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Authors: Dominique Lapierre,Larry Collins

Tags: #Histórico, #Drama, #Biografía

...O llevarás luto por mi (2 page)

BOOK: ...O llevarás luto por mi
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Ningún matador de los tiempos modernos había provocado el frenesí, el histerismo colectivo y las vehementes controversias que habían acompañado el auge a la fama del joven cuyo arte presenciaría don Juan por primera vez aquella tarde.

Había venido de ninguna parte. Sólo un lustro antes de esta mañana de mayo, su nombre era únicamente conocido en los archivos de media docena de cárceles y en las listas de delincuentes juveniles del puesto de la Guardia Civil de su pueblo natal. Ahora, en el umbral de la más importante lidia de su carrera, aquel nombre era casi tan conocido en su nación como el del hombre que simbolizaba la España moderna, el Caudillo de todas las Españas, el general Francisco Franco.

Era Manuel Benítez
El Cordobés
, y el joven que llevaba este nombre acababa de cumplir, el día 20 de mayo de 1964, los veintiocho años.

Apretando el precioso saquito de los sagrados óleos contra los pliegues de su sotana, el párroco de Nuestra Señora de Covadonga avanzaba en silencio hacia los atractivos arcos de ladrillo de la plaza de toros. Allá arriba, hacia el Norte, don Juan podía ver las faldas salpicadas de nieve de la sierra de Guadarrama abriéndose paso en el horizonte, granítico recordatorio del altivo aislamiento de su ciudad en la meseta castellana. Aquella mañana, una brisa cálida que se pegaba a los ojos caía sobre la ciudad desde la meseta. Don Juan sintió su compacto calor en el rostro y, a pesar de su sagrada carga, pensó que aquella brisa prometía un día ideal para una corrida de toros.

Por doquiera, los apresurados ciudadanos que rodeaban al sacerdote mostraban la excitación provocada por la corrida. Los purpúreos flancos de los autobuses de dos pisos de Madrid lucían el retrato de El Cordobés en enormes carteles anunciadores que exhortaban a los madrileños a «Beber vino “El Cordobés”». El diario más importante de España, el
ABC
, publicaba en su primera página una fotografía de El Cordobés. Sus ejemplares aparecían colgados en los maderos de todos los quioscos de periódicos de la ciudad.

«La presencia de El Cordobés —escribió
ABC
—, levanta una tormenta dondequiera que vaya. Ha transformado el tranquilo lago taurino en un furioso océano». «El Cordobés —escribió otro crítico— ha devuelto su emoción a la fiesta. De este muchacho puede esperarse todo».

Junto al quiosco de periódicos de la plaza de Roma, que se hallaba en el camino de don Juan, un ciego veterano de la guerra civil ofrecía una larga tira de décimos de la Lotería Nacional, afirmando que, aquella mañana, estaban benditos con la «suerte de El Cordobés». Las grisáceas paredes que flanquean la calle de Alcalá, que conduce a Las Ventas, se veían animadas por brillantes notas de color, carteles de la corrida, en negro, oro y escarlata, que prometían al público, según venían haciendo desde muchas generaciones, «seis magníficos toros, a las seis en punto de la tarde, si el tiempo y la autoridad lo permiten». Y en todos ellos había pegado un anuncio de tres palabras que recordaba al cura, al pasar éste por delante, el especialísimo privilegio de que gozaría dentro de unas horas: «No hay billetes».

Esta frase, que el buen cura leía quizá con malsana satisfacción, no era completamente exacta. Todavía quedaban algunas entradas para la corrida; exactamente, dos mil seiscientas. Para lograrlas, millares de españoles corrían desaforados por un callejón de unos doscientos metros de longitud, denominado calle Victoria y situado a pocos pasos de la Puerta del Sol, histórico corazón de Madrid y centro geográfico de la propia España.

El callejón apenas tenía anchura suficiente para que pudiese pasar por él un coche americano. Se abría entre una quebrada de casas de piedra, de fachadas desconchadas y grises por el tiempo, y ventanas de postigos desvencijados por los años y el descuido, como esos pliegues de piel moribunda que penden de las comisuras de los ojos de los viejos. Desde una punta a otra, la calle olía a pescado frito y aceite de oliva rancio.

Este olor brotaba de los cafés que flanqueaban la calle, algunos de ellos no más espaciosos que un quiosco de periódicos. En los cristales de las puertas, amenazados ahora por la multitud que se apretujaba en la calle, se anunciaban en caracteres blancos las especialidades de cada establecimiento: calamares en su tinta, en Sol y Sombra; angulas, en La Oreja de Oro; morcillas de sangre, gruesas como el brazo, en Generalife; callos, en La Alicantina. Sin embargo, lo que distinguía a estos cafés de los otros centenares que hay en Madrid no eran sus exóticos manjares, sino el estilo único de su decoración. Los muros, los tabiques, incluso los techos de todos los cafés de la calle Victoria, estaban cubiertos de carteles de toros, de pinturas y fotografías, todo ello para dar testimonio de que una única y ardiente pasión unía a sus parroquianos.

En aquellos cafés, con su hedor a cerveza rancia y a vino agrio, y con su polvoriento suelo cubierto de escupitajos, de cáscaras de gamba y de colillas de cigarro, el mundo de los toros cerraba sus transacciones. Y, en el número 9, bajo un toldo azul y naranja ensuciado por las moscas, se hallaba la institución que había convertido la maloliente calle en capital de las corridas de toros y atraído a la impaciente multitud a su empedrado recinto. Era la empresa de la plaza de toros de Madrid, la oficina de la dirección de Las Ventas.

De acuerdo con la ley española, la dirección se había visto obligada a reservar un un diez por ciento de sus veintiséis mil localidades para su venta al público en la mañana del día de la corrida. El restante noventa por ciento había sido vendido hacía semanas, con una prontitud inigualada en los anales del toreo. Ni una sola entrada se había vendido aisladamente. Sólo el público dispuesto a pagar el precio del abono para las dieciséis corridas de la larga Feria de san Isidro había podido adquirirlas. Y de esta manera, la dirección de Las Ventas, por primera vez en su historia y gracias a la presencia de El Cordobés en el cartel, había vendido hasta la última localidad de las corridas de la Feria de san Isidro. Este golpe de suerte, del que no existían precedentes, valió más de ciento cincuenta millones de pesetas a los empresarios de la plaza de Madrid.

Jamás había visto Madrid una tan gran demanda de localidades. La Policía se había visto obligada a interrumpir la circulación de automóviles por las cercanías a partir de las doce de la noche. Como los londinenses en vísperas de una coronación, millares de madrileños habían pasado la noche durmiendo en los portales o manteniéndose despiertos a base de café y coñac, para esperar a las siete de la mañana, hora en que la Policía había anunciado que se formarían las colas ante las taquillas. Oficinistas de reluciente traje y raída corbata dormían junto a obreros fabriles de pantalón de pana. Los revendedores, seguros de hacer un gran negocio con las entradas que pudiesen obtener, luchaban por un sitio en la acera con los entusiastas aficionados. Hombres de negocios, generales e incluso ministros del Gobierno, enviaban a sus ordenanzas y a sus chóferes a velar toda la noche en la calle. Desperdigados entre la multitud, se veían muchachos de trece y catorce años, enrojecidos los ojos por el sueño: eran los botones de los grandes Hoteles de Madrid. Lo único que éstos verían de la corrida sería el pedacito de papel por cuya posesión tenían que pasarse la noche acurrucados en la acera, antes de entregarlo a uno de los ricos clientes de sus patronos.

Al amanecer, una nueva patrulla de policías se sumó a los que ya estaban en el callejón. Jamás, antes de aquel día, se habían visto obligadas las autoridades a enviar más de tres policías a vigilar la venta de entradas en la calle Victoria. Aquella mañana, enviaron dos docenas. Sin embargo, cuando sonaron las primeras claras campanadas en las múltiples iglesias de Madrid, incluso aquella fuerza policíaca fue arrollada por la multitud que corría hacia el toldo azul y naranja, con la esperanza de ocupar un puesto en la cola de la taquilla de Las Ventas.

Dos pisos más arriba de las asediadas taquillas, un hombre separó un par de cortinas de algodón color castaño y contempló con no disimulado entusiasmo la multitud que llenaba la calle Victoria. La chaqueta de su traje gris acero parecía nevada con la ceniza del cigarrillo que apretaba con nerviosa rigidez entre sus labios.

Abundantes pecas salpicaban su curtido rostro, cuyo largo perfil se perdía en las suaves y carnosas mejillas que pendían de sus sienes como las barbas de un gallo.

La afición no induciría nunca a este hombre a mezclarse con una multitud como la que bullía debajo de su ventana. Tenía el título de abogado, prefería pasar la tarde de los domingos cultivando su jardín en el campo que presenciar una corrida de toros, era un humanista amable que se estremecía a la vista de la sangre.

Sin embargo, la impaciente muchedumbre que se apretujaba en la calle Victoria representaba un triunfo personal para don Livinio Stuyck. Don Livinio era el empresario de la plaza de toros de Madrid. Desde su despacho, dirigía las actividades, no sólo de la primera plaza de toros del mundo, sino de una cadena de ellas, amén de dos ganaderías de toros bravos y de ser apoderado de varios toreros. Casi una de cada tres corridas que se celebraban en España era fraguada en su despacho, y su prodigiosa serie de actividades hacía de aquel hombre tranquilo, que se echaba a temblar cada vez que veía la sangre de un toro salpicar la arena de una de sus once plazas, el más importante empresario del más español de los espectáculos: la corrida de toros.

Nada en su historia ni en sus antecedentes familiares había preparado a don Livinio para desempeñar la extraña profesión de empresario taurino. Había heredado otra institución española, la Real Fábrica de Tapices, fundada por sus antepasados flamencos, llamados a Madrid por Felipe
V
, en 1721. Los exquisitos legados de dicha fábrica cuelgan ahora en las paredes de las salas de banquetes y salones de El Escorial, el Prado y de todas las casas señoriales de España. En la fábrica de la familia, que olía a lana y a tintes, tuvo el joven don Livinio sus primeros contactos con la corrida. Pues, durante su infancia, había pasado largas horas contemplando la colección familiar de tapices con motivos taurinos, tejidos por sus antepasados sobre modelos pintados para ellos por un inquieto artista apellidado Goya. Pero su afición había quedado en esto, y el joven don Livinio se había puesto a estudiar la carrera de leyes. Una mañana de invierno de 1941, dos amigos visitaron al joven abogado y, mientras tomaban una taza de café, le pidieron que se encargara, en interés de ellos, de la vacilante dirección de la plaza de toros de Madrid. Era ésta una institución que Stuyck había visitado en raras ocasiones, cuando una corrida extraordinaria le había hecho abandonar su tranquila casa de campo. Era un empleo «provisional», pero Stuyck sabía que, «en España, las cosas provisionales suelen ser duraderas; las permanentes pasan más de prisa». Aceptó, pues, el cargo, y ahora, al cabo de veintitrés años, provisionalmente confirmado en su puesto, seguía rigiendo la más importante y afamada plaza de toros del mundo con la ordenada sensatez de su mentalidad jurídica.

Durante aquellos años, este inverosímil empresario había organizado más de dos mil quinientas corridas y enviado a más de diez mil nobles brutos, cuyos sufrimientos tanto le acongojaban, a morir bajo la espada de dos generaciones de toreros españoles. Había traído a Manolete a Madrid, y ayudado a preparar el largo y encarnizado duelo entre Antonio Ordóñez y Luis Miguel Dominguín, duelo que había hecho regresar a España a Ernest Hemingway por primera vez desde la guerra civil. Pero, esta mañana de mayo, tenía que confesar que ninguno de los espectáculos que había ofrecido durante aquellos dos años había desencadenado el entusiasmo y la emoción provocados por el extraño lidiador de toros y de tradiciones llamado El Cordobés.

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