Los vigilantes del faro (35 page)

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Authors: Camilla Läckberg

Tags: #Policíaco

BOOK: Los vigilantes del faro
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—No, tal y como ya os dije, Mats era la estabilidad personificada. Un tanto reservado para ciertas cosas, puede ser, pero nada más. —Se estremeció—. ¿Sería por eso? ¿Sería por la droga? De ser así, quizá no fuera tan raro que no quisiera hablar de su vida privada.

—No lo sabemos. Pero esa podría ser la explicación.

—Es terrible. Si se supiera que hemos tenido aquí algo así, a alguien así…, sería una catástrofe.

—Creo que tenemos una noticia que daros —dijo Patrik, y soltó un taco para sus adentros—. Resulta que Bertil Mellberg ha celebrado esta mañana una rueda de prensa sobre el asunto y los medios de comunicación lo difundirán hoy mismo.

Como por orden de un director de escena, la recepcionista apareció en la puerta con las mejillas encendidas y la angustia en la mirada.

—No sé por qué, Erling, pero el teléfono no para de sonar. Un montón de periódicos quieren hablar contigo, y tanto el
Aftonbladet
como el
GT
quieren verte enseguida.

—Por Dios bendito —dijo Erling, y se pasó la mano por la frente, que tenía llena de sudor.

—El único consejo que puedo daros es que digáis lo menos posible —dijo Patrik—. Lamento de verdad la intervención de la prensa en esta fase inicial, pero no he podido hacer nada. — Lo dijo con amargura, pero Erling solo parecía consciente de su propia situación de crisis.

—Naturalmente, tengo que responder a esas llamadas —dijo retorciéndose en la silla, desesperado—. Tengo que arreglar esta situación, pero un drogadicto en el ayuntamiento…, ¿cómo voy a explicar una cosa así?

Patrik y Gösta comprendieron que no tenían una sola palabra de consuelo que decirle, así que se levantaron.

—Querríamos hablar con los demás también —dijo Patrik.

—Sí, claro. No tenéis más que decírselo. Si me perdonáis, tengo que atender esas llamadas. —Se pasó un pañuelo por la calva.

Salieron y llamaron a la puerta del despacho contiguo.

—Adelante —gorjeó Gunilla, claramente ignorante de lo que ocurría.

—¿Podemos hablar contigo unos minutos? —preguntó Patrik.

Gunilla asintió jovial. Luego se le ensombreció el semblante.

—Vaya, yo aquí sonriendo, y seguro que vosotros habéis venido para hablar de Mats, ¿no? ¿Habéis encontrado algo?

Sin saber muy bien cómo comunicarle la noticia, Patrik y Gösta volvieron a intercambiar una mirada elocuente. Se sentaron.

—Tenemos varias preguntas más que hacerte sobre Mats — dijo Gösta, dando pataditas nerviosas en el suelo. En realidad, sabían demasiado poco para hacer las preguntas adecuadas.

—Adelante, preguntad lo que queráis —dijo Gunilla sonriendo de nuevo.

Debía de pertenecer a ese tipo de personas que siempre se comportan de un modo insufriblemente positivo y alegre, pensó Gösta. De esas que uno no quiere tener cerca a las siete de la mañana, antes de la primera taza de café. Su querida difunta esposa se despertaba con el mismo mal humor que él, de modo que los dos podían dedicarse a refunfuñar cada uno por su lado.

—Unos niños ingresaron ayer en el hospital después de haber probado la cocaína que encontraron en una papelera —dijo Patrik—. Puede que ya lo sepas.

—Sí, un asunto terrible. Pero terminó bien, ¿no?

—Sí, los chavales se repondrán sin problemas. Pero parece que existe algún tipo de vínculo con nuestra investigación.

—¿Vínculo? —dijo Gunilla dirigiendo a Patrik y a Gösta aquella mirada suya de ardilla nerviosa.

—Sí, hemos encontrado cierta relación entre Mats Sverin y la cocaína. —Lo dijo en un tono algo más formal de la cuenta, como siempre que se sentía incómodo dando una noticia. Y con aquello se sentía fatal. Aun así, era mejor que los antiguos compañeros de trabajo de Mats se enteraran por ellos, en lugar de leerlo en los periódicos.

—No entiendo.

—Sí, creemos que Mats pudo tener algo que ver con la cocaína —dijo Gösta, mirando al suelo.

—¿Mats? —preguntó Gunilla con voz algo chillona—. Qué va, no podéis hablar en serio…

—Por ahora, no sabemos nada de las circunstancias —explicó Patrik—. Y por eso estamos aquí. Para saber si notasteis algo raro en su comportamiento que recordéis ahora.

—¿Algo raro? —preguntó Gunilla, y Patrik se dio cuenta de que empezaba a indignarse—. Mats era la persona más amable del mundo, y ni por asomo puedo imaginarme que… No, es imposible.

—¿No había nada en su conducta que te pareciera extraño? ¿Nada que te llamase la atención? —Patrik sabía que estaba dispuesto a agarrarse a un clavo ardiendo.

—Mats era un hombre excelente y una buenísima persona. Es impensable que hubiera tenido algo que ver con nada relacionado con la droga. —Golpeteó la mesa con el bolígrafo a cada sílaba, para subrayar su convicción.

—Lo siento, pero teníamos que hacerte estas preguntas —dijo Gösta, y Patrik asintió y se levantó. Gunilla se los quedó mirando enojada mientras se alejaban.

Una hora después, abandonaron el ayuntamiento. Habían hablado con el resto de los antiguos compañeros de Mats Sverin, y la reacción fue la misma. Nadie podía imaginarse que hubiera estado involucrado en ningún asunto de drogas.

—Lo cual confirma mis sospechas. Y ni siquiera lo conocí —dijo Patrik otra vez en el coche.

—Pues sí. Y todavía nos queda lo peor.

—Lo sé —dijo Patrik, y puso rumbo a Fjällbacka.

H
abía dado con ellos. Ella lo sabía, era tan cierto como que ya no tenían otro lugar en el que refugiarse. Se le habían agotado las posibilidades de escapar. Con lo fácil que habría sido romperlo todo en pedazos otra vez. Había bastado con una postal, sin mensaje y sin remitente, con matasellos de Suecia, para destrozarle las esperanzas de futuro.

Con manos temblorosas, Madeleine le dio la vuelta a la postal para examinar la superficie blanca con su nombre y su nueva dirección. No hacían falta palabras, el motivo de la postal lo decía todo. El mensaje no podía ser más claro.

Muy despacio, se acercó a la ventana. Fuera, en el jardín, jugaban Kevin y Vilda, ignorantes de que su vida volvería a cambiar en breve. Apretó la postal entre las manos sudorosas, y trató de ordenar sus pensamientos para tomar una decisión.

Los niños parecían tan felices… Jugaban solos o con los demás niños. Ya empezaba a extinguirse la desesperación de su mirada, aunque siempre les quedaría una chispa de miedo. Habían visto demasiado, y por mucho amor que derrochara con ellos, nunca podría deshacer lo hecho. Y ahora, todo se había torcido. Siempre pensó que aquella era la única salida, la última oportunidad de llevar una vida normal. Dejar Suecia, dejarlo a él, dejarlo todo tras de sí. ¿Cómo podría ofrecerles una vida segura cuando habían cortado el último cabo al que agarrarse?

Madeleine apoyó la cabeza en el cristal de la ventana. Notó el frescor en la frente. Vio cómo Kevin ayudaba a su hermana a subir la escalera del tobogán. Le ponía a Vilda las manos en el trasero y la sujetaba al tiempo que le daba impulso. Quizá hubiera cometido un error al dejar que se convirtiera en el hom— bre de la casa. Después de todo, solo tenía ocho años. Pero el pequeño había asumido con toda naturalidad el papel y se ocu— paba de sus chicas, como él mismo las llamaba lleno de orgullo. Era una responsabilidad con la que había crecido y que le daba seguridad. Kevin se apartó el flequillo de los ojos. Se parecía tanto a su padre físicamente…, aunque tenía el cora— zón de Madeleine. Su debilidad, como
él
solía llamarla cuando venían los golpes.

Muy despacio, empezó a dar cabezazos con la frente en el cristal. La desesperación se apoderó de ella. Nada quedaba del futuro que había planeado. Cada vez más fuerte, siguió dando cabezazos contra el cristal y sintió que aquel dolor familiar le infundía cierta calma. Tiró la postal y la imagen del águila con las alas desplegadas surcó brevemente el aire hasta caer al suelo. Fuera, al pie del tobogán, jugaba Vilda con una sonrisa de felicidad.

Fjällbacka, 1871

-¿Q
ué tal la vida en la isla? Debéis de sentiros muy solos. —Dagmar miraba con curiosidad a Emelie y a Karl, que estaban frente a ella en el sofá de las visitas. La delicada taza de café desentonaba en la mano tosca de Karl, pero Emelie sostenía la suya con elegancia y daba sorbitos del líquido humeante.

—Bueno, así son las cosas —respondió Karl sin mirar a Emelie—. Los faros están aislados, pero nos arreglamos bien. Vosotros deberíais saberlo, ¿no?

Emelie estaba avergonzada. En su opinión, Karl se dirigía en un tono demasiado brusco a Dagmar, que, después de todo, era su tía. A Emelie la habían educado en el respeto a los mayores, y Dagmar le gustó instintivamente desde el primer momento. Además, ella debería poder comprenderla mejor que nadie, pues también había sido mujer de un farero. Su marido, el tío de Karl, trabajó en el faro muchos años. Al padre de Karl le correspondió heredar y administrar la hacienda, mientras que su hermano menor era más libre y pudo elegir su camino. Cuando Karl era niño, el tío era su héroe, y él fue quien lo impulsó a la vida del mar y del faro. Karl se lo había contado a Emelie en una ocasión, en la época en que aún hablaba con ella. Allan, el tío de Karl, había muerto ya, y Dagmar vivía sola en una casita junto al parque de bomberos de Fjällbacka.

—Sí, claro que conozco esa vida —dijo Dagmar—. Y tú también sabías a qué te enfrentabas, después de haber oído las historias de Allan. La cuestión es si lo sabía Emelie.

—Ella es mi mujer y tiene que amoldarse.

Emelie sentía una vergüenza inmensa ante el comportamiento de su marido, y notó que las lágrimas acudían irremisiblemente a sus ojos. Pero Dagmar enarcó las cejas sin decir nada.

—Me ha dicho el pastor que eres buena ama de casa —dijo volviéndose a Emelie.

—Gracias, me alegro de que tengan esa opinión —dijo Emelie en voz baja, y agachó la cabeza para que no vieran que se había sonrojado. Bebió un poco y paladeó el café. No solía tener la oportunidad de tomar café de verdad. Karl y Julian no compraban mucho cuando iban a Fjällbacka. Seguramente, preferían gastarse el dinero en el Abelas, pensó con amargura.

—¿Cómo os va con el ayudante que vive con vosotros? ¿Es un buen hombre, trabaja bien? Allan y yo tuvimos un poco de todo. Con algunos no podíamos contar mucho.

—Trabaja muy bien —dijo Karl, y dejó la taza en el plato con tal fuerza que la porcelana tintineó peligrosamente—. ¿Verdad, Emelie?

—Sí —susurró ella, pero sin atreverse a mirar a Dagmar.

—¿Cómo lo encontraste, Karl? Espero que a través de recomendaciones, porque en los anuncios no se puede confiar.

—Julian traía muy buenas recomendaciones, y enseguida nos dimos cuenta de que hacía honor a ellas.

Emelie lo miró perpleja. Karl y Julian habían trabajado juntos varios años en el buque faro. Ella misma los había oído hablar de ello. ¿Por qué no se lo decía? Recordó la imagen de los ojos negros de Julian, y del odio cada vez mayor que reflejaban, y empezó a temblar. Y vio que Dagmar se había dado cuenta.

—Bueno, creo que tienes hora con el doctor Albrektson, ¿verdad? — dijo.

Emelie asintió.

—Sí, tengo cita dentro de un rato, así verá si el pequeño está bien. O la pequeña.

—Seguro que es un niño —dijo Dagmar, mirando con calidez el vientre de Emelie.

—¿Vosotros tenéis niños? Karl no me ha comentado nada —dijo Emelie. No estaba muy acostumbrada a que le prestaran atención, y se sentía encantada de poder hablar del milagro que llevaba dentro con alguien que hubiera pasado por lo mismo. Pero enseguida sintió un codazo en el costado.

—No seas tan entrometida —le susurró Karl.

Dagmar lo tranquilizó con un gesto. Pero le vio la tristeza en los ojos al responder:

—Hasta tres veces viví la misma dicha que tú ahora. Y otras tantas quiso el Señor que no llegara a buen puerto. Mis pequeños están allá arriba —dijo alzando la mirada. Y, pese al dolor, parecía segura de que el Señor había decidido lo mejor.

—Perdón, yo… —Emelie no sabía qué decir. Se sentía mal por haber sido tan imprudente.

—No pasa nada, querida —dijo Dagmar. Se inclinó hacia delante instintivamente y le puso la mano en el vientre.

Y al notar el tacto normal de una persona, por primera vez en tanto tiempo, casi se echa a llorar. Pero el desprecio manifiesto de Karl la hizo controlarse. Guardaron silencio un instante y Emelie notó que la mujer le clavaba la mirada como si estuviera viendo el caos y la oscuridad. La mano seguía allí, delgada y huesuda, marcada por muchos años de trabajo duro. Pero a Emelie le parecía hermosa, al igual que aquel rostro fino, cuyos surcos y arrugas dibujaban la imagen de una vida bien vivida, con amor. Llevaba el cabello gris recogido en un moño, y Emelie intuyó que aún le caía abundante hasta la cintura cuando lo llevaba suelto.

—Tú no conoces la ciudad, así que pensaba acompañarte al médico —dijo Dagmar retirando la mano.

Karl empezó a protestar enseguida.

—Eso puedo hacerlo yo, que sí conozco la ciudad, la tía no tiene que molestarse.

—No es molestia. —Dagmar lo miró decidida. Emelie comprendió que mantenían una especie de lucha, hasta que Karl bajó la vista.

—Bueno, si la tía quiere, no voy a insistir —dijo, y dejó la taza en la mesa—. Así puedo aprovechar para hacer cosas más necesarias.

—Claro, muy bien —dijo Dagmar, y continuó mirándolo sin pestañear—. Estaremos fuera una hora o poco más, podéis veros aquí luego. Porque supongo que no querrás ir a hacer la compra sin tu mujer, ¿no?

Lo había formulado como una pregunta, pero Karl comprendió perfectamente que se trataba de una orden, e hizo un breve gesto de asentimiento.

—Muy bien. —Dagmar se levantó y le hizo una seña a Emelie para que la siguiera—. Bien, entonces nos vamos las dos, no sea que lleguemos tarde. Así Karl podrá hacer lo que tenga que hacer.

Emelie no se atrevía a mirar a su marido. Había perdido, y ella sabía que luego se lo haría pagar. Pero cuando salió con Dagmar a la calle, en dirección a la plaza, desechó esos pensamientos. Tenía la firme intención de disfrutar de aquellos momentos, por alto que fuera el precio. Tropezó con un adoquín, pero la mano de Dagmar la sujetó enseguida. Emelie se apoyó en ella y se sintió segura.

-¿H
as sabido algo de Patrik y Gösta? —Paula apareció ante la puerta de Annika.

—No, todavía no —dijo Annika. Iba a decir algo, pero Paula ya iba camino de la cocina, con unas ganas tremendas de tomarse un café en una taza limpia, después de haber pasado varias horas de cuchitril en cuchitril interrogando a drogadictos. Por si acaso, fue a los servicios y se lavó las manos a conciencia. Cuando se dio la vuelta, vio que Martin esperaba su turno.

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