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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (3 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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La cantina del sarai apenas podía llamarse así. Una barra de algún metal oxidado y mugriento, y varias mesas y sillas dispuestas aleatoriamente sobre un irregular suelo de cemento.

El servicio de camareras había sido encomendado a unas cuantas mujeres que vivían en chabolas cerca de la base de la babel.

Phores Sdebar empujó el vaso semilleno de licor a lo largo de la mojada barra del bar.

Después de esto, con una flota reforzada con las naves de los Sargazzi, unas ochenta y seis naves en total, los Vaisyas se dispusieron a hacernos frente situándose en una órbita alta, no muy lejos de uno de los puntos Lagrange.

—Sin duda esperaban recibir más ayuda de las mandalas —aventuró Mohamed, uno de los marinos recién incorporados a la Vajra.

—Es posible. Lo cierto es que nosotros dudábamos si atacar primero a estas mandalas, en prevención de un ataque por sorpresa de ellas.

—Pero no lo hicisteis...

Un grupo de infantes de marina estalló en carcajadas desde una mesa del fondo.

Phores frunció el ceño y continuó.

—No, porque dos naves de Vaikunthaloka cayeron sobre nosotros y nos forzaron a iniciar la batalla —dispuso pulcramente varios vasos vacíos en fila—. Navegábamos en formación lineal, anclados a la gravedad del planeta, con las velas semirrecogidas. En la aproximación final invertimos cinco días...

—¿Cinco días en Zafarrancho...?

—Exacto. En nuestros puestos de combate, y con la armadura de vacío calada. Allí comíamos, dormíamos y... bueno, tras tantas horas de utilizar los sistemas de "evacuación" del traje, llegué a pensar que después de eso no seria capaz de cagar sin un tubo metido en el culo.

—Sí, me lo figuro. Yo también he pasado por eso... Continua...

—Podría haber sido peor, pero las naves de Vaikunthaloka nos salieron al paso, ahorrándonos así varios días de aproximación. Desplegamos nuestras formaciones, nuestros setenta y seis veleros solares, contra su flota de ochenta y seis naves, dispuestos los Vaikunthanos a babor y a los Sargazzi al otro lado, con los mejores veleros de maniobra.

»Los Vaisyas entraron en acción los primeros; desbordando nuestra ala de estribor con la suya de babor.

Uno de los infantes de marina se levantó y se dirigió hacia la barra.

—Te he estado escuchando todo el rato, marinerito, y si quieres hacerte el hombrecito delante de tus camaradas, por lo menos hazlo en voz baja, para que el resto de la clientela de esta taberna no se sienta ofendida con tus embustes.

El marino enrojeció.

—¿He dicho algo que no sea absolutamente cierto?

—Demasiadas cosas. Para empezar, siempre os pasa lo mismo. Esperáis que todo sea llegar y besar el santo. Transportaron a nosotros de un lugar a otro, y que os hagamos el trabajo sucio sin que tengáis que mancharos las manos. Cuando encontráis algo de oposición os derretís como si fuerais de gelatina. Vuestro precioso almirante Niustand nos la jugó bien jugada. En cuanto empezó un poco el jaleo se le aflojó el vientre, y mandó una orden de rendición al resto de la flota. Orden que nuestros oficiales se negaron a obedecer, y continuamos la lucha, cuerpo a cuerpo, con las naves perforadas como quesos, contra las tropas de asalto Vaisyas que intentaban abordarnos.

—¡Ja! Lo que sucedió realmente es que estabais tan acojinados, tan absolutamente desquiciados por el pánico, que corríais por los pasillos disparando, y matándoos entre vosotros mismos.

El resto de los infantes se levantaron, y rodearon amenazantes al grupo de marinos.

—Tienes suerte de que lleve este uniforme, marinerito. Porque de otro modo éstas podrían haber sido tus últimas palabras.

—¡No deshonre su uniforme escondiéndose tras de él, soldado!

Todos se volvieron hacia el lugar del que provenía la voz.

En uno de los ángulos más oscuros de la cantina, una mesa redonda sobre la que caía un foco cenital. Dentro del cono luminoso sólo era posible ver un brazo con las insignias plateadas de un oficial de la infantería de marina.

Los infantes se cuadraron ante aquellas insignias.

El oficial avanzó, y el resto de su cuerpo se hizo visible a los ojos de todos los presentes. La parte inferior de su uniforme estaba formada por un kilt de sesgo dentado, lo que le delataba como un ksatrya.

Sin embargo lo sorprendente era su rostro. Nada tenía de especial visto desde su perfil derecho: mandíbula pesada, mentón prominente, pómulo alto y anguloso... casi el rostro de militar estandarizado que se usaba normalmente en los carteles de reclutamiento.

Su lado izquierdo era otra historia. Una historia que hablaba de una vida dedicada a la guerra. La historia de una reentrada, en una diminuta cápsula de desembarco que había ardido, dejando aquella parte del rostro del ksatrya convertido en una masa de brillante tejido cicatrizal en el que apenas se apuntaba la protuberancia de la nariz sobre unos labios carcomidos y tersos, en una demoníaca media sonrisa permanente, que mostraba sus rojas encías.

Sin embargo sus ojos, quizás por contraste, eran vivos, y no del todo fríos. Era el rostro del capitán Chait Rai, la leyenda viviente, el mercenario que había participado en más de cien reentradas, y cuyo valor era un ejemplo común entre los instructores de los centros de reclutamiento de la Utsarpini.

—Si tiene que pelear, o verse envuelto en un altercado —dijo, mientras se dirigía a la puerta— recuerde que luego tendrá que responder por ello. Y llevando un uniforme siempre llevará las de perder... Pero algo así jamás detendría a un hombre al que se le ha faltado al honor...

No dijo nada más. Se abotonó su capote, y salió a la sucia calle. Antes de que tuviera tiempo de cruzar a la otra acera, llegaron a sus oídos violentos sonidos de pelea provenientes de la taberna que había abandonado. Puñetazos, cristales rotos, y sillas volando y haciéndose añicos contra las paredes.

Sonrió con una mueca deforme que mostró aún más sus encías, y siguió caminando.

TRES

Jonás Chandragupta salió lentamente de su sueño.

Durante un largo rato yació allí, placenteramente, entre la conciencia y la inconsciencia, sintiéndose en paz con el Universo; luego tuvo un súbito sobresalto al pensar que se le habían pegado las sábanas, y que llegaría tarde a su clase en la Universidad. En un instante, todo volvió a él; recordó dolorosamente lo mucho que habían cambiado las cosas en las últimas semanas. Ya no había prisa, la Universidad permanecía cerrada.

En cierto modo, en aquel tranquilo dormitorio, el cansancio y el miedo parecían lejanos.

Su apartamento de alquiler era pequeño y destartalado, pintado de color pardo y con fotografías nocturnas de Martyaloka. Daba enfrente mismo de las grises paredes traseras de tres almacenes propiedad de la Junta de Vaisyas.

Jonás había puesto poco interés en alegrar las habitaciones. Compró unas pantallas para tapar las desnudas bombillas, y dos pares de sábanas para sustituir las fundas de tela raída proporcionadas por el casero.

Abrió los ojos y contempló fijamente el techo en la oscuridad. ¿Qué estaba haciendo en Vaikunthaloka? ¿Por qué no lo olvidaba todo y regresaba a Martyaloka...?

Algo interrumpió bruscamente los pensamientos de Jonás.

Pasos caminando atrás y adelante en el patio tres pisos más abajo, pasos que se hacían audibles por la alfombra de hojas muertas esparcidas sobre las losas... Las hojas sin recoger desde que llegaron los guerreros de las estrellas.

Ahora estaba completamente despierto, aunque un poco aturdido, y el sonido de los intencionados pasos en la ciudad ocupada sólo podía significar una cosa.

Dharmamahamatras.

Unos golpes, rápidos e insistentes, repercutieron en su puerta como un negro presagio.

Se deslizó fuera del lecho, olvidándose del frío de la habitación, y embutió sus piernas en unos helados aros de metal. Durante un instante sopesó la posibilidad de huir. Pero huir, ¿a dónde? ¿Cómo podría salir del planeta sí sus verdugos controlaban la única salida: la babel? Se imaginó a sí mismo, corriendo torpemente sobre sus piernas atrofiadas, perseguido por una jauría de perros.

Se ajustó las correas de cuero de sus prótesis, y fue a abrir sin más preámbulos.

Dos hombres vestidos como civiles, pero que tanto su porte como su pelo cortado a cepillo los delataban como algo muy distinto, estaban esperando frente a la puerta de su apartamento. Había estado esperando esta visita durante cada minuto de las últimas semanas. Casi era un alivio pensar que ya no podría controlar lo que sucediese a continuación.

Ambos llevaban un impermeable gris con botones de cuero. Sus rostros también tenían una tonalidad dura y gris, con marcados surcos.

Un coche aguardaba en el aparcamiento, un viejo modelo de combustión interna a base de alcohol, conducido por otro hombre que no le prestó la menor atención.

Toda la bóveda celeste vibraba bajo la luz de los diez millones de soles de Akasa-puspa.

Una bolsa de papel, repleta de algún polvo luminoso, dejada caer desde gran altura, estallando y esparciendo su resplandeciente contenido, hubiera conseguido un efecto similar. Martyaloka acudió a su memoria. Recordó las farolas de diseño barroco. En algunas épocas del año Martyaloka gozaba de noches oscuras. Noches sólo iluminadas por la tenue luz de la lejana Galaxia. Pero en Vaikunthaloka, y en casi todos los planetas de aquel cúmulo globular, la noche era un fenómeno desconocido, y cuando el sol se ocultaba, las estrellas seguían iluminando el cielo con casi igual intensidad.

El automóvil siguió su camino bajo aquella cúpula llameante. A Jonás le pareció que viajaban hacia el noroeste, hacia la base de la babel. Exactamente lo que él había esperado.

Pronto dejaron atrás las afueras y se detuvieron frente a una colonia de barracones militares que bordeaban la Fortaleza Basal.

El campamento de la Utsarpini cubría lo que antaño había sido un compacto grupo de altos edificios de oficinas y alcanzaba al otro lado un pequeño y agradable parque. Los edificios de oficinas habían desaparecido; lo único que quedaba de ellos eran varias pilas montañosas de cascotes limpiamente colocadas en la calle que corría por detrás del campamento.

El espacio aclarado había sido dispuesto de una forma ordenada, y fácilmente defendible, lo que demostraba el adiestramiento militar de los nuevos ocupantes. Uno de los extremos había sido allanado y nivelado, y ahora tenía instalado un parque móvil, que contenía varios enormes ingenios para remover tierras, tres carros de combate ligeros, quince camiones para tropas, un par de autogiros de carga y una pequeña avioneta de observación. El número de vehículos presentes nunca era el mismo por mucho tiempo; fluctuaba constantemente conforme pequeños pero fuertemente armados convoyes llegaban y partían con un horario irregular.

El propio automóvil que conducía a Jonás aparcó en una zona, reservada para él, entre el resto de los vehículos militares.

Fue rápidamente conducido a una celda, sin apenas tener tiempo de ver nada más.

CUATRO

La celda no era del todo mala, ni estaba especialmente sucia.

Sabía que el interrogatorio tendría lugar, según le habían informado, cuando el dharmamahamatra al mando regresara. Parecía ser que se encontraba ocupado en alguna parte, tal vez persiguiendo tirthikas. Hasta que fuera llamado a su presencia, debía permanecer encarcelado, ser alimentado regularmente, y conducido a las letrinas cuando tenía necesidad de ellas.

Eso era todo. Su único contacto con sus captores era cuando dos guardianes le traían una bandeja de alimentos, y volvían más tarde para contar suspicazmente los platos y utensilios, y luego se alejaban hasta que se veía obligado a llamar a sus tantrin para su expedición a las letrinas.

Pronto perdió la noción del tiempo, las luces no se encendían ni se apagaban nunca. Le habían quitado el reloj, así como todas sus pertenencias personales... Ni siquiera le habían dejado los cigarrillos. De modo que cuando finalmente un grupo de botas militares se detuvo frente a la puerta de su celda, y la llave arañó la cerradura por última vez, Jonás no tenía ni idea del tiempo que llevaba allí. Tal vez tres días, a juzgar por el número de comidas que había hecho.

Pero no podía estar seguro.

CINCO

El interior de la cápsula personal de lord Sidartani era como una suite en un hotel de lujo. Paredes recubiertas de tapices y cuadros de alguna escuela hiperrealista, muebles de maderas oscuras, que albergaban jarros y vasos de metal o fragmentos de piedras raras: ónix, berilio, jaspe, ópalo, malaquita, tallados en forma de ceniceros, pisapapeles o, simplemente, tal y como salieron de la mina. No era tanto el lujo ostentoso como el buen gusto lo que caracterizaba a lord Sidartani, aunque Srila, habituado al barroco esplendor de la corte de Kharole, lo encontraba un tanto desangelado. El propio Embajador vino a su encuentro.

En tiempos del viejo Patrihara VIII, las relaciones de la Hermandad y el Imperio eran prácticamente nulas. Ocasionalmente, un enviado de la Corte se dejaba ver en Krishnaloka, expresaba las reclamaciones de siempre: control de la elección de Varisthas de babel, impuestos sobre el tráfico interestelar, el derecho de los jagad-seth al cobro del sardesmukhi y de la jizia... La lista no había variado en quinientos años. El Jagad-guru de turno contestaba con una rotunda negativa, cuyo texto se venía repitiendo también desde hacía quinientos años. Era algo casi ritual.

El nuevo Emperador, Patrihara IX, era poco más que una percha donde colgar la Corona. Los subandhus eran los verdaderos amos en un Imperio donde la feudalización avanzaba más y más. La desunión haría más débil al conjunto, y nada hacía pensar que sus relaciones con la Hermandad fuesen diferentes.. —

Pero si lo fueron. Lord Sidartani había sido nombrado nuevo adhyaksa. Estableció su residencia permanentemente en Krishnaloka. Y sus palabras fueron amables y conciliadoras. Era el azúcar que disimulaba el veneno.

En el curso de una entrevista que se empeñó en que fuera lo más secreta posible, Sidartani le había ofrecido ("No son palabras mías, sino de mi Soberano") unas condiciones generosas a cambio de eliminar a Kharole... o, si el ahimsa se lo impedía, a denunciarlo como tirthika. Las condiciones imperiales equivalían a una autonomía casi total.

Tan generosas fueron, que Srila meditó cuidadosamente la cuestión... y mientras la meditaba, se desencadenó el infierno.

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