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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico

Mont Oriol (7 page)

BOOK: Mont Oriol
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—Van
ushtedesh
a probar de
éshte
. No hay vino en botella que
she
le pueda comparar, ni uno
sholo
, ni en
Burdeosh
ni en ningún otro
shitio
.

Pues amaba el vino conservado en la cuba con la violencia de los campesinos.

Coloso, que iba detrás con un jarro, se agachó, abrió el grifo de la espita, mientras que el padre lo alumbraba con cuidado, como si hubiera estado realizando un trabajo difícil y minucioso.

La vela les daba de lleno en la cara, en el rostro de viejo magistrado del padre y en el rostro de soldado recién llegado del campo del hijo.

Andermatt le susurró al oído a Gontran:

—¡Qué cuadro! ¿Verdad que parece un Téniers?

El joven contestó por lo bajo:

—Prefiero a las hijas. Luego regresaron.

Y hubo, entonces, que beberse el vino, mucho vino para agradar a los Oriol.

Las jovencitas se habían acercado a la mesa y seguían trabajando como si no hubiera visita. Gontran no dejaba de mirarlas, preguntándose si eran mellizas, de tanto como se parecían. Una de ellas, sin embargo era más llenita y más baja, la otra, más distinguida. Llevaban el pelo, que era castaño y no negro, pegado en crenchas a las sienes, y les brillaba cuando movían levemente la cabeza. Tenían la mandíbula y la frente un tanto desarrolladas de la raza auvernesa, los pómulos un poco marcados, pero la boca era encantadora, los ojos, preciosos, las cejas, de una limpieza de trazo poco común, y el cutis, deliciosamente lozano. Al verlas, se notaba que no se habían criado en aquella casa sino en un internado elegante, en un convento adonde van las señoritas ricas y nobles de Auvernia, y que allí habían adquirido los discretos modales de las muchachas de la buena sociedad.

Pero Gontran, asqueado por el vaso teñido de rojo que tenía delante, le daba con el pie a Andermatt para decidirlo a marcharse. Al fin se levantó, y ambos les dieron un fuerte apretón de manos a los dos campesinos, luego volvieron a saludar ceremoniosamente a las jóvenes, que esta vez contestaron sin levantarse, con un leve movimiento de cabeza.

Nada más llegar a la calle, Andermatt rompió de nuevo a hablar.

—Vaya familia curiosa, ¿verdad, querido cuñado? ¡Qué palpable resulta en ella la transición entre el pueblo y la alta sociedad! Necesitaban al hijo para cultivar el viñedo y ahorrarse el sueldo de un hombre —el chocolate del loro—, pero el caso es que se quedó, y pertenece a la clase popular. En cuanto a las hijas, pertenecen ya casi por completo a la buena sociedad. A poco que se casen medianamente bien, serán tan presentables como cualquiera de nuestras mujeres, e incluso mucho más que la mayoría. ¡Me agrada tanto ver a esta gente como a un geólogo dar con un animal del terciario!

Gontran preguntó:

—¿Cuál de ellas le gusta más?

—¿Ellas? ¿Cómo que ellas? ¿Qué ellas?

—De las chiquillas.

—¡Ah, caramba! ¡Pues no tengo ni idea! No las he mirado desde el punto de vista de la comparación. ¿Pero a usted qué más le da? ¿Piensa raptar a una?

Gontran se echó a reír:

—En absoluto, pero me encanta encontrarme por una vez con mujeres lozanas, lozanas de verdad, lozanas como nunca se ven en nuestro mundo. Me gusta mirarlas como a usted le gusta mirar un Téniers. Nada me gusta tanto como una chica bonita, en cualquier sitio, de cualquier procedencia social. Son mis bibelots. ¡Yo no soy coleccionista, sino admirador, admirador apasionado, con corazón de artista, amigo mío, artista convencido y desinteresado! Yo disfruto con eso, ¿qué quiere que le diga? Por cierto, ¿me podría prestar cinco mil francos?

Su acompañante se paró y murmuró enérgicamente: «¡Otra vez!».

Gontran contestó con sencillez: «¡Siempre!». Luego siguieron andando.

Andermatt prosiguió:

—¿Qué demonios hace usted con el dinero?

—Me lo gasto.

—Claro, pero gasta usted demasiado.

—Querido amigo, me gusta tanto gastar el dinero como a usted ganarlo. ¿Me entiende?

—Muy bien, pero no lo gana.

—Es cierto. No sé ganarlo. No se puede tener todo. Usted sí sabe, y no sabe gastarlo en absoluto, en cambio. El dinero sólo le parece algo que da intereses. Yo no sé ganarlo, pero me lo gasto divinamente. Me proporciona miles de cosas de las que usted sólo conoce el nombre. Estábamos hechos para ser cuñados. Nos complementamos a las mil maravillas.

Andermatt murmuró:

—¡Qué loco! No, no le voy a dar cinco mil francos, pero le voy a prestar mil quinientos… porque… porque a lo mejor tengo que echar mano de usted dentro de unos días.

Gontran respondió muy tranquilo:

—Entonces los acepto como anticipo.

Su cuñado le dio una palmada en el hombro sin contestar.

Estaban llegando al parque, iluminado con farolillos que colgaban de las ramas de los árboles. La orquesta del Casino estaba tocando una pieza clásica y lenta, que parecía cojear, llena de huecos y de silencios, ejecutada por los cuatro artistas de antes, agotados de pasarse el día y la noche tocando, en aquella soledad, para las hojas y el arroyo, de sonar como si fueran veinte instrumentos, y cansados también de no cobrar casi a fin de mes, pues Petrus Martel solía completarles el sueldo con cestas de vino o botellas de licores que los bañistas no iban a tomarse en la vida.

Mezclado con el ruido del concierto, se oía también el del billar, el choque de las bolas y las voces que contaban: «Veinte, veintiuno, veintidós».

Andermatt y Gontran subieron. Sólo estaban el señor Aubry-Pasteur y el doctor Honorat tomando café al lado de los músicos. Petrus Martel y Lapalme seguían con su encarnizada partida, y la cajera se despertó para preguntar:

—¿Qué van a tomar los señores?

IV

Los dos Oriol se habían quedado charlando mucho rato después de que se hubieran acostado las jóvenes. Emocionados y nerviosos por la propuesta de Andermatt, andaban buscando el medio de encandilarlo más sin comprometer sus intereses. Como campesinos que iban a lo concreto y a lo práctico, sopesaban con sensatez todas las oportunidades y comprendían perfectamente que en una zona donde los manantiales brotan siguiendo el curso de todos los arroyos, no había que rechazar, pidiendo la luna, a aquel pretendiente con el que no contaban y que no volvería a presentárseles. Y, sin embargo, tampoco había que dejar por completo en sus manos aquel manantial que podía dar un buen día un caudal de dinero contante y sonante, como se había visto en Royat y Châtel-Guyon.

Andaban, pues, buscando por qué procedimientos podrían conseguir que el entusiasmo del banquero se volviera frenético; ideaban, para camuflar lo que le ofrecieran, combinaciones de sociedades ficticias, una serie de torpes argucias, y sentían que eran defectuosas, pero no conseguían idear otras más hábiles. Durmieron mal; luego, por la mañana, el padre, que se despertó antes, se preguntó si el manantial no habría desaparecido durante la noche. Bien pensado, podía concebirse que se hubiera ido como había venido, que hubiera vuelto a desaparecer bajo tierra, que ya no se pudiera recuperar. Se levantó desasosegado, invadido por un temor de avaro, despertó a su hijo y le contó su aprensión; y el robusto Coloso sacó las piernas de las sábanas de lienzo moreno y se vistió para acompañar a su padre y ver qué estaba pasando.

Sea como fuere, siempre podrían limpiar el terreno y el manantial, quitar las piedras, adecentarlo, como a un animal que se quiere vender.

Así que cogieron los picos y las palas y salieron los dos juntos, con sus largas zancadas cadenciosas.

Andaban sin mirar nada, con la mente en sus negocios, contestando con una sola palabra a los saludos de los vecinos y de los amigos con que se iban cruzando. Al llegar a la carretera de Riom, empezaron a ponerse nerviosos, intentando ver desde lejos los borbotones de agua, reluciendo bajo el sol de la mañana. La carretera estaba desierta, blanca y polvorienta, lamida por el río que corría al abrigo de los sauces. Bajo uno de ellos, Oriol divisó de repente dos pies, y luego, cuando hubo avanzado tres pasos, reconoció al tío Clovis sentado a la orilla del camino con las muletas al lado, en la hierba.

Se trataba de un viejo paralítico, conocido en toda la comarca, por donde llevaba rondando diez años, lenta y penosamente, con sus piernas de roble como él decía, semejante a un pobre de Callot. Antiguo cazador furtivo por bosques y arroyos, detenido y condenado con frecuencia, tenía dolores debido a las largas horas pasadas al acecho en la hierba húmeda y a la pesca nocturna en los ríos, que recorría con el agua hasta más arriba de la cintura. Ahora se quejaba y andaba igual que un cangrejo que se hubiera quedado sin patas. Iba arrastrando la pierna derecha como si fuera un guiñapo, y llevaba la izquierda en vilo, doblada en dos. Pero los jóvenes de la región, que iban, entre dos luces, tras las mozas o tras las liebres, afirmaban que podía uno toparse con el tío Clovis, rápido como un ciervo y flexible como una culebra, por entre los matorrales y en los calveros, y que, en resumidas cuentas, su reuma no era más que un «embaucagendarmes». Coloso afirmaba con más insistencia que nadie que lo había visto no una vez, sino cincuenta, colocando lazos, con las muletas bajo el brazo.

El viejo Oriol se detuvo frente al anciano vagabundo con una idea aún confusa en mente, pues las reflexiones iban despacio en su cabeza cuadrada de auvernés.

Le dio los buenos días, el otro se los dio a su vez. Luego hablaron del tiempo, de la viña en flor, de dos o tres cosas más; y, como Coloso se había adelantado, su padre lo alcanzó alargando el paso.

Su manantial seguía corriendo; ahora el agua estaba clara y todo el fondo del hoyo era rojo, de un hermoso rojo oscuro, fruto de un abundante depósito de hierro.

Los dos hombres se miraron sonrientes, luego se pusieron a limpiar los alrededores, a quitar las piedras y a amontonarlas. Encontraron los últimos restos del perro muerto, y los enterraron entre bromas. Pero de pronto el viejo Oriol soltó la azada. Una maliciosa arruga le frunció las comisuras de los aplastados labios y el rabillo de los solapados ojos; y le dijo a su hijo: «Ven y
verash
». Éste obedeció; volvieron a la carretera y desanduvieron lo andado. El tío Clovis seguía calentándose al sol las piernas y las muletas.

Oriol se le paró delante y le preguntó:

—¿
Quieresh
ganarte cien
francosh
?

El otro, prudentemente, no dijo nada.

El campesino repitió:

—¿Qué tal cien
francosh
, eh?

Entonces el vagabundo se decidió y dijo a media voz:

—¡Anda, caray! ¿Y quién no?

—Bueno, compadre,
puesh
mira lo que
tienesh
que hacer.

Y estuvo un buen rato explicándole, con picardía, sobreentendidos e incontables repeticiones, que, si se avenía a tomar un baño de una hora todos los días de diez a once, en un hoyo que iban a hacer Coloso y él al lado de su manantial, y a curarse al cabo de un mes, le darían cien francos en escudos de plata.

El paralítico los escuchaba con gesto idiotizado; luego dijo:


Posh shi
nada de la botica ha podío curarme, ¿cómo me va a curar
vueshtra
agua?

Pero Coloso, de golpe, se enfadó.

—Venga ya, viejo
bromishta
, que ya
shé
yo lo malo que
eshtásh
. A mí no me la
dash
tú con
quesho
. ¿Qué
eshtabash
haciendo el
lunesh pashado
en el
boshque
de Comberombe a
lash
once de la noche?

El viejo contestó muy deprisa:

—No
esh
verdad.

Pero Coloso estaba cada vez más exaltado:

—¿Qué no
esh
verdad,
rediósh
, que
shaltashte
por encima del
fosho
de Jean Mannezat y que te
fuishte
por el barranco Poulin?

El otro repitió enérgicamente:

—¡No
esh
verdad!

—¿Qué no
esh
verdad que te grité: «¡Eh!,
Clovish, losh gendarmesh
», y que te
metishte
por la
shenda
del Moulinet?

—No
esh
verdad.

Jacques, furioso, casi amenazador, voceaba:

—¡Ah! ¿Qué no
esh
verdad?
Puesh
mira, tío
Tresh Patash
, como te vuelva a ver en el
boshque
de noche, te agarro, me
oyesh
, porque tengo
lash piemash másh largash
que tú, y te ato a un árbol
hashta
por la mañana, y
todosh losh
del pueblo
vendremosh juntosh
a
bushcarte

El tío Oriol hizo callar a su hijo y luego dijo con mucha suavidad:

—Mira,
Clovish
, ¿por qué no
hacesh
la prueba? Te
hacemosh
un baño
Colosho
y yo; te
metesh todosh losh díash
durante un
mesh
. Por hacer
esho
te doy no cien,
shino doshcientosh francosh
. Y, mira,
shi
te curash a fin de
mesh
,
puesh
te doy
otrosh quinientosh
. ¿Me
oyesh
?
Quinientosh
en
eshcudosh
de plata,
másh doshcientosh
, hacen
shetecientosh
.

»
Ashí
que
doshcientosh
por el baño todo el
mesh, másh quinientosh shi
te
curash
. Y
ademásh
, oye,
losh doloresh
, ¿quién
losh
quita de volver? Shi te vuelven en otoño, qué le
vamosh
a hacer, el agua te habrá hecho efecto de
todash manerash
.

El viejo respondió muy tranquilo:


Ashí
, bueno.
Shi
no
shale
bien, ya
veremosh
.

Y los tres hombres se dieron la mano para sellar el pacto. Luego los dos Oriol se volvieron a su manantial para cavar el baño del tío Clovis.

Llevaban un cuarto de hora manos a la obra cuando oyeron voces en la carretera.

Eran Andermatt y el doctor Latonne. Ambos campesinos guiñaron un ojo y dejaron de cavar.

El banquero se les acercó, les dio la mano; luego los cuatro se pusieron a mirar el agua sin decir nada.

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