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Authors: Francesc Miralles

Tags: #Romántico

Ojalá estuvieras aquí

BOOK: Ojalá estuvieras aquí
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El día que cumple treinta años, Daniel -un prestigioso arquitecto barcelonés- es abandonado repentinamente por su prometida. En pleno naufragio personal, escucha el disco que le ha regalado la única amiga que conserva de la universidad. Es de una cantante llamada Eva Winter y, para su sorpresa, las canciones parecen hablar de su propia biografía. Intrigado, Daniel toma una decisión insólita: sin avisar a nadie, se traslada a París en busca de la misteriosa cantante. Les esperan muchas sorpresas… y, tal vez, el amor de su vida.

Francesc Miralles

Ojalá estuvieras aquí

ePUB v1.0

Siwan
14.08.12

Francesc Miralles

Editor original: Siwan (v1.0)

ePub base v2.0

A la memoria de Julia,

princesa suburbana.

Ojalá, ojalá estuvieras aquí.

Sólo somos dos almas perdidas

nadando en una pecera, un año tras otro.

Haciendo la misma vieja ruta.

¿Qué hemos encontrado?

Nuestros miedos de siempre.

Ojalá estuvieras aquí.

PlNK FLOYD, Wish You Were Here

Contigo en el iglú

París quedaba ya lejos. Aunque apenas hacía unos minutos que había despegado de Charles de Gaulle, las nubes que envolvían el Airbus 319 me hacían sentir en una especie de limbo: un lugar etéreo donde sólo tienen cabida los recuerdos y los sueños.

Después de todo lo sucedido durante aquellas últimas semanas, me resultaba un tanto extraño regresar a casa. Temía encontrarme como Charlton Heston al final de
El planeta de los simios,
cuando descubre la Estatua de la Libertad semienterrada en la arena. El último vestigio de un pasado al que ya no podrá regresar.

Porque ¿es posible volver a ser quien eras cuando todo se ha derrumbado a tu alrededor?

Al cerrar los ojos me pareció que las nubes penetraban en mi interior, diluyendo los últimos destellos de conciencia. Antes de dejarme vencer por el sueño vislumbré una escena largamente olvidada: mi primer escarceo en el difícil oficio de amar. Me resistí al sopor, dispuesto a ser espectador de mi propia
love story.
Dicen que el pasado explica el presente y determina el futuro. Empecé a visionar la película de mis catástrofes sentimentales en busca de pistas para entender lo que acababa de vivir.

Yo tenía entonces quince años y no me había enamorado nunca. Ni siquiera imaginaba que algo así pudiera sucederme. Vivía al margen de mis compañeros, que me repudiaban por vestir pulcramente y llevar los deberes al día. Cuando pasaba junto a un grupo de chicos que compartían tabaco y confidencias sexuales, la mayoría inventadas, las voces callaban hasta que yo pasaba de largo, o bien recibía una lluvia de insultos.

Las chicas eran para mí un mundo lejano y peligroso. Me repelían sus labios pintados, su desagradable costumbre de mascar chicle y los perfumes de imitación que se entremezclaban en el aula de manera ofensiva. Tampoco entendía la metamorfosis que habían experimentado aquellos cuerpos: de un año para otro, parecían haberse dotado de poderosas curvas con las que desafiaban a todo el sector masculino.

Tenía curiosidad, eso sí. Me intrigaba saber si aquellas redondeces eran reales o sólo eran producto de unas espumillas hábilmente colocadas para atizar la imaginación.

En una de las pocas fiestas a las que fui invitado por aquella época, una tal Ruth —la vampiresa de la clase— me pidió al oído que saliera al jardín discretamente, pues ella se escabulliría del grupo para reunirse conmigo.

Hice lo que me pedía. Era una noche excepcionalmente fría para el clima templado de Barcelona, y mi chaqueta colgaba en el recibidor de la planta baja. No podía ir a buscarla sin llamar la atención de los demás, que bailaban, bebían y fumaban como si aquélla fuera la última noche del mundo. Por lo tanto, aguardé helado a que ella acudiera. No tenía ni idea de qué haría entonces —ni siquiera sabía cómo se ponía la lengua en un beso—, sólo era consciente de que iba a suceder algo importante.

Lo que sucedió fue que la voluptuosa Ruth nunca llegó. Tras un cuarto de hora temblando en el jardín, protegido sólo por un fino jersey de lana, regresé al salón sin entender nada.

Allí me esperaban, en impaciente silencio, la totalidad de los invitados a la fiesta, capitaneados por la que me había dado cita en el jardín. Me recibieron con una carcajada humillante que no olvidaría nunca.

Tras aquella noche no quise saber más de las chicas. Las rehuía deliberadamente y me sentía fuerte por ello. Hasta que, un año después, apareció una para la que no estaba vacunado.

Me encontraba en la biblioteca de la escuela, preparando los exámenes del primer trimestre, cuando el golpe de una gruesa carpeta sobre la madera me sobresaltó. Aunque la larga mesa estaba vacía, así como la mayor parte del recinto, una de las nuevas de aquel curso había decidido sentarse a mi lado.

La miré de reojo mientras pretendía repasar unos apuntes de lengua española. Por aquel entonces no sabía que un hombre nunca escoge, sino que es escogido, y Sonia —ése era su nombre— me había elegido para pasar una dura prueba.

Hasta entonces no había reparado en ella. Era más bien gruesa, con ojos pequeños y brillantes, y un peinado corto e irregular que le daba un toque extravagante.

—Qué asco de lista —exclamó al verme subrayar con el lápiz una columna de adjetivos.

Intimidado, clavé la mirada en el papel sin saber qué decir. Pero Sonia volvió a la carga:

—Hay palabras que deberían ser nominadas, ¿no crees?

—¿Nominadas? ¿Qué quieres decir con eso?

—Expulsadas del diccionario, como los pardillos que van a concursos de la tele.

Aquello me gustó. Más que el comentario en sí, me fascinaba la seguridad con la que se expresaba.

—¿Y qué palabras expulsarías? —me atreví a preguntar.

—Se ha hecho una encuesta entre alumnos de bachillerato y las candidatas a irse son engendros como «adalid», «crisol» o «inconmensurable». También palabras apolilladas como «alféizar» o «argénteo».

—Apunta «retRuecano» en la lista —añadí, divertido, mientras tachaba la palabra de mis propios apuntes—, así como «fagocitar» y «enjuiciamiento».

—Sí, a la mierda con ellas —repuso Sonia llevándose un cigarrillo a la boca—. ¿Me acompañas afuera a fumar?

Así empezó el primer romance verdaderamente catastrófico de mi vida. Fascinado con la idea de que una chica con personalidad, aunque no entrara en el canon estético general, se hubiera fijado en un pobre diablo como yo, mi imaginación no tardó en ponerla en un pedestal. Justo entonces ella se cansó de mí.

De repente me evitaba y yo no entendía por qué. Cuanto mayor era mi gentileza hacia Sonia, más parecía rechazarme. Y con ello mi amor se hinchaba como un globo, elevándose hacia cotas de dolor nunca antes imaginadas.

Totalmente desolado, llegué a despertar la compasión de los bravucones que hasta entonces me habían hecho escarnio.

—Pasa de ese saco de patatas —me aconsejaba uno de ellos—. ¿No ves que está jugando contigo? Tírale los tejos a una que esté cañón.

—Sería incapaz de hacerlo —repuse, enfermizamente enamorado—. Además, ¿cómo quieres que me haga caso una chica cañón si el saco de patatas me desprecia?

—Ahí es donde te equivocas. Como las feas están llamadas a tener pocos rollos, son quisquillosas y conservadoras a la hora de escoger. En cambio, las chicas cañón disfrutan de su éxito y no les importa pegarse el lote con un tontainas como tú. Van todo el día de safari a ver lo que pillan.

A mí todo aquello me superaba, pero lo cierto es que permanecí fielmente enamorado de Sonia durante el curso entero. Me trataba con demoledora indiferencia mientras se dejaba seducir por los más brutos de la clase. Y yo seguía sin entender nada.

La tercera chica fue mi primera amiga, aunque tardaría una década en darme cuenta. Yo había cumplido los diecisiete y me había labrado cierta reputación como asistente de vagos y de mentes obtusas. Mientras se acercaban las fechas para los exámenes de ingreso a la universidad, pasaba las horas libres aclarando conceptos de física o matemáticas a los mismos que se habían burlado de mí dos años antes.

«Daniel es un tipo genial», decían, pero mi persona no parecía despertar la misma admiración y solidaridad entre las chicas, que me seguían tratando como a un bulto.

Y entonces llegó Helena. Era la hermana de uno de mis «protegidos», un caso perdido que luchaba por aprobar el bachillerato porque su padre le había prometido una motocicleta de nueve mil euros si lo lograba.

La conocí un día que había acudido a su casa para pasarle mis apuntes, que su hermano fotocopiaba cansinamente en el escáner de su habitación.

Al ser presentado, ella me dio dos besos muy fuertes, tan cerca de la comisura de los labios que casi vi cumplido mi anhelo de besar a una chica antes de alcanzar los dieciocho. Luego sonrió.

Enseguida intuí que se avecinaban problemas.

Helena poseía una belleza sencilla que me desarmaba. No se pintaba, como el resto de las chicas, y su pelo conservaba el color castaño natural. Media melena que encuadraba una expresión entre adormecida y risueña. Como su hermano, no se aplicaba en los estudios.

Aunque tenía dos años más que yo, pronto extendí las clases gratuitas a ella, que estudiaba primero de Psicología y no podía con la asignatura de Estadística. Para impresionarla, me empollaba aquel temario absurdo un día tras otro. Todo por poder estar a su lado.

Obtuso también para esto, su hermano no parecía percatarse de nada.

Al terminar las clases particulares con ella no recibía más besos —éstos llegaban al entrar, pero ya más lejos de mis labios—, sino que me agradecía el esfuerzo acercándose la palma de la mano al pecho. Luego decía algo como:

—Te lo agradezco de todo corazón.

La amaba y trataba de demostrárselo de todas las formas posibles. Le regalaba novelas, le llevaba tés aromatizados, le grababa discos y películas de culto.

—Eres un cielo —decía.

Y mientras tanto iba pasando de un ligue a otro, pero yo estaba siempre fuera de la lista.

Una tarde de invierno que ella estaba en mi habitación, ya no pude contenerme. Se había producido un corte en el suministro de gas y Helena hizo el gesto de abrazarse de frío. Le di uno de mis jerséis y, al vérselo puesto, me sentí ridículamente orgulloso. Preso de una extraña y agradable intimidad, era como si en aquella prenda que cubría su cuerpo estuviera un poco yo.

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