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Authors: Nathan Long

Tags: #Aventuras,Fantástico,Infantil y Juvenil

Matahombres (12 page)

BOOK: Matahombres
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—Necesitas una llave para abrir esa puerta, raquítico —dijo un hombre alto con la constitución de un estibador, mientras los otros se desplegaban para rodearlos.

—La tengo —replicó Gotrek, que cogió el hacha y la sostuvo de modo que destellara a la luz de la luna.

Algunos de los hombres murmuraron nerviosamente al verla, pero el hombretón sonrió de forma burlona y les hizo un gesto para que continuaran adelante.

—Vamos, muchachos. Están buscando a la Llama Purificadora. No los decepcionemos.

Los enmascarados se lanzaron hacia ellos, blandiendo las armas. Gotrek partió de un tajo la espada del hombre alto, luego lo destripó con el de retorno y se volvió para enfrentarse con otros tres. Félix reculó hasta un ángulo de la pared del callejón para no tener que enfrentarse con más de dos. Bloqueó a uno y pateó al otro, mientras un tercero intentaba encontrar espacio entre ellos para atacarlo.

Eran asaltantes de callejón, no espadachines entrenados. Félix respondió con facilidad a los ataques, e hirió a ambos oponentes con el primer tajo. Pero cuando recobraba la guardia, algo pasó zumbando junto a su oído y se clavó en el yeso de la pared que tenía al lado. Se apartó con rapidez. Era una saeta de ballesta.

Se arriesgó a mirar hacia lo alto. Había personas que estaban recargando las armas en la ventana del segundo piso. Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, desaparecieron…, ¡se esfumaron! Alguien o algo se los había llevado de un salvaje tirón para apartarlos de la vista.

Félix se quedó tan sorprendido que estuvo a punto de dejarse clavar en la barriga la espada del asaltante de la izquierda. Saltó hacia la derecha y la hoja le rozó la cadera. El hombre de la derecha le dirigió una estocada directa a los ojos. En el último segundo, Félix desvió la espada, que se clavó en la escayola de la pared, junto a la saeta de ballesta. Le dio al hombre una patada en la entrepierna, luego se agachó para esquivar otra estocada del hombre de la izquierda y lo atravesó.

Cuando el muerto caía, Félix acometió a su compañero, que aún se aferraba la entrepierna, y el tajo le abrió el cuello hasta la mitad. Se volvió para encararse con el que había estado intentando meterse entre los otros dos, pero, para su sorpresa, el hombre cayó boca abajo, con una saeta de ballesta clavada en la columna.

Volvió a alzar los ojos hacia la ventana. No había nadie.

Gotrek también miraba hacia arriba. Igualmente estaban muertos todos sus oponentes, uno con una saeta clavada detrás de una oreja.

—Tenemos un amigo, al parecer —dijo Félix.

—En este sitio, nadie es un amigo —murmuró Gotrek.

Se acercó con precaución a la puerta oculta, sin apartar la mirada de la ventana oscura; extendió el brazo hacia atrás y le dio un brusco tirón a los maderos. Se abrieron con una detonación de metal partido y dejaron a la vista una abertura negra como la brea. Gotrek echó una mirada rápida al interior, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Félix, al mismo tiempo que devolvía la mirada a la ventana.

—Adentro, humano.

Félix avanzó cautelosamente hacia la abertura. Era tan reacio a adentrarse en la oscuridad como a permanecer en el callejón, a merced del francotirador. Con una maldición, atravesó el umbral y entró en un estrecho corredor. Gotrek reculó tras él y cerró la puerta. La oscuridad era absoluta, al menos para Félix.

Gotrek pasó por su lado para situarse ante él.

—Ponme una mano sobre un hombro, humano —dijo—. Avanzaremos sin luz.

Félix extendió un brazo y tocó la tela de los vendajes de Gotrek, así que la desplazó al otro hombro. Gotrek echó a andar con confianza, y el suelo de madera crujió bajo él. Félix lo seguía, luchando contra el impulso de situar la mano de la espada ante la cara para protegerse de cualquier obstáculo invisible.

—Escaleras que bajan —anunció Gotrek tras unos pocos pasos.

—Félix se cogió con más fuerza cuando Gotrek empezó a descender, y fue palpando con los pies el borde de cada escalón.

—Tenía que haber un guardia detrás de la puerta —dijo—. Seguro que ha ido a advertir a los otros.

—Sí —dijo Gotrek—. Saben que vamos hacia allí.

Al llegar al pie de la escalera, Gotrek se detuvo en seco y permaneció completamente quieto. Félix intentó imitarlo. Pasado un momento, el enano volvió a avanzar.

Félix dejó escapar el aliento.

—¿Los oyes por delante de nosotros?

—No —replicó Gotrek—. Se ha abierto la puerta de entrada.

Félix tragó, y sintió un hormigueo en la piel de la espalda al imaginar que el misterioso francotirador del callejón avanzaba sigilosamente por la oscuridad, tras ellos.

Gotrek giró en un recodo y, a lo lejos, Félix vio una débil línea de oscilante luz naranja que pasaba por debajo de una puerta. La luz era justo la suficiente para que Félix viera que el corredor que conducía hasta ella no tenía ninguna otra puerta.

—Mantente contra las paredes —dijo Gotrek—. Y camina con suavidad.

El Matador comenzó a avanzar poco a poco por la izquierda del pasillo. Félix hizo lo mismo por la derecha, intentando pisar los tablones del suelo tan cerca de la pared como fuera posible para que no crujieran tanto. Cuando llegaron a la puerta, Gotrek apoyó sobre ella la oreja que no tenía quemada, y escuchó. Félix contuvo el aliento.

—Vacía —susurró Gotrek.

Probó el picaporte. La puerta estaba cerrada con llave. Apoyó la palma de la mano y un hombro contra la hoja y empujó. Era mucho más sólida y estaba mejor montada que la entrada oculta de lo alto. Félix oyó que el cerrojo rechinaba al empujar Gotrek con más y más fuerza. Finalmente, acompañada por una detonación seca, la cerradura cedió y se abrió la puerta. Gotrek saltó hacia adelante y la atrapó antes de que golpeara contra la pared. Luego, entró cautelosamente, con el hacha preparada. Félix lo siguió.

La habitación del otro lado era poco más que un tramo de corredor más amplio. A Félix le pareció un puesto de guardia. Contra la pared había una mesa baja y dos taburetes. Hacía poco que los habían abandonado. En el suelo, junto a ellos, vieron un brasero de carbón sobre el que se asaban dos salchichas. Encima de la mesa descansaba una hogaza de pan a medio comer. Junto a ésta, había una máscara amarilla, arrugada.

Gotrek miró las paredes.

—Hay paneles ocultos por todas partes —murmuró.

Avanzó y miró hacia el pasillo que continuaba al otro lado de la habitación, para luego detenerse en seco y volverse a observar por encima del hombro el corredor por el que acababan de llegar. Le hizo un gesto a Félix para que se ocultara a la derecha de la puerta abierta, y después se apostó a la izquierda. Se llevó un dedo a los labios, y Félix asintió con la cabeza.

Esperaron durante lo que a Félix le pareció una eternidad. Desde donde estaba no podía ver a través de la puerta, y aunque aguzaba el oído no percibía nada más que los sonidos característicos de un edificio viejo: crujidos y chirridos, voces apagadas procedentes de lo alto, o bien desde abajo, un goteo de agua en algún sitio cercano, el arañar de las ratas dentro de las paredes.

Y, sin embargo, Gotrek permanecía tenso, con el hacha preparada, las piernas flexionadas para saltar y el ojo fijo en la abertura de la puerta. Tenía que estar oyendo algo, pero ¿qué?

Entonces, con un movimiento demasiado rápido como para ser visto, una mano de Gotrek atravesó la puerta, arrastró a alguien al interior de la sala, hizo que se girara y lo estampó contra la pared lateral. Le apoyó el hacha en la garganta, y casi a la misma velocidad, tuvo un estilete en la suya.

Félix reprimió una exclamación. Era la figura de pelo blanco, el misterioso fantasma que había visto en la cámara frigorífica del Gran Nod y durante el tumulto del puente. Alzó la cabeza de abundante melena para dejar a la vista unos ojos azules como el hielo y una piel que parecía seda blanca. Al sonreír, enseñó unos brillantes incisivos.

—Hola, Gotrek —dijo con una voz como de miel y arena—. Hola, Félix. No has envejecido ni un día.

Era Ulrika.

Capítulo 6

Félix se quedó mirándola fijamente, mientras un centenar de emociones encontradas guerreaban en su interior: sorpresa, añoranza, aborrecimiento, enojo, pesar, nostalgia, amargura, esperanza, felicidad, congoja.

Era hermosa, tal vez más hermosa de lo que había sido en vida. Todos sus defectos habían desaparecido. Su piel brillaba con el suave lustre del alabastro. El cabello corto que en otros tiempos había sido rubio arena era ahora blanco como la nieve; sus ojos eran de un azul más penetrante, y sus labios, de un lozano rojo. Llevaba un pañuelo de cuello atado flojamente en torno al grácil cuello fibroso. Era tan alta como siempre, aunque más delgada y dura, ataviada con jubón y calzones negros y ajustados, y parecía tener la misma edad que la última vez que la había visto: veintiún o veintidós años. Un estoque con empuñadura de hueso colgaba, bajo, junto a su exquisita cintura, y unas botas de caballería de cuero negro le cubrían las piernas hasta medio muslo. La mano que sujetaba el estilete fino como una aguja contra la garganta de Gotrek estaba enfundada en un guante de piel de cabritilla de la mejor calidad.

Y, sin embargo, a pesar de toda su belleza, en ella también había algo sutilmente repelente. Su perfección era la de una estatua; carecía por completo de humanidad. Y por hipnóticos que fueran sus ojos, eran igualmente enervantes. Lo miraban con la fija intensidad de los de un gato cazador, como si sólo lo considerara una presa. También su olor era raro. El sofocante perfume de canela no podía ocultar el aroma a cobre de la sangre que flotaba a su alrededor, ni tampoco el débil eco de fría y húmeda tierra.

—La chupasangre. —Gotrek escupió al suelo y no bajó el hacha.

—Me perdonaste la vida una vez —dijo ella con calma—. ¿Romperás el juramento y me matarás ahora?

Félix reparó en que aún conservaba el acento kislevita que le hacía pronunciar mal algunas letras. Eso continuaba siendo embrujador.

—¿Has roto tú el juramento que hiciste? —contraatacó Gotrek.

—Yo no hice ningún juramento —replicó Ulrika—. Estaba desvanecida en aquella ocasión, si no recuerdo mal. Pero si te refieres a la promesa que hizo mi señora de enseñarme a no hacer daño a nadie… —dijo, y volvió a sonreír, enseñando los largos incisivos—, apostaría a que yo he matado a uno por cada cien que has asesinado tú en los últimos dieciséis años. Y a nadie que no lo mereciera.

Gotrek gruñó y le acercó más el hacha al cuello. Al mismo tiempo, el estilete le pinchó la piel a él. Una gota de sangre descendió para desaparecer bajo la barba.

—Sería una lástima —dijo ella con voz ronroneante— acabar una carrera tan ilustre por un desacuerdo sobre el significado de una palabra. —Recorrió la habitación con la mirada—. En particular, cuando nuestras metas parecen ser las mismas.

—¿Qué quieres tú de la Llama Purificadora? —preguntó Félix.

Habría deseado que las primeras palabras que le dijera a Ulrika después de tanto tiempo fueran algo más personal. También deseaba que ella y Gotrek bajaran las armas, pero dudaba de que pedírselo sirviera de algo.

—Estoy segura de que vosotros queréis lo mismo que yo —dijo Ulrika—: descubrir dónde han escondido la pólvora estos villanos.

—¿La Llama Purificadora tiene la pólvora? —preguntó Félix.

Ulrika alzó una ceja.

—¿No sabíais eso? Entonces, tal vez yo os resulte de más utilidad viva que muerta.

—¿Cómo te enteraste? —quiso saber Félix.

Ulrika se encogió de hombros.

—Me resultaría más fácil hablar si este enano amigo tuyo apartara el hacha de mi cuello.

Gotrek no se movió.

—Gotrek —dijo Félix, es Ulrika.

—Ya no —contestó Gotrek con voz enronquecida.

—¿Romperás un juramento? —preguntó Félix.

—Ella ha matado.

—Entonces, pídele cuentas a su señora —contestó Félix.

—Lo haré —gruñó Gotrek—, en cuanto haya acabado con ella.

Se inclinó y pareció que tenía la intención de cortarle la cabeza a Ulrika, pero, entonces, se oyeron pies que corrían por todas partes. Incluso en el techo resonaban pasos.

Gotrek se apartó de Ulrika y se puso en guardia.

La mujer vampiro desenvainó la espada.

—Cucarachas —susurró.

Félix giró en cauteloso círculo, observando las paredes y el techo. «Paneles ocultos», había dicho Gotrek, pero ¿dónde? Aquel lugar estaba tan remendado y era tan provisional que cualquier cosa podría ser una puerta.

La pared que tenía delante se abrió como las puertas de un reloj de cucú, y por ella salieron cuatro enmascarados que lo acometieron con dagas, hachas y cuchillas. Detrás de ellos llegaban más. En el mismo instante, se abrieron paneles en la otra pared y en el techo, y otros hombres cargaron contra Gotrek y Ulrika. Otros cayeron en medio de ellos y se pusieron a lanzar puñaladas en todas direcciones. De repente, la pequeña sala de guardia estaba más atestada que El Cerdo Ciego durante la Semana de la Pólvora.

Félix paraba y bloqueaba los ataques de los hombres que tenía delante. Una daga le hizo un corte desde detrás en el hombro quemado. Siseó de dolor e intentó devolver el ataque, pero la larga espada resultaba difícil de blandir en aquel espacio estrecho. Mientras continuaba bloqueando a los tres hombres que tenía enfrente, esquivó otra puñalada por la espalda y pateó hacia atrás como una mula. El atacante gruñó y se dobló por la cintura, y un barrido de retorno del hacha de Gotrek le rebanó al hombre la parte superior de la cabeza.

Un oponente armado con un corto chafarote curvo dirigió una estocada hacia Félix, y éste lo atravesó. ¡Un chafarote! Una arma mucho mejor para la lucha en espacios reducidos. Dejó la espada rúnica clavada en las entrañas del muerto, y le quitó el chafarote y la daga que tenía en las manos. Los usó para parar los tajos con que lo acometían los otros dos atacantes, y luego miró por encima del hombro para ver si se avecinaba alguno por detrás.

En un abrir y cerrar de ojos abarcó la totalidad de la sala. Todos los hombres que habían caído desde el techo estaban muertos, con la cabeza y alguna extremidad cercenadas: obra de Gotrek. El Matador luchaba contra cinco hombres que estaban atravesando la pared opuesta. Había otros, muertos, a sus pies. Ulrika se encontraba en la entrada del corredor interior, con los dientes desnudos, mientras su estoque y su daga destellaban como colibríes en el resplandor de los braseros. Los hombres caían ante ella, sangrando por el pecho, el cuello y la entrepierna. La mujer vampira llevaba un cuchillo clavado en el estómago hasta la empuñadura, aunque no parecía notarlo.

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