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Authors: Charlaine Harris

Más muerto que nunca (2 page)

BOOK: Más muerto que nunca
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Me aticé una sacudida mental. Acababa de salir de una crisis, debería estar contenta. ¡Se acabaron las preocupaciones! ¡Se acabaron los miedos! ¡Libre y con veintiséis años! ¡Con trabajo! ¡Con la casa pagada! ¡Con dinero en el banco! Todo eran cosas buenas y positivas.

Cuando llegué al bar, el aparcamiento estaba lleno. Sería una noche ajetreada. Me dirigí hacia la parte trasera, donde dejábamos nuestros vehículos los empleados. Sam Merlotte, el propietario del local y mi jefe, vivía allí detrás en una autocaravana muy bonita que tenía incluso su jardincito rodeado con un pequeño seto, el equivalente para Sam a la típica valla blanca. Cerré el coche y me dirigí a la entrada de personal, que se abría a un pasillo donde estaban los baños de señoras y caballeros, un gran almacén y el despacho de Sam. Dejé el bolso y la chaqueta en un cajón vacío del escritorio, tiré hacia arriba de mis calcetines rojos, moví la cabeza para que el pelo me quedara bien y crucé la puerta (una puerta que casi siempre estaba abierta) que daba a la sala del bar-restaurante. En realidad, en la cocina se preparaban sólo cosas básicas: hamburguesas, pechugas de pollo, patatas fritas, aros de cebolla, ensaladas en verano y chili con carne en invierno.

Sam se ocupaba de la barra, hacía las veces de gorila e incluso de cocinero de vez en cuando, aunque últimamente había tenido que buscar a alguien que ocupara este puesto: sus alergias estacionales le habían dado fuerte este año y él no era el más indicado para manipular alimentos. La nueva cocinera había respondido al anuncio que Sam había publicado hacía sólo una semana. En el Merlotte's los cocineros no duraban mucho, pero esperaba que Sweetie Des Arts aguantara un poco más. Llegaba puntual, se defendía bien en su trabajo y nunca daba ningún problema. ¿Qué más podía pedirse? Nuestro último cocinero, un chico, había dado a mi amiga Arlene un enorme rayo de esperanza y le había hecho creer que era «Él» —en este caso, debía de ser su cuarto o quinto «Él»— antes de esfumarse con su vajilla, su cubertería y un reproductor de CD. Los hijos de Arlene se habían quedado destrozados, no porque echaran de menos al tipo, sino porque les encantaba su reproductor de CD.

Traspasé un muro de ruido y humo de cigarrillos y tuve la sensación de entrar en otro universo. Los fumadores ocupan el lado oeste de la sala, pero el humo no parece enterarse de que tiene que quedarse allí. Dibujé una sonrisa en mi cara y pasé detrás de la barra para darle a Sam un golpecito cariñoso en el brazo. Después de llenar con maestría una jarra de cerveza y servírsela a un cliente, puso otra bajo el grifo a presión y repitió el proceso.

—¿Qué tal va todo? —me preguntó Sam con cierta cautela. Conocía a la perfección los problemas de Jason, pues estaba conmigo la noche en que encontramos a Jason prisionero en un cobertizo de Hotshot. Pero teníamos que hablar con indirectas; los vampiros habían salido a la luz pública, pero los cambiantes y los hombres lobo seguían encerrados en el secretismo. El mundo clandestino de los seres sobrenaturales estaba a la espera de ver qué tal les iba a los vampiros antes de decidirse a salir también a escena.

—Mejor de lo que me esperaba. —Le dirigí una sonrisa sin necesidad de levantar mucho la cabeza, pues Sam no es un hombre alto. Es delgado, pero mucho más fuerte de lo que parece. Sam habrá cumplido ya los treinta, o eso creo, y su cabello, de un dorado rojizo, forma una especie de aureola alrededor de su cabeza. Es un buen hombre, y un jefe estupendo. También es un cambiante, y puede transformarse en cualquier animal. Habitualmente, Sam se transforma en un collie precioso de magnífico pelaje. A veces se acerca a mi casa y le dejo que duerma en la alfombra de la sala de estar—. Le irá bien.

—Me alegro —dijo. No puedo leer la mente de los cambiantes con la misma facilidad que leo las de los humanos, pero sí puedo adivinar si son o no sinceros. Sam se sentía feliz porque yo también lo estaba.

—¿Cuándo te vas? —le pregunté. Tenía esa mirada perdida, esa mirada que decía que ya estaba mentalmente corriendo por los bosques, siguiéndole la pista a alguna comadreja.

—En cuanto llegue Terry. —Volvió a sonreírme, pero esta vez fue una sonrisa un poco tensa. Sam empezaba a sentirse inquieto.

La puerta que daba a la cocina estaba justo al final de la barra, en el lado oeste, y asomé la cabeza para decirle hola a Sweetie. Era huesuda, tenía el pelo castaño y andaría por los cuarenta. La verdad es que iba siempre muy maquillada para tener que pasarse toda la noche encerrada en la cocina. Parecía también más lista, quizá con más estudios, que los cocineros que hasta entonces habían pasado por el Merlotte’s.

—¿Va todo bien, Sookie? —preguntó mientras le daba la vuelta a una hamburguesa. Sweetie estaba en constante movimiento en la cocina y no le gustaba que nadie se le pusiera en medio. Tenía aterrorizado al adolescente que la ayudaba y limpiaba las mesas y éste intentaba no entrometerse nunca en su camino cuando ella pasaba de la plancha a la freidora. El chico preparaba los platos, las ensaladas y se acercaba a la ventanilla para avisar a las camareras cuando los pedidos estaban a punto. En la sala, Holly Cleary y su mejor amiga, Danielle, estaban trabajando duro. Me percaté de su cara de alivio al verme llegar. Danielle se ocupaba de la zona de fumadores, en el oeste. Cuando estábamos las tres, Holly solía ocuparse de la zona central, la que quedaba enfrente de la barra, y yo me ocupaba de la zona este.

—Mejor que me ponga ya en marcha —le dije a Sweetie.

Me sonrió y volvió a ocuparse de la plancha. El intimidado adolescente, cuyo nombre aún no había logrado captar, me saludó cabizbajo y continuó cargando el lavavajillas.

Preferiría que Sam me hubiese llamado antes de que el bar estuviese tan lleno; no me habría importado llegar con un poco de antelación. Pero, naturalmente, esa noche no tenía la cabeza en el trabajo. Empecé a verificar las mesas de mi sección del bar, a servir bebidas, a retirar cestas del pan, a cobrar y entregar el cambio.

—¡Camarera! ¡Tráeme un Red Stuff! —No era una voz familiar y el pedido era curioso. Red Stuff era la sangre sintética más barata y sólo un vampiro novato se la bebería. Saqué una botella de la nevera de puerta transparente y la puse al microondas. Mientras se calentaba, observé al gentío buscando al vampiro. Estaba sentado con mi amiga Tara Thornton. No lo había visto nunca, lo cual resultaba preocupante. Tara había estado saliendo con un vampiro viejo (mucho más viejo: Franklin Mott debía de ser mayor que Tara en años humanos cuando murió, y llevaba casi trescientos años como vampiro) que le había hecho regalos lujosos... como un Chevrolet Camaro. ¿Qué hacía Tara aquí con ese otro vampiro? Al menos, Franklin era educado.

Puse la botella caliente en una bandeja y me acerqué a la pareja. Cuando es de noche, la luz en el Merlotte's no es especialmente fuerte, pues así es como le gusta a la clientela, de modo que no pude ver bien al acompañante de Tara hasta que estuve casi junto a ellos. Era delgado y estrecho de hombros, con el pelo peinado hacia atrás. Llevaba las uñas largas y tenía un rostro de facciones afiladas. Me imagino que, en cierto sentido, era atractivo... siempre que te guste sumarle al sexo una buena dosis de peligro.

Le serví la botella y miré de forma vacilante a Tara. Ella estaba estupenda, como siempre. Tara es alta, delgada, de pelo oscuro y tiene un guardarropa maravilloso. Superó una infancia terrible y actualmente es propietaria de su propio negocio y miembro de la cámara de comercio. Pero desde que empezó a salir con aquel vampiro rico, Franklin Mott, había dejado de compartir conmigo los detalles de su vida.

—Sookie —dijo—, quiero presentarte a Mickey, un amigo de Franklin. —No parecía que tuviera muchas ganas de que nos conociésemos. Me dio la impresión de que no le había gustado que fuera yo quien le sirviera la bebida a Mickey. Ella tenía su copa casi vacía, pero me dijo que no quería nada cuando le pregunté si le apetecía alguna cosa más.

Intercambié con el vampiro un saludo con la cabeza; ellos, normalmente, no estrechan la mano. El me observó mientras le daba un trago a la sangre embotellada, con unos ojos fríos y hostiles como los de una serpiente. Si ése era amigo del caballeroso
y
correctísimo Franklin, yo soy Caperucita Roja. Un subalterno, más bien. ¿Un guardaespaldas, quizá? Y ¿por qué le pondría Franklin un guardaespaldas a Tara?

Evidentemente, Tara no iba a hablar con sinceridad delante de aquel tipo tan repulsivo, de modo que le dije:

—Ya nos llamaremos. —Y me llevé el dinero de Mickey a la caja.

Estuve ocupada toda la noche, pero en los pocos momentos libres que tuve, pensé en mi hermano. Por segunda noche consecutiva estaría retozando bajo la luna con las demás bestias. Sam se había largado como una flecha en el momento en que había llegado Terry Bellefleur, la papelera de su despacho estaba llena de pañuelos de papel arrugados y todo el día se le había visto tenso por la expectación.

Era una de esas noches que me llevaba a preguntarme cómo era posible que los humanos que me rodeaban no se dieran cuenta de la existencia de otro mundo que operaba justo al lado del nuestro. Sólo la ignorancia intencionada podía pasar por alto el cambio mágico que se percibía en el ambiente. Sólo un grupo carente de imaginación sería incapaz de preguntarse qué sucedía en la oscuridad que le rodeaba.

Pero no hacía mucho tiempo, me acordé, yo estaba tan ciega como cualquiera de los clientes que en aquel momento llenaban el Merlotte's. Incluso cuando los vampiros llevaron a cabo aquel anuncio mundial, tan cuidadosamente coordinado, que demostraba que su existencia era un hecho, pocas autoridades o ciudadanos dieron el siguiente paso mental: «Si los vampiros existen, ¿qué más nos acecha donde no llega la luz?».

Por pura curiosidad, me dediqué a indagar en los cerebros de la gente del bar e intenté dilucidar sus temores. La mayoría de la gente allí congregada estaba pensando en Mickey. Las mujeres, y también algunos hombres, se preguntaban cómo sería estar con él. Incluso una mujer tan chapada a la antigua como Portia Bellefleur miraba a hurtadillas más allá de su conservador galán para estudiar a Mickey. Yo no comprendía aquellas especulaciones. Mickey era aterrador. Eso negaba cualquier atracción física que pudiera sentir hacia él. Pero tenía múltiples evidencias de que el resto de humanos del local no pensaban lo mismo.

Siempre he sido capaz de leer la mente de los demás, una habilidad que no considero un gran don. La mayoría de ellas no merece la pena. Sus pensamientos son aburridos, repugnantes, decepcionantes y casi nunca divertidos. Al menos, Bill me enseñó a evitar parte de ese influjo. Antes de que él me diera algunas pistas sobre cómo conseguirlo, aquello era como sintonizar cien emisoras de radio simultáneamente. Algunas se oían a la perfección, otras parecían muy lejanas e incluso las había, como las de los cambiantes, que estaban llenas de interferencias y oscuridad. Y todas se sumaban para crear una cacofonía. No me extraña que mucha gente me tuviera por medio loca.

Los vampiros eran silenciosos. Eso era lo mejor de ellos, al menos bajo mi punto de vista. Estaban muertos. Y también lo estaban sus mentes. Sólo muy de vez en cuando conseguía captar algún que otro destello de los pensamientos de un vampiro.

Llevé una jarra de cerveza a la mesa de Shirley Hunter, el jefe de mi hermano en la carretera local, y me preguntó dónde estaba Jason. Shirley era universalmente conocido como «Catfish».

—Seguro que te imaginas lo mismo que yo —respondí mintiendo, y me guiñó el ojo. Cuando uno se imaginaba a Jason, siempre era en compañía de alguna mujer. Los hombres sentados en la mesa, aún todos con su ropa de trabajo, se echaron a reír más de lo que mi respuesta se merecía, pero la verdad es que ya llevaban unas cuantas cervezas.

Corrí a la barra para recoger los tres bourbon con Coca-Cola que me había preparado Terry Bellefleur, el primo de Portia, que estaba trabajando como un loco. Terry, un veterano de Vietnam con muchas cicatrices físicas y emocionales, parecía llevarlo bastante bien aquella noche. Le gustaban los trabajos sencillos que exigían mucha atención. Llevaba recogido su pelo castaño y canoso en una coleta y servía las bebidas muy concentrado. Tuve las copas preparadas en un santiamén y Terry me sonrió mientras yo las ponía en la bandeja. Una sonrisa de Terry era algo excepcional, y me puso en estado de alerta.

Justo cuando volvía, cargada con la bandeja en la mano derecha, estalló el problema. Un estudiante de la Luisiana Tech, natural de Ruston, inició una pelea cuerpo a cuerpo con Jeff LaBeff, el típico sureño rural con escasa cultura, cargado de hijos y que se ganaba la vida conduciendo un camión de la basura. Probablemente sólo fuera la típica pelea de dos tipos tozudos y no tuviera mucho que ver con la clásica rivalidad entre locales e intelectuales (tampoco es que estuviéramos tan cerca de Ruston), pero fuera cual fuera el motivo que la había originado, enseguida me di cuenta de que aquello sería algo más que un simple encontronazo.

En el transcurso de pocos segundos, Terry intentó intervenir. Actuando con rapidez, se colocó entre Jeff y el estudiante y los sujetó a ambos por las muñecas. Por un momento pensé que funcionaría, pero Terry ya no era ni tan joven ni tan fuerte como antaño y aquello se convirtió en un infierno.

—Podrías detener esto —le solté furiosa a Mickey al pasar a toda prisa junto a la mesa donde estaba sentado con Tara, mientras me dirigía a calmar los ánimos.

El vampiro se recostó en su asiento y dio un sorbo a su bebida.

—No es mi trabajo —dijo con toda la calma.

Capté sus palabras, y no se granjeó precisamente mi aprecio por ello, sobre todo una vez que el estudiante se revolvió hacia mí, intentando alcanzarme mientras me acercaba a él por su espalda. Falló el golpe y yo le di en la cabeza con la bandeja. Se tambaleó hacia un lado, tal vez sangrando un poco, y Terry consiguió inmovilizar a Jeff LaBeff, que enseguida buscó una excusa para apartarse de allí.

Incidentes como éste se producían con mucha frecuencia, sobre todo cuando Sam no estaba presente. Era evidente que necesitábamos un gorila, como mínimo para las noches del fin de semana... y las noches de luna llena.

El estudiante amenazó con demandarnos.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Mark Duffy —respondió el joven, palpándose la cabeza.

—¿De dónde eres, Mark?

—De Minden.

Realicé una evaluación rápida de sus prendas, su conducta y el contenido de su cabeza.

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