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Authors: Dan Wells

Tags: #Intriga, Terror

No soy un serial killer (10 page)

BOOK: No soy un serial killer
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—Pero ¿qué significa eso? —pregunté.

—En primer lugar, seguramente aborrece lo que está haciendo.

—Eso tiene mucho sentido —asentí—. No se me había ocurrido.

Me sentí estúpido por no haberlo pensado. ¿Por qué no se me había ocurrido que quizá al asesino no le gustaba matar?

—Pero al reportero lo desfiguró —dije—, debía de tener otro motivo además de querer acabar con su vida.

—En los asesinos en serie —afirmó Neblin— es muy probable que el motivo sea de tipo emocional: estaba enfadado, frustrado o confundido. No cometas el error de pensar que los sociópatas no sienten: tienen sentimientos muy intensos, pero no saben qué hacer con sus emociones.

—Ha dicho que no le gusta matar, pero hasta ahora se ha llevado recuerdos de los tres. Eso no tiene sentido: ¿por qué se lleva algo de un hecho que no quiere recordar?

—Buena reflexión —dijo Neblin y lo anotó en el cuaderno—. Pero ahora te toca contestar a mi pregunta.

—Vale. —Suspiré y miré por la ventana—. Venga, acabemos con este asunto.

—Dime qué hacía Rob Anders justo antes de que lo amenazases de muerte.

—No lo amenacé de muerte.

—Hablaste sobre su muerte de forma amenazadora —dijo Neblin—, no hiles tan fino.

—Estábamos en el gimnasio del instituto, en el baile de Halloween, y me estaba molestando. Tomándome el pelo, tirándome el vaso… cosas así. Y luego yo estaba hablando con alguien y él se acercó y se puso a burlarse de mí, y yo sabía que solamente había dos formas de deshacerme de él: darle un puñetazo o asustarlo. Una de mis normas es no hacer daño a nadie, así que lo asusté.

—¿No hay normas para no amenazar a nadie de muerte?

—No había surgido el caso. Ahora ya tengo una.

—¿Con quién hablabas?

—¿Qué más da?

—Es por curiosidad.

—Con una chica.

El monstruo de detrás del muro gruñó; un reproche entre dientes, pero fuerte. El doctor Neblin ladeó la cabeza.

—¿No tiene nombre?

—Brooke. —De pronto me sentía incómodo—. No es nadie; vive en nuestra calle desde hace años.

—¿Es guapa?

—Es un poco joven para usted, doctor.

—Permíteme que te lo pregunte de otro modo —dijo sonriendo—: ¿te atrae?

—Creía que estábamos hablando de Rob Anders.

—Era curiosidad, sin más. —Anotó algo en el cuaderno—. De todos modos más o menos ya hemos terminado. ¿Quieres hablar de alguna cosa más?

—No creo.

Miré por la ventana; los coches pasaban con cuidado entre los edificios, como escarabajos en un laberinto. La furgoneta de Five Live News se dirigía lentamente hacia el este, saliendo de la ciudad.

—Parece que los ha ahuyentado —dijo Neblin al darse cuenta de lo que estaba mirando.

Seguramente tenía razón… espera. Exacto. Era la pieza que me faltaba.

El asesino los había ahuyentado.

—No es un asesino en serie —dije de pronto.

—¿No? —preguntó Neblin.

—Nos hemos equivocado. No puede serlo. No se escapó después, sino que, como usted dijo, lo embadurnó de la cosa esa y lo dejó a la vista. No intentaba simplemente eclipsar las noticias; quería asustarlos para que se marcharan. ¿No se da cuenta? ¡Tenía un motivo!

—Y tú crees que los asesinos en serie no los tienen.

—No los tienen —dije—. Busque en todos los perfiles de criminales de los que disponga y jamás encontrará un asesino en serie que mate a una persona sólo porque se esté acercando demasiado a la verdad; la mayoría de ellos hacen lo que sea por conseguir más atención de los medios, no menos. Les encanta; la mitad de ellos escriben cartas a la prensa.

—¿Crees que la fama no cuenta como motivo?

—No es lo mismo —dije—. No matan porque quieran atención; quieren atención porque matan. Desean que la gente vea lo que hacen. El motivo básico sigue siendo matar: la necesidad fundamental que los asesinos intentan satisfacer. Y este tipo ha hecho otra cosa. No sé qué es, pero ahí está.

—¿Qué me dices de John Wayne Gacy? —preguntó Neblin—. Mataba a homosexuales porque quería castigarlos. Es una razón.

—Muy pocas de sus víctimas eran homosexuales. ¿Cuánto ha leído sobre él? Lo de los gais no era un motivo, sino una excusa. Necesitaba matar, y si decía que castigaba a los pecadores se sentía menos culpable.

—John, estás demasiado entusiasmado —me interrumpió Neblin—. Quizá deberíamos dejarlo aquí.

—Los asesinos en serie no tienen tiempo de matar a reporteros metomentodo porque están demasiado ocupados asesinando a gente que encaje en el perfil de sus víctimas: viejos, niños, universitarias rubias, lo que sea. ¿Por qué el nuestro es diferente?

—John.

Empecé a marearme un poco, como si estuviera hiperventilando. El doctor Neblin tenía razón: debía parar. Respiré hondo y cerré los ojos. Ya tendría tiempo para esto más adelante. De todos modos, sentí como una inyección de energía, como el sonido del agua fluyendo en mis oídos. Este asesino era diferente, era algo nuevo.

Amenazador, el monstruo de detrás del muro husmeó el aire: olía a sangre.

Capítulo 7

La primera vez que vi al vagabundo estaba junto al cine, en el centro. En Clayton vemos bastantes sin techo —gente que está de paso y busca trabajo, comida o un billete de autobús hasta el próximo pueblo—, pero ése era diferente. No mendigaba ni hablaba con nadie; lo único que hacía era mirar, observar. Nadie miraba a la gente con tal intensidad ni durante tanto tiempo excepto yo, que tenía graves problemas emocionales. Decidí que cualquiera que me recordase a mí mismo merecía un poco de vigilancia, pues podía ser peligroso.

Mis normas no me permitían seguirlo, ni siquiera buscarlo, pero durante los siguientes días lo vi alguna vez más: sentado en el parque mirando a los críos que se tiraban por los montones de nieve que las quitanieves habían apartado o de pie junto a la gasolinera, fumando y mirando a la gente llenar los depósitos. Era como si nos estuviera evaluando, cotejándonos con alguna lista que debía de tener en la cabeza. Supuse que la policía iría a por él, pero no estaba haciendo nada ilegal. Simplemente estaba allí. La mayoría de las personas —sobre todo las que, como yo, no leían por diversión libros sobre perfiles criminales— pasarían de largo sin pestañear. Tenía cierta extraña habilidad para pasar desapercibido, incluso en un lugar tan pequeño como el condado de Clayton, y la mayoría ni se daba cuenta de que estaba allí.

Unos días más tarde, cuando en las noticias hablaron de un robo en una casa, fue el primero en quien pensé. Estaba alerta, era analítico y había observado el pueblo el tiempo suficiente como para saber a quién valía la pena seguir a casa y robar. La cuestión era si sólo se trataba de un ladrón o si era algo más. No sabía desde cuándo estaba en Clayton, pero, si llevaba ya un tiempo, bien podría ser el asesino. No importaba lo que dijesen mis normas: tenía que saber qué era lo siguiente que iba a hacer.

Era como estar al borde de un precipicio intentando convencerme a mí mismo de saltar. Había un motivo concreto para seguir las normas: me ayudaban a evitar cosas que no quería hacer; pero se trataba de un caso excepcional, ¿no? Si el vagabundo era peligroso e infringiendo mis normas impedía que hiciera algo malo —y en realidad ésa era una regla muy poco importante—, entonces era bueno. Era una buena acción. Luché conmigo mismo durante una semana y finalmente racionalicé la idea de que, a la larga, era mejor romper la norma y seguir al vagabundo. Quizá lograría salvarle la vida a alguien.

El día antes de Acción de Gracias no hubo clase y, aunque el cadáver de Ted Rask llegó a la funeraria por la mañana, mi madre se negó a que la ayudara, así que tenía el día libre. Fui al centro y estuve una hora dando vueltas en bicicleta hasta que lo encontré, sentado en la marquesina de la parada de autobuses junto a la ferretería Allman. Crucé la calle y me senté en una de las mesas de la ventana del Friendly Burger a observar.

Tenía el tamaño adecuado para ser el asesino de Clayton: no era enorme pero sí grande, y parecía lo suficientemente fuerte como para derribar a un tipo como Jeb Jolley. Tenía el pelo largo y castaño, más o menos hasta la barbilla, y lo llevaba algo enmarañado. No tenía una pinta demasiado rara en Clayton, sobre todo en invierno, cuando hacía un frío que pelaba y la melena te ayudaba a mantener las orejas calientes. Le hubiera ido mejor un gorro, pero supongo que los vagabundos no tienen elección.

Respiraba unas agitadas volutas neblinosas en lugar de las largas y perezosas nubes del resto de viandantes. Eso significaba que respiraba rápidamente, cosa que quería decir que estaba nervioso. ¿Estaría buscando una víctima?

El autobús llegó y se marchó, y él no se montó en él. Miraba algo al otro lado de la calle, delante de él, en la misma acera donde estaba yo. Miré a mi alrededor: la librería Twain Station estaba a la izquierda de la hamburguesería y la tienda de suministros de caza de Earl a la derecha. El vagabundo miraba la tienda de caza, lo que daba un poco de mala espina. En la calle había un par de coches, y uno de ellos me sonaba. ¿A quién conocía yo que tuviera un Buick blanco?

Cuando el señor Crowley salió de la tienda de suministros de caza cargado con los aperos de pesca, supe por qué me sonaba tanto el coche: pasaba la mayor parte del tiempo a veinte metros de mi casa. Obligarte a no pensar en las personas hacía que detalles así de sencillos fuesen difíciles de recordar.

Cuando el vagabundo se puso en pie y cruzó la calle corriendo en dirección al señor Crowley supe que de pronto la situación había tomado un cariz muy importante. Quería escuchar lo que se dijeran. Salí afuera, me arrodillé junto a la bicicleta y con mucha ceremonia fingí estar desatando el candado de ésta. Ni siquiera la había atado a ninguna parte, pero estaba al lado de unas tuberías, y supuse que ni Crowley ni el vagabundo estarían prestándome mucha atención. Estaba a unos diez metros de ellos y, si tenía suerte, ni se darían cuenta de que me encontraba allí.

—¿Va a pescar? —preguntó el vagabundo.

Tenía pinta de tener treinta y cinco o cuarenta años y estaba curtido por el viento y la edad. Dijo algo más, pero estaba demasiado lejos para oírlo. Giré la cabeza para tener mejor ángulo.

—Pesco en el hielo —respondió el señor Crowley mostrándole un cincel—. El lago se congeló hace una o dos semanas y creo que ya se puede caminar por encima.

—No me diga —dijo el vagabundo—. Antes solía ir mucho a pescar en el hielo. Creía que era un arte que se había perdido.

—¿Usted también es pescador? —preguntó el señor Crowley, animado—. Por aquí la pesca en el hielo no le interesa a casi nadie; Earl tuvo que pedir una barrena nueva especialmente para mí. Con el frío que hace hoy y el viento que se está levantando, seguro que no hay ni patinadores. Todo el lago para mí solito.

—Ah, ¿sí? —comentó el vagabundo.

Fruncí el ceño; había algo en su voz que me preocupaba. ¿Quería robar en casa del señor Crowley mientras estaba pescando?

¿Quería seguirlo hasta el lago y matarlo?

—¿Tiene algo que hacer? —preguntó el señor Crowley—. Uno se siente muy solo en aquel lago, me iría bien la compañía. Tengo una caña de sobra.

Crowley, menudo idiota. Llevarse a este tipo a cualquier parte es una idea estúpida. A lo mejor tenía Alzheimer.

—Es muy considerado al invitarme —dijo el vagabundo—, pero no me gustaría abusar de su amabilidad.

Pero ¿qué hacía el señor Crowley? Pensé en dar un salto y avisarle, pero reprimí el impulso. Seguramente eran imaginaciones mías; lo más seguro es que aquél fuese un tipo decente.

De todos modos, el señor Crowley encajaba perfectamente en el perfil de las víctimas: hombre blanco de mediana edad y constitución fuerte.

—No se preocupe por eso —dijo el señor Crowley— y suba al coche. ¿Tiene gorro?

—Me temo que no.

—Entonces pasaremos por la tienda de camino y le compraremos uno. Y un poco más de comida. Un compañero de pesca ya vale esos cinco dólares.

Subieron al coche y se marcharon. Otra vez estuve a punto de avisarle, pero sabía adónde iban y también que se entretendrían un rato comprando comida y un gorro. Era arriesgado, pero quizá podía llegar allí antes que ellos y esconderme. Quería ver qué pasaba.

En media hora llegué al sector del lago que más se utilizaba, justo donde la pendiente desde la carretera a la orilla era más suave y se podía llegar a pie hasta el agua. No había señales del señor Crowley ni de su peligroso pasajero; de hecho, no había señales de absolutamente nadie. Teníamos el lago todo para nosotros. Escondí la bicicleta detrás de un montículo de nieve en el lado sur del claro y me agaché en una pequeña arboleda que había al norte. Si el señor Crowley seguía adelante con su idea, vendría aquí. Me senté y esperé.

Tal como Crowley había predicho, el lago estaba congelado y cubierto con un polvo de nieve blanca. En el otro extremo se elevaba una pequeña colina que destacaba sólo en contraste con la extensión plana del lago. El viento azotaba a ambos, espirales de aire que la nieve en suspensión hacía visibles: remolinos y volutas y pequeños tornados. Yo me quedé allí agazapado, helado mientras el viento hacía muecas en el cielo.

La exposición a la naturaleza —el frío, el calor, el agua— es la forma más deshumanizadora de morir. La violencia es real y apasionada, momentos finales en los que luchas por tu vida con un disparo, forcejeando con un atracador o pidiendo ayuda a gritos; el corazón te late con fuerza y sientes un cosquilleo de energía. Estás alerta y despierto y, por un breve instante, más vivo y humano que nunca. Pero al luchar contra la naturaleza, no.

Estando a merced de los elementos ocurre lo contrario: tu cuerpo se vuelve más lento, tu razonamiento también y te das cuenta de que en realidad somos mecánicos. El cuerpo es una máquina llena de tubos, válvulas y motores, de señales eléctricas y bombas hidráulicas, y sólo funciona bien dentro de unos parámetros determinados. Si la temperatura baja, la máquina se estropea. Las células se congelan y se rompen, los músculos usan más energía para hacer menos, la sangre fluye más lentamente y hacia los lugares equivocados. Los sentidos se apagan, la temperatura basal se desploma y el cerebro envía señales aleatorias que el cuerpo, demasiado debilitado, es incapaz de interpretar u obedecer. En ese estado ya no eres un ser humano, sino un fallo técnico, un motor sin aceite a punto de gripar en el último y fútil intento de completar una última tarea sin sentido.

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