—¿De dónde sales tú, gatito precioso? Estate quieto, anda. ¿Qué quieres?, ahora te hago caso, espera un momento, espera, ya. ¿Tienes hambre, ganas de jugar o las dos cosas? Sueño no, por lo que veo. Yo tampoco, pero no me acuerdo de lo que hago aquí. Ven conmigo. Así, ¡qué suavecito eres! Vamos a ver qué pasa por el mundo, ¿te parece?, lo que sea de uno que sea de los dos. Con alguna sorpresa nos encontraremos.
Ronronea, se deja coger en brazos entornando los ojos voluptuosamente, y salimos los dos juntos al pasillo en busca de nuevas aventuras. Ojalá nos salga al paso alguna menos imaginaria, no sé si será mucho pedir.
Cuando entro en la cocina a beber, por de pronto, más agua y a mirar si hay un poco de comida para este amigo inesperado, voy pensando, mientras le rasco con mimo la cabeza, que ando yo muy falta de cariño y lo peor es que ya me he acostumbrado y no lo noto, tiene que aparecérseme un animalito como éste para que me dé cuenta. Desde que murió mamá, me he ido encerrando en mí misma cada vez más, como ella a quien yo tanto se lo reprochaba, «Pero llama a alguna amiga, por favor; claro, no las tienes porque no las llamas, si no riegas los tiestos también se te secan, ¿no?» y ella que la dejara en paz, que le daba pereza. Es malo aislarse así. Soledad me lo dijo el otro día hablando de su madre, que o se reconcome por no darle tres cuartos al pregonero de lo que le está pasando, o si no les suelta el veneno a los hijos. Y eso tampoco. No quiero acabar como esa señora ni como mamá, la pobre, más sola que la una, resentida, que antes la mataban que pedir auxilio o un mimo, hay que saber mantenerse una en su sitio —decía—, siempre esperando que la vinieran a buscar a ella, sin tener de quién echar mano cuando le entraran ganas de hacer confidencias o de pasarlo bien, pues no sé, con una amiga de la propia edad y gustos parecidos, porque los chicos en cuanto crecen ya radian en otra onda y hablan raro y no sabes lo que piensan de ti, y en cambio con las amigas puedes desahogarte y decir que la vida es un asco, pero también reírte y quitarle importancia a los disgustos de juventud, y recordar cosas de los veraneos y letras de canciones y películas, en fin, un intercambio, porque, si no, acabas loca, pierdes hasta el sentido del humor. Y enseguida, como es natural, se me viene a las mientes Mariana, su figura se abre paso entre la niebla de lo falaz, se dibuja contundente como el sol a mediodía, y quiero su calor, lo echo de menos con urgencia, con una
saudade
ya irresistible, portuguesa, claro, porque en otra lengua no se explica. No puedo esperar más, necesito dejarme en paz de tanto cuadernito y llevárselos a Mariana, porque escribir es un pretexto para volver a verla, quiero ver enseguida, mañana mismo si pudiera ser, a mi amiga Mariana León Jimeno. Se llamaba Jimeno de segundo apellido, me acabo de acordar al sacar una botella de agua mineral de la nevera, justo cuando estoy tratando de encontrar en la mesa de mármol un hueco libre para apoyarla. León Jimeno, háblenos de los artrópodos. Y sonrío.
En ese momento es cuando me doy cuenta de que alguien me está mirando. Es un chico flaco, con el pelo enmarañado y gafitas. Lleva un pendiente. Ha salido del servicio y se está subiendo la cremallera del pantalón vaquero.
—¡Ahí va, la Virgen! —dice—, ¡si estaba contigo Pussy! Ya lo podíamos buscar. Pues fíjate, lo dijo Raimundo, que igual habíais ligado, que te pegaba a ti ligar con gatos, ya ves. Para esas cosas tiene radar el tío. Ven conmigo, colegui, ¡y yo buscándote por el ropero! ¿Le has dado de comer algo?
El gato ha saltado de mis brazos a la mesa y sortea ágilmente los bultos dispares que configuran el relieve de su intrincada geografía. Se ha parado a explorar con el hocico un charquito blanco y arquea el lomo.
—¿De comer? Yo no. Si acabo de conocerlo ahora —digo, mientras busco infructuosamente un vaso limpio entre la montonera de cacharros con resto de comida, tazas pringosas y ceniceros sin vaciar que colman el fregadero y se desbordan por sus alrededores—. Se me ha aparecido, que lo diga él, en mitad de otra escena, como la Virgen de Lourdes. No venía en el guión.
Ahora el chico ha cogido a Pussy en brazos, pero permanece inmóvil, sin dar muestras de que vaya a tomar ninguna decisión, ni quitarme ojo.
—No venía en el guión… —repite con una risa absorta—, ¡qué pasada, tía! No te sigo.
—No importa. ¿Sabes dónde hay vasos? Limpios, me refiero.
—No sé si habrá alguno en el salón. Esta noche con la movida se han roto unos cuantos. Pero bebe a morro. Por cierto, ¿estás mejor?
Me siento en una banqueta. Luego, mientras él me sigue mirando entre pasmado y risueño, desenrosco el tapón de la botella de plástico y bebo ávidamente hasta vaciarla.
—¿Mejor que cuándo? ¿Que antes de beber?
—Por ejemplo. Tu eres de las mías, ¿Para qué ir más atrás? Eso es lo malo de Raimundo a veces, que se remonta a los godos.
—Ya. Pues sí, mucho mejor. Y oye, cierra la puerta del retrete si no te importa, guapo, y apaga la luz, de paso, que tampoco son las cuevas del Drac lo que se ve. No te han educado en colegio de frailes, eso está claro.
Obedece, atragantándose de risa.
—¡En colegio de frailes! Yo es que flipo contigo —dice—, eres total.
—¿Tú crees? Pues no sé, chico, yo me veo más bien parcial. Por cierto, ¿cómo te llamas?
Dice que Antonio y es lo último que se le entiende claro, porque luego se ríe de forma tan convulsa que le da un ataque de tos. Repite, reforzando su estribillo con un gesto de la mano, que de eso nada, que lo mío es total, absolutamente total. El gato se escapa de sus brazos, empuja la puerta de vaivén y sale maullando al pasillo. El chico se tambalea, se apoya en la pared y me fijo en que tiene los ojos un poco nublados. Me levanto y le pongo una mano en el hombro. Está palidísimo.
—Antonio, ¿te pones malo? ¿Qué te pasa, Antonio?
Se deja conducir por mí a la mesa, le arrimo una silla, se sienta agarrándose al respaldo, echa la cabeza para atrás y respira hondo, con los ojos cerrados.
—No es nada —dice entre dientes, con una voz súbitamente desvalida—, un bajón.
—Espera, te voy a dar un poco de agua.
En la nevera ya no queda más agua ni vino ni Coca-Colas ni cervezas, ni nada en absoluto a excepción de medio tomate mohoso luciendo a modo de bodegón surrealista, sobre entre— mesera desportillada con dibujo de mariposas, era de una vajilla antigua de casa de los abuelos. Abro el grifo del fregadero, pero me doy cuenta de que salpica mucho, y de que si no aparto el primer estrato de loza y cacharrerío que impide el paso del agua, me voy a poner perdida. Inicio, pues, un desalojo provisional de obstáculos, aunque sé de sobra que en casos de tan suma gravedad no hay medias tintas que valgan, que empieza una en plan de quitar sólo lo más gordo, pero no puede ser, te acabas liando. Madre mía, esto ya pasa de castaño oscuro, hay colillas flotando hasta dentro del turmix. Y dice éste que aún queda material en el salón. Pues estamos buenos.
Así que, efectivamente, tras un primer drenaje de emergencia que me lleva a dejar expedito un cauce para que corra el agua, desenterrar un vaso de duralex, fregarlo y llenarlo en el chorro de la fría, cuando vuelvo y se lo pongo a Antonio en la mesa, ya vengo atándome un delantal con el Pato Donald que colgaba de una escarpia y traigo hecha mi composición de lugar a corto plazo. Conozco la sensación y en algunos casos —aunque pocos— no resulta desagradable: es como volver a tomar las riendas de un asunto todo lo rutinario y banal que se quiera, pero en cuyo desempeño puedes echarle un pulso al más experto campeón, que está chupado, vamos, como dirían ellos.
—Anda, hombre, no te quedes así, como si te hubiera dado un pasmo. ¿Tienes sed?
Antonio niega con un gesto, sin abrir los ojos. Pero me coge a tientas una mano y me la besa.
—Da igual, anda, bebe. El agua siempre sienta bien. La tienes ahí, en la mesa, mírala.
Abre los ojos, como si le costara trabajo, se adelanta a coger el vaso y las manos le tiemblan un poco.
—Ah, sí, el agua, gracias.
Mientras bebe, me quedo de pie a su lado y le acaricio ligeramente el pelo áspero y ensortijado, de un rubio sucio. Su respuesta es un quejido de placer casi imperceptible, gatuno, tan cómico y fiel trasunto de ronroneo de Pussy que no puedo por menos de reírme. Luego, previa consulta, me coloco detrás de él y empiezo a hacerle un poco de masaje en los omóplatos y las cervicales, no muy fuerte, por encima de la camiseta; dice que mejor se la quita. Lo lleva a cabo con una celeridad poco acorde con su aparente crisis de letargo, la tira alegremente por el aire —«¡
allez hop
!»—, y se apoya de bruces contra el borde de la mesa. Le aparto algunos trastos para que esté más cómodo. Que qué gozada, un masaje, eso es lo que más espabila, que Raimundo va al Villamagna dos veces por semana, y a la sauna, cómo se lo monta el caballero, que soy un cielo, Raimundo también lo ha dicho, una tía total. Huele un poco a sudor. La camiseta ha ido a caer encima de una litrona vacía de cerveza y pende de allí como un estandarte anacrónico, emitiendo consignas inoperantes. Alcanzo a leer entre sus repliegues «
and your body
», el resto queda oculto. Cada vez es más profuso el mensaje de las camisetas, tiene más texto que un anuncio del
New York Times
.
Este chico se debe alimentar mal, se le señalan mucho las costillas. Pero la piel la tiene muy suave, sin rojeces ni espinillas, como de niño. Sólo llama la atención una mancha muy definida bajo el omóplato derecho, es de color café y recuerda vagamente el mapa de Italia. Se lo digo y se ríe, pero de otra manera distinta a la de antes, más confiada y tierna, incluso un poco sensual, «Comunicas mogollón, las mujeres sois la hostia, ¡qué vibraciones tan guay!» y que esa mancha es de nacimiento, un antojo de su madre, que igual cuando estaba preñada vio por la tele
La dolce vita
, pobrecilla, sabrá ella ni por el forro lo que es vivir sin dar golpe.
Y de pronto, sin transición, se vuelve, se abraza a mí llorando desde la silla, y empiezo a oír sus quejas ahogadas, desgranadas a la altura de mi estómago y de la cabeza del Pato Donald, que pasa así a desempeñar el papel de improvisado confesor; que Madrid es una ruina, un engaño manifiesto, que por qué no se quedaría él en Pola de Langreo ayudando a su madre en la panadería, en vez de apuntarse a vivir a bandazos, de prestado y de ansias sin fuste, metido en el rollo de los demás, compañías de usar y tirar, a la que salta, al trapicheo, aquello sería un agujero, de acuerdo, pero era el suyo. Y que igual ahora estaba casado con la Nines y había logrado darle un nieto a su madre y no como ahora un disgusto tras otro y vengan mentiras, qué putada, con lo que ella piaba por un «nenu.» Le sale de pronto un marcado acento asturiano e intercala palabras más rurales. Poco a poco se va calmando y afloja la presión de sus brazos desnudos en torno a mi cintura, que le perdone, que le ha dado como un flash, que le pasa a veces.
—Vamos, hombre, no te pongas tampoco así —le digo—. ¿Cuántos años tienes?
—Treinta los primeros que haga. En agosto, por la Patrona.
Se ha separado de mí, bebe un poco más de agua, recupera la camiseta y, antes de ponérsela, se limpia las lágrimas con ella. Parece haberle sentado bien el desahogo del llanto, eso nunca falla.
Y ya me desplazo de forma decidida hacia el área del fregadero y desde allí, mientras voy llevando a cabo mi tarea con el mayor esmero y eficacia posibles, continúo la conversación, consciente de que la armonía de los gestos se transmite a la voz serena con que procuro apaciguar a este náufrago de la gran urbe. Le digo que es muy joven, que tiempo de sobra le queda para tener hijos con la Nines o con quien sea, y que además los hijos no se deben engendrar para darle gusto a la madre de uno ni siquiera a la posible madre del niño, que en lo que hay que pensar es en ese niño, que si caes en mirar a los hijos, antes incluso de que nazcan, como fuente de satisfacción personal o terreno a colonizar y no como en seres independientes, que entonces apaga y vámonos. «Tal vez me estoy enrollando demasiado» pienso en un determinado momento, y vuelvo la cabeza para ver si se me ha dormido con la conferencia. Y está mirando a la embocadura del pasillito que lleva a la entrada de servicio y a lo que fue cuarto de Adela, con un gesto absorto, obnubilado, y dice que sí, que de acuerdo, pero que su problema es otro, que no tiene que ver con eso.
—Hombre, algo tiene que ver —replico un poco desconcertada, mientras compruebo por enésima vez en la vida lo espectacularmente que desciende el nivel de platos en cuanto se limpian los restos de comida y tenedores interpuestos.
Sigue diciendo que no, que lo suyo es más complicado. Y decido callarme por ver si eso le da pie para desenredar los nudos de esa obsesión que le ha ensombrecido la voz de repente. Y enseguida me doy cuenta, además, de que escucharle no sólo va a servir para recomponer su rompecabezas, sino también para encontrar algunas piezas perdidas del mío. Dice que le extrañó enterarse, cuando yo me fui a acostar, de que era la madre de Lorenzo, igual que a la otra gente que había, Raimundo era el único que lo había notado, claro, él es mayor, «O bueno, no sé si se lo contarías tú, como estuvisteis hablando aparte bastante rato.» Y de pronto parece salirle por primera vez un «tú» más tímido, como si entre la que apareció con Pussy en brazos y la que friega los platos ahora se interpusiera el fantasma de su propia madre, la panadera de Pola de Langreo, y estuviera explorando mis capacidades para aceptar misericordiosamente su confesión, que no llega a producirse, ni falta que hace, porque ya mucho antes de meterme con las tazas y los vasos, he caído en la cuenta de que el único método fiable para darle un nieto a esa señora no debe contarse entre las aficiones practicadas por Antonio. Y me pregunto si mamá se moriría sin sospechar que tampoco entre las de Santi. En cuanto a Lorenzo, por ahora no tengo pistas. Desde luego las chicas le gustan mucho, hoy mismo estaba con una creo recordar, pero, por lo que dice Encarna, ahora los bisexuales abundan también a punta de pala. Me doy consignas mentales, mientras enjuago vasos y los voy apartando, para que mi atención hacia las palabras de Antonio no se vea adulterada, a partir de ahora, por una veta policiaca tipo Miss Marple.
Su discurso fluye de forma torpe y fragmentaria, obstruido por múltiples interferencias. Me entero de que se dedica a la fotografía, aunque también arregla electrodomésticos y conduce la furgoneta de un colega que tiene un vivero, una gente con la que vivía él antes en la Costanilla de los Ángeles, ya ni lleva por cuenta la cantidad de sitios donde ha dormido en Madrid, y siempre de prestado, notando al final que estorbas, lo de la vivienda está fatal. Me entero también de que Lorenzo le ha ayudado cantidad, porque es un tío legal como pocos, que a todo el mundo le echa una mano en cuanto puede, ya podía aprender Raimundo, y de que están haciendo juntos un libro sobre azoteas de Madrid, que han pedido una subvención a la Comunidad, y de que vive recogido en esta casa desde hace dos meses.