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Authors: Juan Miguel Aguilera,Javier Redal

Tags: #Ciencia Ficción

Mundos en el abismo (4 page)

BOOK: Mundos en el abismo
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Lord Sidartani se inclinó levemente y recitó unas formales frases de salutación, a las que Srila respondió con una bienvenida de igual formalidad.

Era un hombre alto y delgado, de mirada afable y modales exquisitos, que ocultaban la astucia de una serpiente de Striraj-yaloka. Su voz era suave y armoniosa, su cráneo estaba coronado por un krobilo. En su rostro, adornado por una fina perilla teñida de oro, lucía el tatuaje multicolor de un remolino situado entre las cuidadas cejas azules.

Sus ropas habían sorprendido a Srila cuando se vieron por vez primera: era una versión del hábito de la Hermandad, confeccionado con una extraña y sedosa tela azul pálido, producto de la tecnología Imperial. No lucía ningún adorno ni joya, excepto un disco de cobalto del tamaño de una moneda sobre el pecho y un costoso reloj digital de acero en la muñeca.

Por su parte, Srila vestía un jersey de lana color azafrán debajo del hábito blanco de la Hermandad. De su cuello colgaba una bolsa de nylon rojo, adornada con plumas de pavo real, conteniendo las Sastras y los utensilios rituales para su Sagrada Lectura.

 

Kalyanam, subandhu Sidartani.

—Santam, Sivam, Adwaitam, Srila.

—¿Y bien...? —suspiró Srila—. ¿A qué debo este intenso honor...? Imagino que te darás cuenta de que mi presencia aquí me compromete gravemente.

—Esta nave es el único lugar del planeta completamente a salvo de micrófonos o escuchas. Creo que aquí podremos hablar en libertad, sin temor a que nuestra conversación quede registrada. Aunque esto pudiera despertar suspicacias en tu amigo Kharole.

—Entre Kharole y yo sólo existe el mutuo respeto... Pero mis enemigos podrían darle a este encuentro intenciones insospechadas...

—Claro, con respeto las tropas de Kharole rodearon tu palacio en Gamaloka. Con sumo respeto fuiste sacado de la cama a altas horas de la noche. Con inmedible respeto fuiste arrojado a una oscura celda esperando una respetuosa ejecución.

—La ironía no te favorece demasiado, Sidartani —replicó Srila fríamente—. Todo lo que hay en este enojoso asunto es sencillo. Una camarilla de subandhus que no recibieron tierras en concepto de jargir en los planetas recién conquistados, urdieron una red de calumnias y falsedades. No se puede reprochar a Khan Kharole haber sido víctima de un engaño. Además, ¿de quién fue la voz misteriosa que reveló a estos subandhus nuestra entrevista?

—Oh, quién sabe —Sidartani hizo un elegante gesto de desdén ondeando la palma de la mano—. Un doméstico, un tantrín con una copa de más, un dasyu... No debió ser un personaje muy encumbrado, cuando Kharole no pudo averiguar nada de lo tratado. Y eso que usó métodos muy enérgicos, según dicen —se permitió una risita—. Kharole no ha oído hablar del tusnímdanda, evidentemente.

—Por el contrario, yo creo que fue alguien de tu séquito... y no poco encumbrado, pienso —clavó su mirada en los ojos de aquel perfumado nagaraka. Sidartani le devolvió la mirada sin la menor expresión.

—Una pregunta, Srila, ¿que hacían mientras tanto tus fieros guerreros adhyátmicos...?

Srila sonrió tiburonescamente.

—Putana era una terrible asura enviada por Kamsa para matar a Dios en su avatar de Krishna. Ella untó un veneno mortal en su pecho y se lo ofreció al Niño Krishna para que lo chupara. Krishna, muy consciente de sus intenciones, le absorbió el shakti y la mató. No voy a ser yo quien chupe el veneno que me ofreció Kharole. —Srila se detuvo y miró significativamente al adhyaksa. Sabes que la intervención de los soldados adhyátmicos sólo hubiera provocado un inútil baño de sangre. Y las posiciones de Kharole y las de la Hermandad se hubieran visto enfrentadas para siempre. En cambio ahora Kharole sabe que la opinión pública está de mi parte. Sabe que no puede dominarme mediante amenazas. Se ha convertido en un perfecto aliado.

—Pero, después de eso, ¿crees realmente que la alianza con Kharole puede serte, a la larga, de alguna utilidad? Permíteme recordarte algo —Sidartani elevó un largo y delgado dedo índice—. Los Kharole eran asafja, al servicio del Imperio, hasta que se nos fueron de las manos.

El Jagad-guru se encogió de hombros.

—Lo que para unos es veneno, para otros es comida.

Recordó como, hacia la época en la que él fue elegido como Jagad-guru, el viejo Abdula Kharole nombró como sucesor a su hijo Khan Kharole. De una forma u otra había tenido la necesidad de definirse por uno u otro bando.

—¿Acaso no ves las intenciones últimas de los Kharole? No te dejes engañar por las ventajas donadas por Abdula a la Hermandad. Los terrenos en torno a las babeles, y todo eso. Khan no permitirá que acumuléis tantos privilegios que le impidan destruirnos cuando lo crea conveniente.

Srila sonrió ahora con lástima.

¿Era acaso el Imperio un aliado más recomendable? ¿Cómo habían llegado a manos de Kharole los documentos secretos que en otro tiempo Srila había cruzado con la embajada Imperial en

Gamaloka? Documentos altamente comprometedores para su persona, que habían supuesto para Khan la excusa perfecta para su encarcelamiento.

—«El que acaba de volver del destierro es desterrado de nuevo. El que estaba desterrado vuelve. El hombre corriente se alza sobre el distinguido. Una estirpe se alza contra otra. Los soberanos se arrebatan mutuamente los vasallos...» —recitó Sidartani con gesto cansado, abriendo un pequeño maletín de piel de serpiente—. Pero no es de esto de lo que quería hablarte.

El adhyaksa sacó un grupo de fotografías. Srila observó detenidamente cada una de las imágenes. Manejándolas torpemente con sus dedos deformados por la artritis.

—Parece una maqueta destrozada de uno de vuestros rickshaws... ¿Es eso...?

—Casi. Sólo que no es una maqueta. Se trata de un rickshaws real. Un kilómetro de longitud en su eje mayor.

—Oh...

Sidartani se inclinó hacia Srila mientras acariciaba su perilla.

—Dime, Srila, ¿por qué pensaste que era una maqueta? ¿Por qué?

—La forma en que está destrozado... Es extraño, parece como si alguien lo hubiera masticado y escupido... ¿Qué clase de arma podría hacer algo así...?

—Eso mismo nos estamos preguntando nosotros —suspiró Sidartani—. Sea lo que sea tiene un poder destructivo enorme.

—¿No tenéis ni idea de lo que pueda haber sido? ¿Ninguna teoría?

—Nuestros científicos están desconcertados. Posiblemente tras un examen más detallado in situ... Algunas de sus teorías son de lo más pintoresco: alienígenas inteligentes hostiles, o monstruos espaciales...

—¿Monstruos espaciales...? —Srila pensó que el adhyaksa le estaba tomando el pelo.

—El rickshaw fue atacado por... por lo que fuese, mientras atravesaba una zona del Límite famosa por su fauna espacial. Monstruos de hasta un kilómetro de longitud, adaptados a la vida en el vacío...

—¿Has dicho el Límite?

—Precisamente. Es por este detalle por lo que tú y yo estamos sosteniendo esta agradable conversación en estos momentos. —Sidartani no lo dijo, pero silenciosamente pareció afirmar que de no ser porque Límite estaba fuera de la zona de influencia del Imperio, la Hermandad jamás hubiera tenido noticias del asunto.

—¿Qué podemos hacer nosotros? Nuestros recursos tecnológicos son limitados, como bien sabes.

—Te hablaré con claridad, Srila. No queremos que nuestros problemas políticos se mezclen con este asunto. Tampoco deseamos que la actual tensión existente entre Kharole y tú...

—No sé a qué tensión te refieres exactamente...

—...pueda provocar conflictos de competencia en torno a este tema. Mira, el rickshaw es cosa nuestra, del Imperio, y no queremos que nada pueda interferir en las labores de rescate.

—¿Labores de rescate? ¿Cómo?

—Kharole ha accedido a la petición del Imperio de permitirle el paso a una de sus naves de fusión de alcance ilimitado.

Entonces —pensó Srila— ¿era eso lo que había motivado la entrevista en el espacio entre Sidartani y Kharole, de la que le habían informado sus espías? Últimamente había estado muy preocupado por ese asunto. Tras los sucesos en Gamaloka, un acercamiento entre Kharole y el Imperio era lo último que podía desear.

—¿Una nave de fusión de alcance ilimitado? —exclamó Srila con sorpresa.

—Sí, un aparato de gran autonomía, que en caso de necesidad podría repostar directamente de cualquier gigante gaseoso que hallara en su camino. —Y añadió con ironía—: Imagina, Srila, en lo que una nave así podría convertirse... si cayera en malas manos.

—Podría desnivelar la balanza entre Kharole y la Hermandad...

—Exactamente. Y eso es algo que el Imperio no desea que suceda bajo ningún motivo.

SEIS

La inmensa sala de banquetes apenas era calentada por una tosca chimenea que ardía en su centro. Las paredes de piedra estaban desnudas de toda decoración exceptuando unas cuantas armaduras espaciales de combate pegadas a ellas. Desde el techo abovedado, situado a quince metros sobre sus cabezas, colgaban los largos y delgados estandartes con los colores de los subandhus fieles a Kharole.

Cerca de la chimenea se extendía una amplia mesa de roble, servida por un pequeño ejército de camareros, y repleta de incontables platos y fuentes en los que se amontonaban los más variados manjares. El ruidoso grupo de comensales estaba encabezado por la espectacular figura de Khan Kharole. Un par de mastines de aspecto despreocupado deambulaban en torno a él, recogiendo los huesos que arrojaba al suelo.

Khan se había ataviado para la recepción oficial con el incómodo uniforme de gala de los coraceros. Sus auxiliares le ayudaron a ajustarse el peto dorado, con el Tótem de su Clan (el León) grabado sobre su pecho. Se calzó las suaves botas de piel de perro, cubriendo las perneras de sus holgados pantalones grana. Las cinchas, y los complicados emblemas de los cuatro cuerpos del ejército de la Utsarpini.

Antes de salir, Khan se había mirado al espejo, palmeándose satisfecho el abdomen. A los cincuenta años estándar era un hombre corpulento, de un metro ochenta y cinco de estatura, de cuello grueso. Siempre había tenido una salud de hierro, y a pesar de que practicaba con pasión deportes tales como la equitación, la caza, y la lucha en baja gravedad, su constante buen apetito le había dotado de una voluminosa barriga que empezaba a causar problemas a los técnicos que diseñaban sus trajes espaciales.

Sin embargo, ¿cómo iba a adelgazar, si la etiqueta le obligaba a mantener continuamente comilonas como aquélla?

Quizás era necesario que celebraran su reciente victoria en Vaikunthaloka, pero Kharole se preguntaba si realmente había algo que celebrar.

Esta noche no estoy de humor, se dijo. Quizás eran las órdenes de destierro que había firmado. Y, sin embargo, para los cabezas de clan deportados era una buena suerte increíble. Cuando les comunicó su decisión, muchas caras sonrieron. Sin duda ya pensaban en labrarse una buena posición en algún otro planeta con los capitales que pensaban llevarse. Bueno, que piensen que se les dejará hacerlo.

Anteriores senapatis habían tratado de desalentar las rebeliones en las provincias conquistadas mediante un plan de descarnado terror, con abundantes matanzas y mutilaciones. Khan Kharole apelaba a un método más sutil: Deportaciones en masa. Trasladaba gran parte de la aristocracia de una provincia, y la establecía en territorios extraños, a la par que llevaba a los extranjeros a ocupar el lugar que había sido vaciado. Como resultado de esto, se debilitaría su conciencia nacional, y se engendraría una segura hostilidad hacia los recién llegados. Esta hostilidad consumiría las energías que de otro modo habrían sido dirigidas contra la Utsarpini.

Quizás había debido cortar algunas cabezas. Pero Kharole estaba harto de sangre. Demasiadas veces había tenido que mostrarse como un verdugo. Suspiró y volvió a concentrarse en la sala.

Los comensales pertenecían a tres categorías. Primero, los generales. Algunos de ellos comentaban (usando los saleros y los cubiertos como piezas) las batallas recientemente libradas. Otros, con la mirada perdida, parecían recordar el pasado con nostalgia; el paso del tiempo tendía a hacer olvidar la sangre y la muerte de los compañeros, y a ver las batallas como un deporte arriesgado. Los sargentos odiados eran recordados ahora como maestros severos, pero firmes y rectos. Los oficiales, como padres.

También había mahamatras. Estos comían y charlaban apaciblemente, como si estuvieran acostumbrados. ¿Hablarían de expedientes perdidos o hallados, presupuestos y balances? Seguro que no. Tal vez especularían con sus posibilidades de seguir manteniendo sus cargos bajo el gobierno Kharole. Sabía que contaba con el apoyo de la clase burocrática de los mahamatra de la antigua corte, que habían mantenido el peso de la administración de un reyezuelo a otro, y que harían todo lo posible para fomentar un gobierno centralizado. Estos le recibirían con entusiasmo. Y sus servicios de propaganda se encargarían de que ni una gota de ese entusiasmo se desperdiciara.

Luego estaban los subandhus locales, lo bastante astutos como para cambiar de chaqueta antes del desembarco de la Utsarpini. O bien, seducidos por la esperanza de una nueva alba de la civilización. Comprendió que, tarde o temprano, crearían problemas. Lucharían porque la política del Trono favoreciese sus intereses, e intentarían recuperar parte de los privilegios perdidos. Algunos habían accedido a colaborar tras ser apresados y se habían librado por poco del destierro. Se les reconocía fácilmente, pensó Kharole con cinismo, por su buen apetito. "Los ricos siempre ganan la guerra", decía Kautalya, "incluso cuando la pierden".

Se dio cuenta de que alguien le preguntaba algo. Era Khatia Prubada, la elegante esposa de Sri Prubada, uno de los damara de clase media que fue de los primeros vaikhuntanos en aproximarse a él.

—Chattrapati, ¿creéis que acabarán pronto los combates?

—Es difícil de decir, mi dama. Lo peor ha pasado; sólo quedan las operaciones de limpieza. —Que costarán casi tantas vidas, pero se notará menos, pensó Kharole—. Con la babilonia en nuestras manos, podemos traer refuerzos, y los rebeldes quedarán aislados. —Ahora sólo nos queda tomar sus puntos fuertes uno por uno. Y eso tardará diez veces más tiempo. Prosiguió en tono erudito—: Es lo malo de las sociedades feudales, sin gobierno centralizado. Con un gobierno central, el Imperio resistió durante un siglo las continuas oleadas bárbaras contra Krishnaloka. Pero una vez la Histórica Capital se rindió... —hizo un gesto descendente con palma de la mano hacia abajo, como un globo desinflándose— ...tuvo que largarse apresuradamente del Límite. Pero si le preocupan sus negocios, tranquilícese. Las cosas volverán pronto a la normalidad.

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