Los robots del amanecer (57 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #ciencia ficción

BOOK: Los robots del amanecer
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—¿Sabotaje? —preguntó el Presidente, sorprendido—. ¿Quién lo había hecho?

—Lo ignoramos, pero fue realizado en terrenos del Instituto. Nos hallábamos allí porque habíamos sido invitados, así que el personal del Instituto conocía nuestra presencia en las instalaciones. Por otra parte, no es probable que nadie pueda entrar en ellas sin el conocimiento y la invitación del personal. Cualquier explicación lógica nos lleva necesariamente a la conclusión de que el sabotaje sólo pudo ser llevado a cabo por algún miembro del personal del Instituto, y ello sería de todo punto imposible... salvo que se hiciera a instancias del doctor Amadiro, lo cual también resulta impensable.

—Parece usted pensar mucho en cosas impensables —replicó Amadiro—. ¿Ha sido examinado el planeador por algún técnico cualificado para ver si realmente existió tal sabotaje? ¿No pudo tratarse de un fallo accidental?

—No se ha realizado ninguna revisión —reconoció Baley—, pero Giskard, que tiene experiencia en conducir planeadores y que ha pilotado con frecuencia el aparato en que volábamos, afirma que hubo sabotaje.

—Pero ese robot pertenece al doctor Fastolfe, está programado por él y recibe las órdenes de él —contestó Amadiro.

—¿Sugiere usted que...? —empezó a decir Fastolfe.

—No sugiero nada —le interrumpió Amadiro alzando la mano en gesto conciliador—. Sólo estoy afirmando un hecho, para que quede constancia de él.

El Presidente pareció sentirse incómodo e intervino.

—¿Quiere el señor Baley, de la Tierra, hacer el favor de continuar?

—Cuando el planeador se averió, aparecieron otros que nos perseguían —dijo Baley.

—¿Otros? —repitió el Presidente.

—Otros robots. Cuando llegaron hasta el aparato, mis robots no estaban allí.

—Un momento —dijo Amadiro—. ¿Cuál era su estado físico en ese momento, señor Baley?

—No me sentía demasiado bien.

—¿No se sentía demasido bien? Usted es terrícola y no está acostumbrado a vivir fuera de las instalaciones artificiales de sus Ciudades. El aire libre le hace enfermar, ¿no es así, señor Baley? —preguntó Amadiro.

—Sí, señor.

—Y ayer por la tarde había además una tormenta bastante fuerte, como recordará el señor Presidente, estoy seguro. ¿No sería más adecuado decir que se encontraba usted muy mal? ¿Inconsciente, cuanto menos?

—Sí, señor. Me sentía muy mal —reconoció Baley a regañadientes.

—Entonces, ¿cómo es que no estaban con usted sus robots? —preguntó el Presidente en tono áspero—. ¿No deberían haber estado junto a usted si se hallaba en ese estado?

—Les ordené que se fueran, señor Presidente.

—¿Por qué?

—Consideré que era lo más conveniente —dijo Baley—. Ahora lo explicaré, si me permiten continuar.

—Adelante.

—Ciertamente nos perseguían, pues esos robots llegaron hasta el vehículo averiado poco después de que mis acompañantes se hubieran ido, cumpliendo mis órdenes. Los robots perseguidores me preguntaron por ellos y les dije que les había ordenado que se fueran. Y sólo después de decirles eso me preguntaron si me encontraba mal. Yo dije que no, y me dejaron donde estaba para continuar la búsqueda de mis acompañantes.

—¿La búsqueda de Daneel y Giskard? —preguntó el Presidente.

—Sí, señor Presidente. Para mí, era evidente que tenían órdenes muy precisas y concluyentes de encontrar a mis robots.

—¿Por qué era evidente?

—Porque preguntaron por ellos antes de interesarse por mí, pese a que era obvio que me encontraba mal. Y en segundo lugar, porque me dejaron en aquel estado para seguir buscando a los robots. Los perseguidores debían de haber recibido unas órdenes enormemente reforzadas de encontrar a Daneel y Giskard, pues de otro modo no se explica que pudieran desatender a un ser humano visiblemente enfermo. De hecho, yo había intuido que les interesaba sobre todo encontrar a mis robots, y ésa fue la razón de que les obligara a marcharse. Creí que lo más importante en aquel momento era impedir que cayeran en manos no autorizadas.

—Señor Presidente —interrumpió Amadiro—, ¿me permite que siga preguntando al señor Baley sobre este punto, para dejar clara la inutilidad de su declaración?

—Adelante.

—Señor Baley —dijo entonces Amadiro—, usted se quedó solo cuando sus robots se fueron, ¿no es así?

—En efecto, señor.

—Por lo tanto, los hechos que acaba de exponer no han quedado registrados, ¿verdad? Usted no lleva encima un dispositivo de grabación, ¿verdad?

—En efecto, señor.

—Y estaba muy enfermo, ¿no es cierto?

—Sí, señor.

—Muy perturbado, incluso. Probablemente demasiado para recordar con claridad lo sucedido, ¿no cree?

—No, señor. Lo recuerdo todo perfectamente.

—Supongo que así lo cree, pero puede que se tratara de alucinaciones y delirios. En el estado en que se encontraba, parece evidente que puede ponerse en duda su interpretación de las palabras de los robots, o incluso la misma existencia de esos presuntos perseguidores.

—Estoy de acuerdo —dijo el Presidente con aire pensativo—. Señor Baley, de la Tierra, si damos por cierto lo que usted recuerda, o cree recordar, ¿cuál es su interpretación de los hechos que está relatándonos?

—Tengo mis dudas sobre si expresar lo que pienso, señor Presidente —contestó Baley—, por temor a calumniar al apreciado doctor Amadiro.

—Ya que habla usted a petición mía, y dado que sus observaciones no saldrán de esta habitación —dijo el Presidente al tiempo que miraba a su alrededor, fijándose en que los nichos para robots estaban vacíos—, no hay posibilidad de calumniar a nadie. Salvo que sus palabras sean malintencionadas.

—En tal caso, señor Presidente, expondré lo que opino —prosiguió Baley—. Creo que el doctor Amadiro me retuvo en sus oficinas charlando de varios asuntos bastante más rato del necesario, para así disponer de tiempo para sabotear mi vehículo. Después, aún me retuvo más tiempo en el Instituto con el fin de hacerme partir cuando la tormenta ya hubiera empezado, asegurándose así de que me sintiera indispuesto durante el trayecto. El doctor Amadiro ha estudiado las condiciones sociales de la Tierra, según me dijo varias veces, de modo que conocía cuál sería mi reacción ante la tormenta. Creí comprender que había proyectado enviar sus robots tras nosotros para llevamos de regreso al Instituto cuando nuestro planeador se averiara, con la excusa de cuidarme y de aliviar mi indisposición. Sin embargo, su objetivo era hacerse con los robots del doctor Fastolfe.

Amadiro replicó con una breve carcajada.

—¿Qué motivos podía tener para ello? Ya ve usted, señor Presidente, que estamos ante un cúmulo de suposiciones y más suposiciones que cualquier tribunal civil de Aurora no dudaría en catalogar de calumnias.

—¿Tiene el señor Baley, de la Tierra, algo con qué sustentar sus hipótesis? —preguntó el Presidente con aire severo.

—Tengo una línea de razonamiento lógico, señor Presidente.

El Presidente se puso en pie, perdiendo parte de su presencia ya que apenas quedó a mayor altura de la que tenía cuando estaba sentado.

—Permítanme que salga a dar un corto paseo para meditar sobre lo que he oído hasta el momento. Volveré en seguida.

Salió para dirigirse al Personal. Fastolfe se inclinó en dirección a Baley y éste hizo lo mismo. Amadiro les miró con despreocupación, como si no le importara lo que tuvieran que decirse el doctor y el terrícola.

—¿No tiene algo mejor que exponer? —susurró Fastolfe.

—Creo que sí —respondió Baley—, si encuentro la ocasión adecuada para hacerlo. Sin embargo, parece que no le caigo demasiado bien al Presidente.

—Yo también lo creo. Hasta ahora, no ha hecho usted sino empeorar todavía más las cosas, y no me sorprendería que, cuando regrese, dé por terminada esta reunión.

Baley meneó la cabeza y permaneció con la mirada fija en sus zapatos.

77

Baley todavía estaba mirándose los zapatos cuando el Presidente volvió a entrar. Tomó asiento y dirigió una mirada dura y casi siniestra al terrícola.

—Señor Baley, de la Tierra —murmuró,

—Sí, señor Presidente.

—Creo que me está haciendo perder el tiempo, pero no quiero que se diga que no he dado todas las oportunidades a ambas partes, aun cuando pareciera que estaba perdiendo el tiempo. ¿Puede usted exponerme un motivo por el cual el doctor Amadiro tuviera que actuar de un modo tan disparatado como usted afirma?

—Señor Presidente —contestó Baley en un tono de voz próximo a la desesperación—, en efecto existe un motivo, y muy importante. Se trata, simplemente, de que el proyecto del doctor Amadiro para la colonización de la galaxia se quedará en nada si él y su Instituto no logran producir robots humaniformes. Hasta el momento, no han producido ninguno, ni están en condiciones de hacerlo próximamente. Pregúntele usted si está dispuesto a que un comité legislativo inspeccione su Instituto para averiguar si se están produciendo o diseñando robots humaniformes de modo satisfactorio. Si el doctor Amadiro sigue manteniendo que existen en su Instituto esos robots humaniformes, bien en las cadenas de montaje o bien en los tableros de diseño, o incluso en estado de formulación teórica correcta, y si está dispuesto a demostrarlo ante un comité cualificado, no diré nada más y reconoceré que mis investigaciones no han dado fruto.

Tras estas palabras, Baley contuvo el aliento. El Presidente miró a Amadiro, cuya sonrisa había desaparecido.

—Reconozco que en estos momentos no tenemos robots humaniformes en perspectiva.

—Entonces, continuaré —dijo Baley reanudando su interrumpida respiración con algo muy parecido a un jadeo—. Naturalmente, el doctor Amadiro puede obtener toda la información que necesita si recurre al doctor Fastolfe, quien tiene en su cerebro los datos necesarios. Sin embargo, el doctor Fastolfe no está dispuesto a colaborar en este tema.

—Efectivamente, no lo estoy —murmuró Fastolfe—. Bajo ninguna circunstancia.

—Sin embargo, señor Presidente —continuó Baley—, el doctor Fastolfe no es el único individuo que posee el secreto del diseño y construcción de robots humaniformes.

—¿No? —preguntó el Presidente—. ¿Quién más lo conoce? El propio doctor Fastolfe parece asombrado de lo que acaba de decir, señor Baley.

(Por primera vez dejó de añadir «de la Tierra».)

—Realmente estoy asombrado —dijo Fastolfe—. Que yo sepa, soy el único que conoce ese secreto. Ignoro a qué se refiere el señor Baley.

—Sospecho que ni siquiera el propio señor Baley lo sabe —añadió Amadiro con una ligera sonrisa de burla en los labios.

Baley se sintió rodeado. Miró a un lado y a otro y comprendió que ninguno de sus interlocutores, ninguno de los tres, estaba de su parte. Dijo:

—¿No es cierto que cualquier robot humaniforme conocería el secreto? No de una manera consciente, quizás, no de un modo que le hiciera posible dar instrucciones precisas al respecto, pero la información estaría seguramente almacenada en su interior, ¿no creen? Interrogado de modo adecuado, sus respuestas y reacciones acabarían por traicionar los secretos de su diseño y construcción. Poco a poco, con tiempo suficiente y mediante preguntas convenientemente estudiadas, el robot humaniforme daría la información que haría posible planificar el diseño y construcción de otros robots iguales a él. Resumiendo: No existe máquina de diseño secreto si dispone de la propia máquina para desarrollar un estudio suficientemente profundo de sus características.

Fastolfe pareció impresionado.

—Comprendo a qué se refiere, señor Baley, y creo que tiene usted razón. Nunca habia pensado en ello.

—Con el debido respeto, doctor Fastolfe —continuó Baley—, debo decirle que, como todos los auroranos, tiene usted un peculiar orgullo individualista. Se siente usted tan satisfecho con el hecho de ser el mejor roboticista, el único capaz de construir robots humaniformes, que es incapaz de percatarse de lo que es obvio.

El Presidente se relajó un poco y esbozó una sonrisa.

—Creo que tiene razón, doctor Fastolfe. Siempre me he preguntado por qué mantenía con tanta insistencia que era el único con capacidad para destruir a Jander, cuando ello perjudicaba notablemente su credibilidad política. Ahora comprendo claramente que prefería usted perder su credibilidad antes que renunciar a su singularidad como individuo y como roboticista.

Fastolfe pareció visiblemente contrariado. En cuanto a Amadiro, frunció el ceño y preguntó:

—¿Tiene todo eso algo que ver con el problema que estamos discutiendo?

—Naturalmente —afirmó Baley, cada vez más seguro de sí mismo—. Usted no podía obligar al doctor Fastolfe a que le diera la información. No podía ordenar a los robots que le hicieran daño, que le torturaran, por ejemplo, para hacerle revelar su secreto. Tampoco podía agredirle directamente debido a la protección que le ofrecían sus propios robots. En cambio, podía aislar a Daneel y hacer que otros robots lo raptaran mientras el ser humano presente estuviera demasiado enfermo para adoptar las medidas necesarias para impedirlo. Lo sucedido ayer por la tarde formaba parte de un plan improvisado para tener entre sus manos a Daneel. Usted vio abierta su oportunidad cuando insistí en visitarle en el Instituto. De no haber obligado a mis robots a alejarse, y de no haberme encontrado suficientemente bien para insistir en que no me sucedía nada y enviar a sus robots en la dirección equivocada, Daneel y Giskard hubieran caído en su poder. Y con el tiempo, habría podido descubrir el secreto de los robots humaniformes mediante un análisis en profundidad del comportamiento y las respuestas de Daneel.

—Señor Presidente, protesto —exclamó Amadiro—. Nunca he oído una calumnia expresada con tal perversidad. Todo esto se basa en las fantasías de un hombre enfermo. Todavía no sabemos, y quizá no lo averigüemos nunca, si el planeador fue saboteado realmente; y, si lo fue, tampoco sabemos quién pudo hacerlo, o si verdaderamente hubo unos robots que persiguieron el vehículo y hablaron con el señor Baley. Ese hombre está simplemente presentando una suposición tras otra, basadas en un testimonio más que dudoso referente a unos hechos de los que él es el único testigo, y en una situación en la que estaba medio loco de terror y presa quizá, de alucinaciones. Nada de cuanto ha dicho podría sostenerse ni siquiera un momento ante un tribunal.

—No estamos ante un tribunal, doctor Amadiro —dijo el Presidente—, y es mi obligación escuchar todo cuanto pueda tener relación con el tema en disputa.

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