándose. El recuerdo casi era tan estupendo como la realidad. Pero ese día se sentía inquieto. La visita del obispo y del prior parecía haber viciado el ambiente. Hasta ese día el castillo y sus tres habitantes habían tenido un aire encantado, pero la llegada de aquellos hombres desprovistos absolutamente de magia, cabalgando sobre sus embarrados caballos había roto el hechizo. Era como verse perturbado por un ruido en medio de un hermoso sueño. Por más que lo intentaba no podía seguir dormido.

Durante un rato se dedicó a hacer conjeturas sobre el motivo que hubiera llevado hasta allí a los visitantes, pero no lograba desentrañar el misterio. Sin embargo estaba seguro de que tramaban algo. Había una persona que probablemente podría resolverlo. Su madre. Decidió abandonar por el momento a Aliena y volver a casa para informar de lo que había visto.

Llegaron a Winchester al anochecer del segundo día. Entraron por la King's Gate, en el muro meridional de la ciudad, y fueron directamente al recinto de la catedral. Allí se separaron. Waleran se dirigió a la residencia del obispo de Winchester, un palacio dentro de su propio terreno, adyacente al recinto de la catedral. Philip fue a presentar sus respetos al prior y suplicarle que le cediera un colchón en el dormitorio de los monjes.

Al cabo de tres días de marchar por los caminos, Philip encontró la calma y quietud del monasterio tan refrescante como un manantial en un día caluroso. El prior de Winchester era un hombre rechoncho y de trato fácil, de tez sonrosada y pelo blanco. Invitó a Philip a cenar con él en su casa. Mientras comían hablaron de sus respectivos obispos. El prior de Winchester estaba a todas luces deslumbrado por el obispo Henry y totalmente subordinado a él. Philip dio por sentado que cuando el obispo de uno fuera tan acaudalado y poderoso como Henry, nada podía ganarse discutiendo con él. Pero aún así Philip no tenía intención de someterse hasta ese punto a su obispo. Durmió como una marmota y a medianoche se levantó para maitines.

Cuando por primera vez entró en la catedral de Winchester empezó a sentirse intimidado.

El prior le había dicho que era la iglesia más grande del mundo, y al verla pensó que así era. Tenía una longitud de unas doscientas yardas. Philip había visto aldeas que hubieran cabido en su interior. Tenía dos grandes torres, una sobre el crucero y otra en el extremo occidental. La torre central se había desmoronado treinta años antes sobre la tumba de William Rufus
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, un rey impío que jamás debió haber sido enterrado en una iglesia. Pero posteriormente fue reconstruida. Philip, que se encontraba de pie, directamente debajo de la nueva torre, sintió que todo el edificio tenía un aire de inmensa dignidad y fortaleza. La catedral que Tom había diseñado sería, en comparación, modesta. Y ello si es que llegaba siquiera a construirse. Entonces se dio cuenta de que se estaba moviendo en los círculos más altos y se sintió nervioso. Él no era más que un muchacho de aldea en una colina galesa que había tenido la buena fortuna de convertirse en monje. Y ese mismo día iba a hablar con el rey. ¿Acaso tenía derecho?

Volvió a la cama al igual que los demás monjes, pero permaneció despierto, profundamente preocupado. Temía decir o hacer algo que pudiera ofender al rey Stephen o al obispo Henry y que con ello pudiera ponerles en contra de Kingsbridge. La gente de origen francés se mofaba a menudo de la forma en que los ingleses hablaban su lengua. ¿Qué pensarían del acento galés? En el mundo monástico a Philip siempre se le había considerado por su piedad, su obediencia y su devoción al trabajo de Dios. Todas esas cosas no contaban para nada allí, en la ciudad capital de uno de los reinos más grandes del mundo. Philip se sentía fuera de su ambiente. Le oprimía la sensación de ser una especie de impostor, un don nadie pretendiendo ser alguien, y estaba seguro de que ello se descubriría en un santiamén y que sería enviado de nuevo a casa, desacreditado.

Se levantó con el alba, acudió a prima y luego desayunó en el refectorio. Los monjes disfrutaban de cerveza fuerte y pan blanco. Era un monasterio acaudalado. Después del desayuno, cuando los monjes fueron a capítulo, Philip se encaminó al palacio del obispo, un hermoso edificio con grandes ventanas, rodeado de varios acres de jardín amurallado.

Waleran estaba seguro de lograr el apoyo del obispo Henry en su indignante proyecto. Éste era tan poderoso que tan sólo con su ayuda podía hacerse posible todo el asunto. Era Henry de Blois, el hermano más joven del rey. Además de ser el clérigo mejor y más relacionado de Inglaterra, era el más rico porque también era abad del acaudalado monasterio de Glastonbury. Se esperaba que fuera el próximo arzobispo de Canterbury. Kingsbridge no podía tener un aliado más poderoso. Philip pensó que tal vez se lograría. Quizás el rey les permitiera construir una catedral nueva; y cuando pensaba en ello se sentía como si el corazón fuera a salírsele del pecho henchido de esperanza.

Un mayordomo de la casa dijo a Philip que no era probable que el obispo Henry apareciera antes de media mañana. Philip estaba demasiado inquieto para volver al monasterio. Hirviendo de impaciencia se dedicó a recorrer la ciudad más grande que jamás había visto.

El palacio del obispo se alzaba en el extremo sudeste de la ciudad. Philip caminó a lo largo del muro oriental, a través de los terrenos de otro monasterio, la abadía de St. Mary, y desembocó en un barrio que parecía dedicado a laborar la piel y la lana. La zona estaba atravesada en todos los sentidos por pequeños arroyos; al observarlos más de cerca, Philip se dio cuenta de que no eran naturales, sino canales hechos por la mano del hombre, desviando parte del caudal del río Itchen para que fluyera por las calles y suministrara la gran cantidad de agua que se necesitaba para el curtido de los cueros y el lavado del vellón. Esas industrias se instalaban habitualmente junto a un río, y Philip se admiró ante la audacia de hombres capaces de llevar el río hasta sus talleres en lugar de obrar al revés.

A pesar de toda aquella industria, la ciudad era más tranquila y menos concurrida que cualquier otra que Philip hubiera visitado. Los lugares como Salisbury o Hereford parecían ceñidos por sus muros, semejantes a un hombre gordo dentro de una túnica estrecha. Las casas estaban demasiado juntas, los patios eran demasiado pequeños, la plaza del mercado atestada de gente, las calles demasiado estrechas. La gente y los animales andaban a empellones por falta de espacio, dando la sensación de que de un momento a otro empezarían las peleas. Pero Winchester era tan grande que parecía haber sitio para todo el mundo. Mientras paseaba por la ciudad, Philip fue comprendiendo gradualmente que la sensación de amplitud se debía a que las calles estaban trazadas siguiendo un modelo de parrilla cuadrada. En su mayoría eran rectas y los cruces en ángulo recto. Nunca había visto nada semejante. Aquella ciudad debieron haberla construido siguiendo un plan específico. Había docenas de iglesias, de todas las formas y tamaños, algunas de madera y otras de piedra, cada una de ellas dando servicio a su propio barrio pequeño. La ciudad debía ser muy rica para poder mantener a tantos sacerdotes.

Mientras caminaba por la calle Fleshmonger se sintió ligeramente mareado. Jamás había visto tanta carne cruda en un solo lugar. La sangre fluía desde todas las carnicerías hasta la calle, y unas ratas enormes se escurrían entre los pies de la gente que había ido a comprar.

El extremo sur de la calle Fleshmonger desembocaba en el centro de High Street, que se encontraba enfrente del viejo palacio real. A Philip le dijeron que los reyes no habían utilizado el palacio desde que se construyó en el castillo la nueva torre del homenaje, pero los acuñadores reales seguían fabricando peniques de plata en los bajos del edificio, protegidos por gruesos muros y puertas con rejas de hierro. Philip permaneció un rato ante éstas observando las chispas que despedían los martillos al ser descargados sobre los troqueles, maravillado por la gran riqueza desplegada ante sus ojos. Había un puñado de personas contemplando también las operaciones. Sin duda era algo que iban a ver los visitantes de Winchester. Una joven que se encontraba allí de pie, cerca de Philip, le sonrió y él le devolvió la sonrisa.

—Por un penique puedes hacer lo que quieras —dijo ella.

Philip se preguntó qué querría decir y de nuevo esbozó una vaga sonrisa. Entonces la mujer se abrió la capa y quedó horrorizado al ver que estaba completamente desnuda.

—Por un penique de plata puedes hacer todo cuanto gustes —repitió ella.

Philip sintió un leve impulso de deseo, algo así como el espectro de un recuerdo enterrado hacía ya mucho tiempo. Entonces se dio cuenta de que era una prostituta. Se sintió enrojecer. Se volvió rápidamente y se alejó presuroso.

—No temas —le gritó ella—. Me gusta una hermosa cabeza redonda.

Le persiguió la risa burlona de la mujer.

Se sintió acalorado y molesto. Entró en una bocacalle de High Street y se encontró en la plaza del mercado. Podía ver las torres de la catedral alzándose por encima de los puestos de mercado. Caminó presuroso entre la muchedumbre, sin atender los ofrecimientos de los vendedores, encontrando finalmente el camino de regreso al recinto.

Sintió como una brisa fresca la armoniosa quietud del entorno de la iglesia. Se detuvo en el cementerio para ordenar sus pensamientos. Se sentía avergonzado y ofendido. ¿Cómo se atrevía aquella mujer a tentar a un hombre con los hábitos de monje? Era evidente que le había identificado como visitante... ¿Acaso era posible que monjes que se encontraban lejos de su casa monacal fueran clientes suyos? Comprendió que evidentemente lo eran. Los monjes cometían los mismos pecados que la gente corriente. Sencillamente le había escandalizado la desvergüenza de la mujer. La imagen de su desnudez persistía en su memoria y como el núcleo encendido de la llama de la vela parpadeó por un instante y se desvaneció tras los párpados cerrados. Suspiró. Había sido una mañana de imágenes vívidas; los arroyos artificiales, las ratas en las carnicerías, los montones de peniques de plata recién acuñados y finalmente las partes íntimas de la mujer. Sabía que durante un rato aquellas imágenes volverían a él para perturbar sus meditaciones.

Entró en la catedral. Se sentía demasiado impuro para arrodillarse y orar. Pero sólo de recorrer la nave y salir por la puerta sur se sintió en cierto modo purificado. Atravesó el priorato y se dirigió al palacio del obispo.

La planta baja era una capilla. Philip subió las escaleras que conducían al vestíbulo y entró en él. Cerca de la puerta había un pequeño grupo de servidores y clérigos jóvenes, de pie o sentados en un banco adosado a la pared. Al fondo del salón se encontraban Waleran y el obispo Henry sentados a una mesa. Un mayordomo detuvo a Philip.

—Los obispos están desayunando —le dijo, como dando a entender que no podía verles.

—Me reuniré con ellos en la mesa —le dijo Philip.

—Será mejor que espere —le dijo el mayordomo.

Philip pensó que el mayordomo le había confundido con un monje corriente.

—Soy el prior de Kingsbridge —dijo.

El mayordomo se hizo a un lado, encogiéndose de hombros.

Philip se acercó a la mesa. El obispo Henry se encontraba sentado a la cabecera con Waleran a su derecha. Henry era un hombre bajo, de hombros anchos y rostro agresivo. Tendría más o menos la edad de Waleran, uno o dos años mayor que Philip; no más de treinta años. Sin embargo, en contraste con la tez pálida de Waleran y el cuerpo huesudo de Philip, Henry tenía el color encendido y el aspecto bien nutrido de un excelente comedor. Su mirada era viva e inteligente y su rostro tenía una expresión firme y decidida. Era el pequeño de cuatro hermanos, y en su vida probablemente hubo de luchar por todo. Philip quedó sorprendido al ver que Henry llevaba la cabeza afeitada, señal de que en un tiempo hizo votos monásticos y aún se consideraba monje. Sin embargo no vestía con tejidos hechos en casa. De hecho llevaba una magnífica túnica de seda púrpura. Por su parte, Waleran vestía una impecable camisa de hilo blanca debajo de su habitual túnica negra, y Philip comprendió que los dos hombres iban vestidos como correspondía para una audiencia con el rey. Estaban comiendo carne fría de vaca y bebiendo vino tinto. Después de su paseo, Philip estaba realmente hambriento y la boca se le hizo agua.

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