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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Odio (2 page)

BOOK: Odio
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—¿Has visto al tío de esta mañana? —pregunta una voz desde detrás del ordenador, a mi izquierda.

Es Kieran Smyth. Me cae bien Kieran. Como la mayoría de nosotros aquí está desaprovechado. Tiene una buena cabeza y podría llegar lejos si lo intentase. Estudiaba Derecho en la universidad pero vino aquí a trabajar durante el último verano y nunca volvió a clase. Me dijo que se había acostumbrado a tener dinero y no podía pasar sin él. Se compra una cantidad increíble de cosas. Cada día parece volver de comer con bolsas de ropa, libros, películas y discos. Lo envidio porque yo tengo que esforzarme para reunir el suficiente dinero para comprar comida, sin poder pensar en nada más. Kieran se pasa la mayor parte del día hablando con su colega, Daryl Evans, que está sentado a mi derecha. Hablan a través de mí y por encima de mí, pero rara vez conmigo. Sin embargo no me importa. Sus conversaciones son mortalmente aburridas y lo único que tengo en común con ellos es que los tres trabajamos en la misma pequeña sección de la misma pequeña oficina. Lo que me molesta, si soy sincero, es que ninguno de los dos hace casi nada durante largos períodos de la jornada laboral. Quizá se deba a que se llevan bien con Tina y salen juntos a tomar copas. Joder, yo sólo tengo que toser para que ella se levante de su asiento y venga a ver qué estoy haciendo y por qué he parado de trabajar.

—¿Qué tío? —pregunta Daryl.

—En la calle, de camino al trabajo.

—¿Qué calle?

—Main Street, delante de Cartwrights.

—No he visto nada.

—Tienes que haberlo visto.

—No. No paso por Cartwrights. Esta mañana he venido por el otro camino.

—Pues deberías haber visto a ese tío —sigue explicando Kieran—. Se volvió completamente loco.

—¿Qué dices?

—De verdad, colega, como una cabra. Pregunta a Bob Rawlings, de Archivos. Él lo vio. Calcula que prácticamente la ha matado.

—¿Matado a quién?

—No lo sé, sólo era una anciana. No se dijeron ni una palabra, él simplemente se abalanzó sobre ella sin ninguna razón en concreto. ¡He oído que la apuñaló con un maldito paraguas!

—Me estás tomando el pelo...

—En serio.

—¡No!

—Ve y pregúntale a Bob...

Normalmente no presto atención a estas conversaciones (la mayor parte del tiempo no tengo ni idea de lo que están hablando) pero hoy puedo añadir algo porque yo estaba allí. Resulta patético, lo sé, pero el hecho de que supiera más de lo que había pasado que Kieran o Daryl me hacía sentir importante y superior.

—Tiene razón —digo, levantando la mirada de la pantalla.

—Entonces, ¿lo presenciaste? —pregunta Kieran.

Me apoyo satisfecho en el respaldo de mi asiento.

—Ocurrió delante de mí. El tipo quizá habría ido a por mí si hubiera llegado unos segundos antes.

—Así pues, ¿qué ha ocurrido? —pregunta Daryl—. ¿Fue como Kieran lo cuenta?

Lanzo una rápida mirada a Tina, que tiene la cabeza enterrada en una pila de papeles. Se puede hablar con seguridad.

—Primero vi a la anciana —les explico—. Casi tropiezo con ella. Pasó volando delante de mí y fue a estrellarse contra el escaparate de Cartwrights. Pensé que se trataba de un grupo de chicos que intentaban robarle el bolso o algo por el estilo. No lo podía creer cuando vi al tipo. Parecía un hombre normal. Traje, corbata, gafas...

—Pero ¿por qué lo hizo? ¿Qué le había hecho ella?

—Ni idea. Maldita sea, no estaba de humor para preguntarle.

—¿Y sencillamente fue a por ella? —murmura Daryl, como si no se creyera ni una palabra de lo que yo acababa de decir. Asiento y los miro a uno y a otro.

—Nunca había visto nada igual —sigo—. Él corrió hacia ella y la apuñaló con un paraguas. Un paraguas grande. Directo a la barriga. Tenía sangre por todo el impermeable y...

Tina ha levantado la mirada. Bajo la mía y empiezo a teclear, intentando recordar qué estaba haciendo.

—Y, ¿qué más? —susurra Kieran.

—El muy idiota se revolvió contra la multitud. Empezó a golpear a la gente que había a su alrededor. Entonces apareció la policía —explico, mirando a la pantalla pero sin hacer nada—. Se lo llevaron a rastras y lo metieron en un furgón.

La conversación cesa de nuevo. Murray está en movimiento. Durante un momento el único sonido que puedo oír es el de nuestros tres teclados mientras hacemos como que estamos trabajando. Después de recorrer con la mirada toda la sala y mirarme a mí en particular, abandona la oficina. Kieran y Daryl paran inmediatamente de teclear.

—Entonces, ¿no estaba bien? —pregunta Daryl tontamente.

—Por supuesto que no estaba bien —contesto—. Joder, a veces pareces idiota. ¿Crees que apuñalaría a una anciana con un paraguas si no estuviera mal?

—Pero ¿no dijo nada? ¿Gritaba, chillaba o...?

Me pregunto si vale la pena responder a esa pregunta formulada a medias.

—Ambas cosas —gruño.

—¿Estaba bebido, drogado o...?

—No lo sé —contesto y me empiezo a enfadar. Me paro y reflexiono durante un segundo antes de hablar. En mi cabeza aún veo la cara del hombre—. Parecía totalmente aterrorizado —les explico—. Parecía que fuera él el atacado.

2

Hay una chica que se sienta al otro lado de la oficina que se llama Jennifer Reynolds. No la conozco mucho. No la trato demasiado en el día a día. De hecho sólo he hablado con ella un puñado de veces desde que me trasladaron a la TMA. Hoy no ha venido y odio cuando no está. Cuando no está Jennifer Reynolds sus deberes se reparten entre todos nosotros, y la tarea que tengo que cubrir hoy es la peor de todas: Recepción. La dirección de la TMA no hace una difusión activa de su dirección postal, pero aparece en la correspondencia que enviamos y en el listín telefónico, y el público no tarda demasiado en descubrir dónde estamos. Tenemos un montón de visitantes, demasiados en mi opinión. Si alguien viene aquí es casi seguro que lo han multado o le han puesto el cepo. Probablemente ya han intentado que les quiten la multa o el cepo y cuando llegan a nosotros para discutir su caso en persona con frecuencia es la única opción que les queda. De manera que la mayoría de la gente que aparece por aquí está muy cabreada. Gritos, chillidos y comportamientos amenazadores no son inusuales. El primer lugar al que llegan esas personas es Recepción, y a la primera persona a la que gritan, chillan o amenazan es al pobre cabrón que está sentado tras el mostrador.

Así que aquí estoy, sentado y solo en el mostrador de Recepción, mirando fijamente a la estropeada puerta de entrada de cristal oscuro, esperando ansiosamente a los visitantes. Lo odio. Es como estar sentado en la sala de espera de un dentista. Constantemente estoy mirando el reloj que hay en la pared. Está colgado encima de una gran tablón de anuncios, cubierto con noticias y carteles del ayuntamiento que nadie lee y que no sirven para nada. Justo a la izquierda del tablón, también sin leer y sin utilidad, se encuentra una pequeña señal que advierte al público contra toda intimidación o ataque a los funcionarios municipales. Pero nada de eso hace que me sienta más seguro. También hay una alarma contra ataques personales bajo el escritorio, pero eso tampoco hace que me sienta más seguro.

Son las cuatro y treinta y ocho. Veintidós minutos y habré acabado mi jornada.

Estoy seguro que Tina disfruta enviándome aquí fuera. Siempre soy yo el que acaba sustituyendo a Jennifer. Estar en Recepción es una especie de tortura. No está permitido traer ningún tipo de papeles (por algo relacionado con la protección de datos confidenciales) y la falta de cualquier distracción provoca que el tiempo se arrastre con dolorosa lentitud. De todas formas, esta tarde únicamente he tenido que lidiar con dos llamadas telefónicas, que sólo eran llamadas personales para miembros de la oficina.

Las cuatro y treinta y nueve.

Venga reloj, acelera.

Las cuatro y cincuenta y cuatro.

Ya casi está. Ahora no dejo de mirar el reloj, deseando que las manecillas se muevan con rapidez para que pueda irme. Ya estoy imaginando la huida de la oficina. Sólo tengo que apagar el ordenador y recoger el abrigo del guardarropa para salir corriendo hacia la estación. Si puedo irme con la suficiente rapidez es posible que coja el primer tren y que pueda llegar a casa hacia las...

Maldición. Suena de nuevo el maldito teléfono. Odio cómo suena. Te araña los oídos como si fuera un despertador desafinado. Te atraviesa. Descuelgo y me encojo ante lo que me puede estar esperando al otro lado de la línea.

—Buenas tardes, TMA, habla Danny McCoyne —murmuro con rapidez. He aprendido a contestar al teléfono en voz baja y rápida, lo que dificulta que la persona que llama pueda entender tu nombre.

—Por favor, ¿puedo hablar con el señor Fitzpatrick, de Nóminas? —pregunta una voz femenina con un acento muy fuerte.

Gracias a Dios, no se trata de un ciudadano gritando a causa de una queja, sólo un número equivocado. Me relajo. Casi todos los días nos llegan algunas llamadas para Nóminas. Sus extensiones son parecidas a las nuestras. Estaría bien que alguien hiciera algo. En cualquier caso, es un alivio. Lo último que quiero es un problema a las cuatro cincuenta y cinco.

—Ha llamado al departamento equivocado —le explico—. Ha marcado el 2300 en lugar del 3200. Voy a intentar a pasar la llamada. Si se corta, marque 1000 y se pondrá en contacto con la centralita...

De repente me distraigo y mi voz se quiebra cuando la puerta de entrada se abre de par en par. Instintivamente me echo hacia atrás en la silla, intentando poner la mayor distancia posible con quien sea que va a irrumpir en el edificio. Finalizo la llamada telefónica y me permito relajarme un poco cuando veo entrar por la puerta las ruedas delanteras de un cochecito de niño. El cochecito se queda atrancado en la puerta y me levanto para ayudar. Una mujer bajita y calada hasta los huesos, vestida con un anorak amarillo y morado entra en Recepción. La acompañan el bebé del cochecito (que es imposible ver porque está cubierto por un grueso plástico impermeable) y dos niños más. La empapada familia se queda en el centro de Recepción y deja caer chorros de agua sobre el sucio suelo que imita el mármol. La mujer parece nerviosa y está preocupada por los niños. Habla con brusquedad con el más alto y le dice que «Mamá tiene que solucionar un problema con este señor y después iremos a casa a comer algo».

La mujer se quita el sombrero y veo que está a finales de la treintena o principios de la cuarentena. No es nada agraciada y sus grandes y redondas gafas, cubiertas de gotas de lluvia, se están empañando. Tiene la cara roja y gotas de lluvia le caen desde la punta de la nariz. No me mira a los ojos. Deja caer ruidosamente el bolso encima del mostrador y empieza a buscar algo en él. Para un momento para retirar la cubierta impermeable (que también ha empezado a empañarse a causa de la condensación) y le echa un vistazo a su bebé, que parece que está durmiendo. Devuelve su atención al contenido del bolso y yo vuelvo al otro lado del mostrador.

—¿Le puedo ayudar en algo? —pregunto con cautela, cuando decido que ha llegado el momento.

Me mira por encima de las gafas. Esta mujer tiene carácter, lo noto. Hace que me sienta incómodo. Sé que me espera un mal rato.

—Espere un momento —dice con brusquedad, hablándome como si fuera uno de sus niños. Saca del bolso un paquete de pañuelos, coge uno y se lo da al niño que se está limpiando la nariz con la manga—. Suénate, —le ordena con dureza, plantándole el pañuelo en medio de la cara. El pequeño no protesta.

Miro el reloj. Las cuatro cincuenta y siete. No parece que esta tarde vaya a coger el primer tren para casa.

—He aparcado el coche en Leftbank Place durante cinco minutos mientras mi hijo mayor iba al lavabo —empieza a decir mientras vuelve a colocarlo todo en el bolso. Ni un segundo para sutilezas, directa a la queja—. En esos cinco minutos le han puesto el cepo al coche. Sé que no debería haber aparcado allí, pero sólo han sido cinco minutos y estaba allí porque era totalmente necesario. Quiero hablar con alguien que tenga autoridad para solucionarlo y quiero hacerlo ahora mismo. Quiero que quiten el cepo de mi coche para llevar mis hijos a casa.

Me aclaro la garganta y me dispongo a contestar. De repente mi boca se queda seca y mi lengua parece más grande de lo normal. Tenía que ser en Leftbank Place, no podía ser en otro sitio. Se trata de un área de terreno desaprovechado a sólo diez minutos andando desde la oficina. A veces parece que a todos los coches que les han puesto el cepo en la ciudad se lo han puesto en Leftbank Place. El equipo de vigilancia que cubre esa área es famoso. Alguien me dijo que les pagaban según su efectividad: a más coches con cepo a la semana, más paga. No sé si es verdad o no, pero ahora no me va a ser de gran ayuda. Sé que no tengo más alternativa que dar a esta mujer las respuestas que dicta el procedimiento. También sé que no le van a gustar.

—Señora —empiezo a responder, tenso porque preveo su reacción—, en Leftbank Place el aparcamiento está estrictamente prohibido. El ayuntamiento...

No me da la oportunidad de continuar.

—Yo le diré lo que opino del ayuntamiento —grita de repente con una voz muy desagradable—. Este maldito ayuntamiento debería perder menos tiempo poniendo cepos a la gente y dedicando mucho más a asegurarse de que los lavabos públicos estén en perfectas condiciones. La única razón para parar en la maldita Leftbank Place ha sido que los servicios públicos en Millennium Square estaban destrozados. Mi hijo tiene problemas de vejiga. No tenía elección. Él no podía aguantar más.

—Debe haber otros servicios... —comienzo a decir, arrepintiéndome al instante de haber abierto la boca. Señor, cómo odio este trabajo. Desearía volver a ocuparme de la recogida de basuras, las plagas de ratas o incluso de las farolas rotas. Mi mayor problema es que parece como si esta mujer hubiera pasado un mal rato y que yo habría hecho exactamente lo mismo que ella si hubiera sido mi hijo. Parece que tiene razón y nada me gustaría más que retirar el cepo, pero no tengo autoridad para hacerlo. Mis opciones son poco atractivas: seguir el procedimiento y que esta señora me vuelva a gritar, o que me grite Tina Murray si no sigo el manual. Con un poco de suerte me van a gritar las dos. Antes de que pueda reaccionar ante mi estúpido comentario, intento arreglarlo—: Comprendo lo que me dice, señora, pero...

—¿De verdad? —grita, esta vez lo suficientemente alto para despertar al bebé del cochecito, que empieza a gemir y a gimotear—. ¿De verdad lo entiende? Yo creo que no, porque si lo comprendiese ya estaría llamando a alguien para que retirase ese maldito cepo de mi coche, para que pueda llevar a mis hijos a casa. Tienen frío, tienen hambre y...

BOOK: Odio
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