Los vigilantes del faro (14 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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P
aula se estiró en la cama y rozó con la mano el pelo de Johanna. Dejó la mano allí. Su tacto la llenó de inquietud. Los últimos meses experimentaban una sensación rara cuando se tocaban. Ya no ocurría de forma espontánea, más bien era como si tuvieran que tomar la decisión de hacerlo. Se querían y, aun así, se encontraban en aquella situación extraña.

En realidad, no se trataba solo de los últimos meses. En honor a la verdad, se decía Paula, empezó cuando nació Leo. Lo habían deseado tanto y habían luchado tanto por tenerlo… Creían que un hijo fortalecería su amor. Y en cierto modo, así fue. Pero por otro lado… Ella no sentía que hubiese cambiado tanto, era la misma. Johanna, sin embargo, se entregó por completo al papel de madre y había empezado a comportarse con cierta superioridad. Era como si Paula no contase o, en cualquier caso, como si Johanna contase más, puesto que ella era la que había dado a luz a Leo. Ella era la madre biológica. No había en el pequeño ningún gen de Paula, solo el amor que sintió por él desde que se formó en el vientre de Johanna, y que se multiplicó por mil cuando nació y lo tuvo entre sus brazos. Se sentía madre de Leo tanto como Johanna. El problema era que Johanna no compartía ese sentimiento, por más que se negase a reconocerlo.

Paula oyó a su madre trajinar en la cocina, mientras hablaba con Leo. Lo tenían bien organizado. Rita se levantaba temprano y atendía de mil amores al pequeño, de modo que Paula y Johanna podían dormir un poco más. Y ahora que la investigación le impedía a Paula tomarse la media jornada de baja maternal, Rita les ayudaba a encajar las piezas del rompecabezas. Incluso Bertil se había mostrado voluntarioso a la hora de levantarse y echar una mano, para asombro general. Pero últimamente, Johanna había empezado a criticar el modo en que Rita cuidaba al hijo de ambas. Nadie más que ella sabía cómo había que atender a Leo.

Paula bajó los pies de la cama con un suspiro. Johanna se removió inquieta, pero no llegó a despertarse. Paula se inclinó y le apartó de la cara un mechón de pelo. Nunca le cupo la menor duda de que lo que había entre ellas era estable e inquebrantable. Ahora ya no. Y esa idea la llenaba de temor. Si perdía a Johanna, perdería también a Leo. Johanna no se quedaría a vivir en Tanumshede, y ella no se planteaba mudarse. Le gustaban el pueblo, el trabajo y los colegas. Lo único que no le gustaba era la situación a la que habían llegado ella y Johanna.

En cualquier caso, le interesaba mucho la visita que haría hoy con Patrik a Gotemburgo. Mats Sverin tenía algo que despertaba su curiosidad. Quería saber más de él. Intuía de un modo instintivo que la respuesta a la pregunta de quién le había metido una bala en la nuca se hallaba en el pasado, en todo aquello de lo que la víctima no hablaba.

—Buenos días —dijo Rita cuando Paula entró en la cocina. Leo estaba en la trona. Extendió los brazos y Paula lo levantó y lo abrazó.

—Buenos días. —Se sentó a la mesa de la cocina, con Leo en las rodillas.

—¿Quieres desayunar?

—Sí, gracias. Tengo muchísima hambre.

—Eso puedo arreglarlo yo. —Rita sirvió un huevo frito en un plato y se lo puso delante a Paula.

—Nos mimas demasiado, mamá. —Paula le rodeó la cintura con el brazo en un impulso y apoyó la cabeza en la blandura de sus pliegues.

—Y lo hago de mil amores, hija, ya lo sabes. —Rita la abrazó y aprovechó para darle a Leo un beso en la cabeza.

Ernst
se acercó contoneándose esperanzado y se sentó en el suelo, al lado de Paula y Leo. Con una rapidez a la que nadie alcanzó a reaccionar, Leo echó mano del huevo y se lo arrojó a
Ernst
, que lo pescó feliz. Satisfecho de haber dado de comer a su perro favorito, Leo empezó a aplaudir.

—Pero hijo mío —dijo Rita dejando escapar un suspiro—. La verdad, a mí no me extrañaría que este perro muriera prematuramente de obesidad.

Se fue a los fogones y cascó otro huevo en la sartén.

—¿Y a vosotras qué tal os va? —preguntó luego con un tono discreto, sin mirar a Paula.

—¿Qué quieres decir? —dijo Paula, pese a que sabía perfectamente a qué se refería Rita.

—A Johanna y a ti. ¿Va todo bien?

—Pues claro, demasiado trabajo, tanto ella como yo, pero eso es todo. —Paula hablaba mirando a Leo para que sus ojos no la traicionaran si Rita se daba la vuelta.

—¿Estáis…? —Rita no tuvo tiempo de terminar la frase.

—¿Hay desayuno? —Mellberg se presentó en calzoncillos. Se rascó la barriga satisfecho y se sentó a la mesa.

—Acabo de decirle a mi madre que nos tiene muy consentidos —dijo Paula, aliviada con el cambio de tema.

—Desde luego, desde luego —dijo Mellberg, mirando ansioso el huevo que había en la sartén.

Rita miró inquisitiva a Paula, que asintió.

—Yo prefiero una rebanada de pan.

Rita puso el huevo en un plato.
Ernst
lo siguió con la mirada y se sentó junto a Mellberg. Si había tenido suerte una vez, podía repetirse.

—Tengo que irme —dijo Paula después de comerse un buen bocadillo—. Patrik y yo vamos hoy a Gotemburgo.

Mellberg asintió.

—Suerte. Dame al muchachito, que lo tenga un rato.

Extendió los brazos hacia Leo, que se dejó trasladar de muy buen grado.

Cuando Paula salía de la cocina, vio con el rabillo del ojo que Leo, como un rayo, pescaba el huevo de Mellberg y se lo tiraba a
Ernst
. Para algunos aquel era un día de suerte, sin duda.

E
rica dejó a los gemelos en el suelo, encima de un edredón, y se apresuró a subir al desván. No quería dejarlos solos más de unos minutos, de modo que subió corriendo la escalera empinada. Una vez arriba, tuvo que detenerse a recobrar el aliento.

Al cabo de un rato de búsqueda, encontró la caja. Con sumo cuidado, bajó la escalera reculando y haciendo equilibrios con el pesado paquete en brazos. Cuando llegó abajo comprobó que los pequeños no parecían haberla echado de menos, así que se sentó en el sofá, dejó la caja en el suelo, a su lado, y empezó a poner el contenido en la mesa. Se preguntaba cuánto hacía que no le echaba un vistazo a todo aquello. Los anuarios escolares, los álbumes de fotos, las postales y las cartas no tardaron en cubrir la mesa entera. Tenían polvo y habían perdido gran parte del color y la nitidez de antaño. De repente, se sintió un carcamal.

Al cabo de unos minutos, encontró lo que buscaba. Un anuario y un álbum. Se recostó en el sofá y empezó a hojear. El anuario era en blanco y negro y estaba muy manoseado. Había caras tachadas, otras rodeadas por un círculo, dependiendo de si había odiado o querido a la persona en cuestión. Además, había escrito comentarios aquí y allá. Guapo, mono, tonto de remate y retrasado eran los títulos que repartía entonces sin mucha delicadeza. La adolescencia no era una época de la que sentirse orgullosa, y cuando llegó a la página de su curso, se sonrojó. ¡Madre mía! ¿Ese era el aspecto que tenía entonces? ¿Con ese peinado y esa ropa? Desde luego, existían razones para pasarse años sin mirar aquellas fotos.

Respiró hondo y se examinó con más detenimiento. A juzgar por la pinta, era durante su período Farrah Fawcett. Llevaba el pelo largo y rubio moldeado con unas tenazas hasta formar grandes rizos con las puntas hacia fuera. Las gafas le cubrían la mitad de la cara y, mentalmente, le dio las gracias al que inventó las lentillas.

De pronto, le entró dolor de estómago. Los últimos años de la secundaria eran una época tan llena de angustia… La sensación de no encajar, de no pertenecer a ningún sitio. La búsqueda incansable de lo que le daría acceso a la pandilla de los duros, los guays. Mira que lo intentó. Imitaba el peinado y el estilo de ropa, usaba las mismas expresiones y la forma de hablar de las chicas de su clase a las que quería parecerse. Chicas como Annie. Pero nunca lo consiguió. Claro que tampoco podía decirse que perteneciera al escalafón más bajo, no era una de las acosadas, de las que encajaban tan mal que no les merecía la pena intentarlo siquiera. No, ella pertenecía a la masa invisible. Los únicos que se fijaban en ella eran los profesores, los que la animaban y le mostraban aprecio. Pero entonces aquello no era ningún consuelo. ¿Quién quería ser una empollona? ¿Quién quería ser Erica, cuando podía ser Annie?

Dejó su cara y centró la atención en la de Annie. Estaba en primera fila, con las piernas cruzadas y un gesto desenvuelto. Todos los demás se esforzaban por posar, pero ella parecía haber caído allí tal y como se la veía. Aun así, atraía todas las miradas. Tenía el pelo rubio por la cintura. Liso y brillante, sin flequillo, y a veces se lo recogía entero hacia atrás, en una cola de caballo. Nada de lo que hacía parecía costarle el menor esfuerzo. Ella era el original, todas las demás, las copias.

Detrás estaba Matte. Aquello fue antes de que empezaran a salir pero, sabiendo cómo se desarrolló todo, ya podía intuirse lo que iba a ocurrir. Porque Matte no dirigía la mirada a la cámara, como todo el mundo. Lo habían captado en el instante en que estaba mirando a Annie de reojo, con la vista fija en su larga y hermosa melena rubia. Erica no recordaba si entonces sabía que a Matte le gustaba Annie, pero seguramente daba por hecho que les gustaba a todos los chicos. No había razón alguna para suponer que él fuera una excepción.

Qué guapo era, se dijo Erica mientras contemplaba la instantánea. No recordaba haberlo pensado entonces, porque estaba totalmente concentrada en que le gustara Johan, un chico del otro grupo del que estuvo unilateralmente enamorada durante toda la secundaria. A decir verdad, Matte era monísimo, según constataba ahora. Rubio, el pelo un tanto encrespado, muy alto, una mirada seria que le agradaba. Algo destartalado, naturalmente, como todos los chicos de esa edad. En realidad, no tenía el menor recuerdo suyo de los años del instituto. Ni había pertenecido a su pandilla. Él era de los más conocidos, sin por ello llamar demasiado la atención. No como los otros chicos famosos, unos fanfarrones que siempre hablaban alto y estaban ocupadísimos consigo mismos y con el estatus que ostentaban en aquel mundo insignificante en el que eran los reyes. Matte más bien se fundía con ellos discretamente.

Erica dejó el anuario y se concentró en el álbum de fotos. Estaba lleno de fotos del instituto, viajes de estudios, fines de curso y algunas fiestas a las que sus padres le habían permitido ir. Annie aparecía en muchas de ellas. Siempre en el centro. Era como si la lente de la cámara la buscara en cada toma. Mierda, qué guapa era, pensó Erica, y se sorprendió abrigando cierta esperanza mezquina de que ahora estuviera un poco gorda y llevara el pelo corto y un peinado práctico de señora mayor. Annie tenía algo que despertaba deseo y envidia a partes iguales. En realidad, la gente quería ser como ella, y la siguiente mejor opción era estar con ella. Erica no había disfrutado ni de lo uno ni de lo otro. Tampoco aparecía en aquellas fotos. Claro que era ella quien las hacía, pero a nadie se le ocurrió quitarle la cámara de las manos y decirle que se pusiera con los demás. Era invisible. Oculta tras la lente, mientras fotografiaba ansiosa aquello de lo que habría querido formar parte.

La irritaba que la amargura de entonces fuera tan intensa. Que los recuerdos de aquella época la redujesen y la hiciesen sentir como la niña que era, en lugar de la mujer en que se había convertido. Era una escritora de éxito, estaba felizmente casada y tenía tres hijos maravillosos, una casa preciosa y buenos amigos. Aun así, sentía crecer en el pecho la envidia de antaño, el ansia de ser parte del grupo de elegidos y el dolor agudo que le causaba la certeza de que nunca sería una de ellos, de que no sería lo bastante buena, por mucho que se esforzara.

Los pequeños, que seguían tumbados en el edredón, empezaron a protestar. Con el alivio de verse obligada a salir de la burbuja, se levantó y fue por ellos. Dejó el anuario y lo demás en la mesa. Seguro que Patrik quería echarle un vistazo.

-¿P
or dónde empezamos?

Paula trataba de combatir el mareo. Había empezado a sentirlo a la altura de Uddevalla, y había ido empeorando a medida que avanzaban.

—¿Quieres que paremos un momento? —preguntó Patrik mirándola de reojo. Tenía la cara de un verdoso preocupante.

—No, si ya no queda nada —respondió Paula tragando saliva.

—Estaba pensando empezar por el hospital Sahlgrenska — dijo Patrik mientras conducía concentrado por las calles intrincadas de Gotemburgo—. Tenemos licencia para consultar la historia clínica de Mats, y he llamado al médico que lo atendió para avisar de que vamos de camino.

—Bien —dijo Paula, y tragó saliva otra vez. Las náuseas eran lo peor.

Diez minutos después, cuando entraron en el aparcamiento del Sahlgrenska, se lanzó fuera del coche en cuanto se detuvo. Apoyada en la puerta, respiró hondo unos minutos. Poco a poco notó que el mareo iba cediendo. Aún persistía un ligero malestar que se le pasaría en cuanto hubiera comido algo.

—¿Estás lista o prefieres que esperemos unos minutos más? —preguntó Patrik, aunque Paula constató que estaba tan ansioso que le temblaba todo el cuerpo.

—No, vamos, ya estoy bien. ¿Sabes dónde es? —preguntó señalando con la cabeza el edificio gigantesco.

—Creo que sí —respondió Patrik, y se encaminó hacia la gran puerta de entrada.

Tras perderse unas cuantas veces, encontraron la consulta y llamaron a la puerta de Nils-Erik Lund, el médico que había atendido a Mats Sverin mientras estuvo ingresado en el Sahlgrenska.

—Adelante —resonó una voz varonil, que ellos obedecieron.

El médico se levantó, salió de detrás del escritorio y se les acercó para estrecharles la mano.

—La Policía, supongo.

—Sí, yo soy quien llamó esta mañana. Patrik Hedström. Y esta es mi colega Paula Morales.

Se saludaron e intercambiaron las frases de cortesía habituales antes de sentarse.

—He reunido el material que creo que puede serles útil — dijo Nils-Erik, entregándoles una carpeta llena de documentos.

—Gracias. ¿Podría contarnos lo que recuerde de Mats Sverin?

—Lo cierto es que tengo miles de pacientes al año, así que es imposible recordarlos a todos. Pero después de releer el historial, se me ha refrescado un poco la memoria —aseguró mesándose una barba poblada y blanca—. El paciente ingresó con lesiones graves. Había sido víctima de una agresión violenta, probablemente a manos de varias personas. De eso supongo que hablarán con la Policía de aquí.

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