Read Mont Oriol Online

Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (2 page)

BOOK: Mont Oriol
2.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Se abrió la puerta y se oyó la voz del señor Andermatt que decía: «¡Pase, doctor!». Y apareció el doctor Latonne. Muy tieso, delgado, educado, sin edad, con una elegante chaqueta y llevando en la mano el alto sombrero de seda que sirve de signo distintivo al médico en la mayoría de las estaciones termales de Auvernia, el médico parisino, sin barba ni bigote, parecía un actor de vacaciones.

El marqués, muy cortado, no sabía qué decir ni qué hacer, mientras que su hija fingía toser llevándose el pañuelo a la boca para no soltar la carcajada en las narices del recién llegado. Éste saludó con desenvoltura y se sentó al indicárselo la joven con una seña. El señor Andermatt, que había entrado detrás de él, lo puso minuciosamente al tanto de la situación de su mujer, de sus indisposiciones junto con los síntomas de las mismas, de la opinión de los médicos a los que habían consultado en París, y luego de su propia opinión, basada en razones particulares expresadas en términos técnicos.

Era un hombre muy joven aún, un hombre de negocios judío. Los tenía de todo tipo y entendía de todo con una mente dúctil, una comprensión rápida, un juicio atinado que resultaban maravillosos. Algo grueso ya para su estatura, que no era excesiva, mofletudo, calvo, con cara redonda y aniñada, manos gordezuelas, muslos cortos, parecía lozano en exceso y poco sano. Hablaba con agobiante facilidad.

Se había casado, tras hábiles cálculos, con la hija del marqués de Ravenel, para poder llevar sus especulaciones a un mundo que no era el suyo. El marqués tenía, además, alrededor de treinta mil francos de renta y dos hijos solamente. Pero el señor Andermatt, al casarse, con los treinta recién cumplidos, poseía ya cinco o seis millones y había sembrado como para recoger diez o doce. El señor de Ravenel, hombre indeciso, falto de resolución, voluble y débil, rechazó airadamente al principio las insinuaciones que se le hacían acerca de esta unión, indignado al pensar que su hija pudiera unirse a un israelita, luego, tras resistir seis meses, cedió bajo la presión del oro acumulado, a condición de que el matrimonio educara a sus hijos en la fe católica.

Pero la espera seguía y aún no había ningún hijo en puertas. Fue entonces cuando el marqués, encantado desde hacía dos años con las aguas de Enval, se acordó de que el folleto del doctor Bonnefille prometía también la curación de la esterilidad.

Hizo, pues, venir a su hija, y su yerno vino con ella para instalarla y ponerla en manos del doctor Latonne por consejo de su médico de París. Así que Andermatt fue a buscarlo nada más llegar. Seguía enumerando los síntomas de su mujer. Concluyó contando cuán frustradas estaban sus ansias de paternidad.

El doctor Latonne lo dejó concluir; luego, volviéndose hacia la joven:

—¿Quiere usted añadir algo, señora?

Ella contestó muy seria:

—No, señor, nada.

El médico prosiguió:

—En ese caso, voy a rogarle que tenga a bien quitarse el vestido de viaje y el corsé y ponerse una bata sencilla y blanca, blanca por completo.

Al mostrar ella su asombro, él explicó con vehemencia su sistema:

—Es muy sencillo, señora mía. Antes se creía firmemente que todas las enfermedades venían de un vicio de la sangre o de un vicio orgánico. Hoy en día nos limitamos a suponer que, en muchos casos, y sobre todo en el suyo concreto, los trastornos poco claros que usted padece, e incluso perturbaciones graves, muy graves, mortales, pueden deberse simplemente al hecho de que un órgano cualquiera se haya desarrollado, por influencias fáciles de determinar, de forma anómala en perjuicio de los órganos vecinos y esté destruyendo toda la armonía, todo el equilibrio del cuerpo humano al modificar o detener las funciones del mismo y estorbar el trabajo de los demás órganos.

»Basta con una hinchazón de estómago para que aparezcan síntomas propios de una enfermedad del corazón, que, al no poder moverse como es debido, se vuelve violento, irregular e incluso intermitente a veces. La dilatación del hígado o de ciertas glándulas puede causar grandes males que los médicos poco observadores atribuyen a mil causas ajenas.

»Lo primero que tenemos que hacer, por tanto, es comprobar si todos los órganos del enfermo tienen el volumen normal y se hallan en el lugar adecuado, pues bien poca cosa basta para trastornar la salud de un hombre. Por lo tanto, señora, si usted me lo permite, voy a examinarla minuciosamente y a marcar en su bata los límites, las dimensiones y la posición de sus órganos.

Había dejado el sombrero en una silla y hablaba con volubilidad. Tenía la boca grande, y, al abrirla y cerrarla, se le marcaban en las afeitadas mejillas dos profundas arrugas que le daban también cierto aspecto eclesiástico.

Andermatt, encantado, exclamó: «Caramba, caramba, está muy bien esto. Muy ingenioso, muy nuevo, muy moderno».

«Muy moderno», en sus labios, marcaba el colmo de la admiración.

La joven, muy divertida, se puso en pie y se fue a su habitación. Volvió al cabo de unos minutos vestida con una bata blanca.

El médico la hizo tenderse en un sofá, luego, sacándose del bolsillo un lápiz con tres puntas, una negra, una roja y una azul, comenzó a auscultar y a dar golpecitos a su nueva clienta acribillando la bata de rayitas de colores que plasmaban cada uno de los hechos que observaba.

La bata, tras un cuarto de hora de tal tarea, parecía un mapa donde se vieran los mares, los cabos, los ríos, los reinos y las ciudades, y donde constaran los nombres de todas las divisiones terrestres, pues el doctor escribía en cada línea divisoria dos o tres palabras latinas inteligibles sólo para él.

Ahora bien, cuando hubo escuchado todos los ruidos interiores de la señora Andermatt y percutido todas las partes opacas o sonoras de su persona, se sacó del bolsillo una libretita de cuero rojo con cantos dorados, cuyas hojas se dividían por orden alfabético, la abrió y, tras buscar la letra adecuada, escribió: «Observación 6,347. Señora A…, 21 años».

Luego, repasando de principio a fin en la bata sus coloridas notas, leyéndolas igual que descifra un egiptólogo unos jeroglíficos, las transcribió en su libreta.

Cuando hubo terminado, declaró: «Nada que deba inquietarnos, nada anormal, salvo una desviación muy, muy ligera que se corregirá con unos treinta baños agrios. Además, deberá usted tomar tres vasos mediados de agua cada mañana, antes de las doce. Nada más. Volveré a verla dentro de cuatro o cinco días». Luego se puso en pie, saludó y salió tan deprisa que todo el mundo se quedó estupefacto. Esta forma brusca de irse era su estilo, su especialidad, su marca personal. Le parecía que resultaba muy elegante y que impresionaba mucho al paciente.

La señora Andermatt fue corriendo a mirarse al espejo y, sacudida por una restallante carcajada de niña alegre, dijo:

—¡Pero qué gracia tienen, qué divertidos son! ¿Hay otro? ¡Quiero verlo ahora mismo! ¡Will, vaya a traérmelo! Tiene que haber otro, quiero ver al tercero!

Su marido preguntó sorprendido:

—¿Cómo que al tercero? ¿Al tercer qué?

El marqués tuvo que dar una explicación y disculparse, pues su yerno le inspiraba cierto temor. Contó, por tanto, que el doctor Bonnefille había venido a verlo a él y que lo había hecho pasar a las habitaciones de Christiane para conocer su opinión, pues se fiaba mucho de la experiencia del viejo médico, que era oriundo de la comarca y había descubierto el manantial.

Andermatt se encogió de hombros y declaró que el único médico que se iba a ocupar de su mujer era el doctor Latonne, de forma tal que el marqués, muy preocupado, se puso a pensar cómo se las iba a apañar para arreglar las cosas sin ofender a su irascible médico.

Christiane preguntó: «¿Ha llegado Gontran?». Se trataba de su hermano.

Su padre contestó:

—Sí, lleva aquí cuatro días con un amigo suyo del que nos ha hablado con frecuencia, el señor Paul Brétigny. Están recorriendo Auvernia los dos juntos. Vienen del Mont-Dore y de La Bourboule y se irán al Cantal a finales de la semana que viene.

Luego le preguntó a la joven si, ya que había pasado la noche en el tren, quería descansar hasta la hora del almuerzo, pero ésta, que había dormido muy bien en el coche-cama, sólo pedía una hora para arreglarse y luego quería visitar el pueblo y el balneario.

Su padre y su marido fueron a sus respectivas habitaciones mientras ella se arreglaba.

No tardó en mandarles recado, y salieron juntos. Lo primero que entusiasmó a la joven fue el pueblo construido en aquel bosque y aquel profundo valle, que parecía cerrado por todas partes por castaños altos como montañas. Se los veía por doquier, creciendo al azar, desde hacía cuatro siglos, delante de las puertas, en los patios, en las calles; también había fuentes por todas partes, grandes piedras negras puestas de pie y con un agujerito por el que manaba un hilo de agua clara que se curvaba hasta caer en un pilón. Un fresco olor a vegetación y a establo flotaba bajo aquellas densas frondas, y se veían, caminando con paso solemne por las calles o de pie ante sus casas, a las auvernesas hilando con dedos rápidos el huso de lana negra que llevaban prendido a la cintura. Las faldas cortas dejaban al aire los tobillos flacos cubiertos con medias azules, y por los corpiños, sujetos a los hombros por unas especies de tirantes, asomaban las mangas de tela de las camisas, de las que salían los brazos duros y secos y las huesudas manos.

Pero, de pronto, una música saltarina y peculiar rompió a sonar en la dirección hacia la que se encaminaban los paseantes. Parecía un organillo con poca fuerza, un organillo viejo, asmático, enfermo.

Christiane exclamó:

—¿Qué es eso?

Su padre se echó a reír.

—Es la orquesta del casino. Hacen falta cuatro músicos para hacer ese ruido.

La condujo hasta un cartel rojo pegado en la esquina de una casa de labranza, donde ponía en letras negras:

CASINO DE ENVAL

DIRECCIÓN: Sr. PETRUS MARTEL, DEL ODEÓN

Sábado 6 de julio
. Gran concierto organizado por el maestro Saint-Landri, segundo premio del Conservatorio. Al piano, Sr. Javel, gran laureado del Conservatorio.

Flauta
: Sr. Noirot, laureado del Conservatorio.

Contrabajo
: Sr. Nicordi, laureado de la Real Academia de Bruselas.

Después del concierto, gran representación de:

PERDIDOS EN EL BOSQUE

COMEDIA EN UN ACTO

del Sr. Pointillet

REPARTO:

PIERRE DE LAPOINTE: Sr. PETRUS MARTEL, del Odeón.

OSCAR LÉVEILLÉ: Sr. PETITNIVELLE, del Vaudeville.

JEAN: Sr. LAPALME, del Gran Teatro de Burdeos.

PHILIPPINE: Srta. ODELIN, del Odeón.

Durante la representación, también dirigirá la orquesta el maestro Saint-Landri.

Christiane leía en voz alta, reía, mostraba asombro.

Su padre siguió diciendo:

—¡Seguro que te diviertes con ellos! Vamos a verlos.

Giraron a la derecha y entraron en el parque. Los bañistas se paseaban muy serios, con mucha calma por los tres paseos, bebían su vaso de agua y se volvían a marchar. Algunos, sentados en los bancos, dibujaban rayas en la arena con la contera del bastón o de la sombrilla. No hablaban, daban la impresión de no pensar, de estar apenas vivos, entumecidos, paralizados por el tedio de las estaciones termales. Sólo brincaba en el ambiente suave y tranquilo el curioso ruido de la orquesta; no se sabía de dónde venía ni quién lo hacía; pasaba bajo las frondas; parecía darles cuerda a aquellos lúgubres caminantes.

Una voz gritó: «¡Christiane!». Ésta se volvió, era su hermano. Corrió hacia ella, la besó y, una vez que hubo estrechado la mano de Andermatt, cogió a su hermana del brazo y se la llevó dejando atrás a su padre y a su cuñado.

Se pusieron a charlar. Era un muchacho alto, elegante, risueño como ella, nervioso como el marqués, indiferente a los acontecimientos pero siempre a la caza de mil francos.

—Creía que te habías acostado —decía—, si no habría ido a darte un beso. Y además, Paul me ha llevado esta mañana al castillo de Tournoël.

—¿Quién es Paul? ¡Ah, sí, tu amigo!

—Paul Brétigny. Es verdad que no lo conoces. Está tomando un baño en este momento.

—¿Está enfermo?

—No. Pero se cuida. Acaba de estar enamorado.

—¿Y toma baños agrios?, se dice agrios, ¿verdad? ¿para reponerse?

—Sí. Hace todo lo que le mando. Es que lo ha pasado muy mal. Es un muchacho violento, tremendo. Casi se muere. También quiso matarla a ella. Era una actriz, una actriz famosa. La ha querido con locura. Y, claro, ella no le era fiel. Fue un drama por todo lo alto. Así que me lo traje. Ya está mejor, pero todavía se acuerda.

Christiane, que antes sonreía, se había puesto seria, y contestó:

—Me gustará conocerlo.

Para ella, sin embargo, «el Amor» no significaba gran cosa. Pensaba en él a veces, como se piensa, cuando se es pobre, en un collar de perlas, en una diadema de brillantes, notando el despertar del deseo por ese objeto posible y lejano. Se lo figuraba como en algunas novelas que había leído al no tener cosa mejor que hacer, y no le daba excesiva importancia. Nunca había sido demasiado soñadora, había nacido con un carácter feliz, apacible y satisfecho, y, aunque llevaba casada dos años y medio, aún no había despertado de ese sueño en el que viven las muchachas ingenuas, ese sueño del corazón, del pensamiento y de los sentidos que a algunas mujeres les dura hasta la muerte. La vida le parecía sencilla y buena, sin complicaciones; nunca le había buscado el sentido o el porqué. Vivía, dormía, vestía con gusto, reía, estaba contenta. ¿Qué más habría podido pedir?

Cuando le propusieron un noviazgo con Andermatt, lo rechazó de entrada, indignada como una niña ante la idea de convertirse en la mujer de un judío. Como su padre y su hermano compartían su aversión, contestaron con ella y como ella con una negativa en toda regla. Andermatt desapareció, se hizo el muerto; pero, al cabo de tres meses, le había prestado más de veinte mil francos a Gontran; y el marqués, por otras razones, estaba empezando a cambiar de opinión. En principio, cedía siempre que le insistían por un egoísta apego a la tranquilidad. Su hija decía refiriéndose a él: «¡Huy, papá tiene las ideas todas revueltas!». Y era verdad. Sin opiniones, sin creencias, sólo tenía entusiasmos que mudaban continuamente. Tan pronto se aferraba con exaltación pasajera y poética a las viejas tradiciones de su raza y deseaba un rey, pero un rey inteligente, liberal, ilustrado, acorde con los tiempos, como, tras haber leído un libro de Michelet o de algún pensador demócrata, se entusiasmaba con la igualdad de los hombres, con las ideas modernas, las reivindicaciones de los pobres, de los oprimidos, de los que sufren. Creía en todo a rachas, y, cuando su vieja amiga, la señora Icardon, que estaba en buenas relaciones con muchos israelitas y deseaba que Christiane se casara con Andermatt, comenzó a predicarle, supo muy bien con qué razonamientos lo tenía que atacar.

BOOK: Mont Oriol
2.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Skydive by Gary Paulsen
Deadline by John Dunning
The Rose's Bloom by Danielle Lisle
His Unknown Heir by Shaw, Chantelle
Deadlocked by Joel Goldman
Mystery in the Cave by Charles Tang, Charles Tang
Close Obsession by Zaires, Anna