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Authors: Marc Levy

Ojalá fuera cierto (6 page)

BOOK: Ojalá fuera cierto
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—Es mala perdedora.

—Quería prepararle un té, pero… Debería acostarse, le quedan pocas horas de sueño.

Él le preguntó sobre las circunstancias del accidente. Ella le habló de los caprichos del «viejo inglés», el Triumph al que le tenía tanto apego, del fin de semana en Carmel a principios del verano anterior que había acabado en Union Square. No sabía qué había ocurrido.

—¿Y su novio?

—¿Mi novio?

—¿Iba a verlo?

—Cambie la pregunta—dijo Lauren sonriendo—. Lo que debe preguntar es: «¿Tiene novio?»

—¿Tenía novio? —repitió Arthur.

—Gracias por el imperfecto. Antes o después tenía que pasar.

—No me ha contestado.

—¿De verdad le importa?

—No, lo cierto es que no sé por qué me meto en eso.

Arthur giró sobre sus talones y se dirigió al dormitorio. Invitó de nuevo a Lauren a descansar en la cama; él se instalaría en el salón. Ella le agradeció de nuevo su galantería, pero dijo que estaría perfectamente en el sofá. Él fue a acostarse. Estaba demasiado cansado para pensar en todo lo que implicaba esa noche; ya hablarían al día siguiente. Antes de cerrar la puerta le deseó buenas noches. Entonces ella le pidió un último favor.

—¿Le importaría darme un beso en la mejilla?

Arthur inclinó la cabeza, desconcertado.

—Parece un niño de diez años con esa cara que pone. Sólo le he pedido que me dé un beso en la mejilla. Hace seis meses que nadie me ha tomado entre sus brazos.

Él volvió sobre sus pasos, se acercó a Lauren, la asió por los hombros y la besó en las mejillas. Ella apoyó la cabeza en su pecho. Arthur se sintió confuso y patoso. Pasó torpemente los brazos alrededor de sus finas caderas y Lauren deslizó la mejilla por su hombro.

—Gracias, Arthur, gracias por todo. Váyase a dormir, debe de estar agotado. Le despertaré dentro de un rato.

Él se fue al dormitorio, se quitó el jersey y la camisa, dejó los vaqueros en una silla y se metió bajo el edredón. El sueño lo invadió a los pocos minutos. Cuando estuvo profundamente dormido, Lauren, que se había quedado en el salón, cerró los ojos, se concentró y aterrizó en equilibrio precario sobre un brazo del sillón, enfrente de la cama. Miró cómo dormía. El rostro de Arthur estaba sereno, con una sonrisa en el nacimiento de los labios. Pasó largos minutos observándolo, hasta que también a ella la invadió el sueño. Era la primera vez que dormía desde el accidente.

Cuando despertó, hacia las diez, él seguía durmiendo profundamente.

—¡Caramba! —exclamó. Se sentó junto a la cama y lo zarandeó—. Despierte, es muy tarde.

Él dio media vuelta:

—Carol-Ann, no tan fuerte… —masculló.

—¡Qué amable, pero qué amable! Vamos, despierte, no soy Carol-Ann y son las diez y cinco.

Arthur fue despegando los párpados poco a poco; luego los abrió de golpe y se sentó en la cama.

—¿Es decepcionante la comparación? —preguntó Lauren.

—Está usted aquí. Entonces, ¿no ha sido un sueño?

—Podría haberse ahorrado esa pregunta, la cosa está clara. Debería darse prisa, son las diez pasadas.

—¿Cómo? —gritó él—. ¿No iba a despertarme?

—No estoy sorda, no sé Carol-Ann… Lo siento, me he dormido. No me había pasado desde que estoy en el hospital y esperaba celebrarlo con usted, pero ya veo que no está de humor. Vaya a arreglarse.

—Oiga, no hace falta que utilice ese tono burlón. Me ha hecho polvo la noche y ahora quiere machacarme la mañana. ¡Por favor!

—Compruebo que es usted muy amable por las mañanas —dijo Lauren en tono irónico—, pero lo cierto es que me gusta más cuando duerme.

—¿Está haciéndome una escena?

—No remolonee y vaya a vestirse; todavía tendré yo la culpa de que llegue tarde…

—Pues claro que tiene usted la culpa, y si no le importa, tenga la amabilidad de salir, porque voy desnudo.

—¿Ahora se ha vuelto púdico?

Él le rogó que le ahorrara una escena matrimonial nada más levantarse y tuvo la desafortunada ocurrencia de terminar la frase con un «porque si no…».

—¡«Si no» son dos palabras que casi siempre están de más! —le espetó ella, antes de desearle en un tono ácido que tuviera un buen día y desaparecer súbitamente.

Arthur miró a su alrededor, dudó unos instantes y luego dijo:

—¿Lauren?… Ya vale, sé que está aquí.

No obtuvo respuesta y se sintió decepcionado. Se duchó a toda velocidad. Al salir, repitió el ejercicio del armario y, ante la falta de reacción, se puso un traje. Tuvo que hacerse tres veces el nudo de la corbata.

—¡Qué torpe estoy esta mañana! —masculló.

Una vez vestido, fue a la cocina y revolvió los objetos que había sobre el mostrador en busca de las llaves, pero las llevaba en un bolsillo. Salió de casa precipitadamente, se detuvo en seco, dio media vuelta y abrió la puerta de nuevo.

—Lauren, ¿todavía no ha vuelto?

Tras unos segundos de silencio, cerró con llave. Bajó directamente al aparcamiento por la escalera interior, buscó el coche, recordó que lo había dejado fuera, volvió a recorrer el pasillo corriendo y finalmente llegó a la calle. Al levantar la vista, vio a su vecino que lo miraba con perplejidad. Le dirigió una sonrisa forzada, introdujo torpemente la llave en la cerradura de la portezuela, se sentó al volante, puso el coche en marcha y salió disparado.

Cuando llegó al estudio, su socio, que estaba en el vestíbulo, meneó varias veces la cabeza al verlo e hizo una mueca.

—Creo que deberías tomarte unos días de vacaciones —dijo.

—Ocúpate de lo tuyo y no me jodas la mañana, Paul.

—¡Vaya, qué amable!

—¡No irás a empezar tú también!

—¿Has visto a Carol-Ann?

—No, no he visto a Carol-Ann. He acabado con Carol-Ann, lo sabes perfectamente.

—Para que estés así, sólo hay dos explicaciones: o Carol-Ann, o una nueva.

—No, no hay ninguna nueva. Y aparta, que voy con retraso.

—No sin que sueltes prenda, sólo son las once menos cuarto. ¿Cómo se llama?

—¿Quién?

—¿Te has visto la cara?

—¿Qué le pasa a mi cara?

—Has debido de pasar la noche con un carro de combate. ¡Vamos, cuéntamelo todo!

—Pero si no tengo nada que contar…

—¿Y tu llamada de anoche con todas esas tonterías…? ¿Con quién estabas?

Arthur miró desafiante a su socio.

—Oye, anoche comí una porquería, apenas he dormido y he tenido una pesadilla. Por favor, no estoy de humor, así que déjame pasar, se me hace tarde de verdad.

Paul se apartó, pero cuando Arthur pasó por su lado le puso una mano sobre el hombro.

—Soy tu amigo, ¿verdad? —Arthur se dio la vuelta y él añadió—: Si tuvieras problemas, ¿me los contarías?

—Pero ¿se puede saber qué te ha dado? He dormido mal esta noche, eso es todo, no hagas una montaña de un grano de arena.

—Vale, vale… La reunión es a la una y hemos quedado arriba de todo del Hyatt Embarcadero. Si quieres, vamos juntos; después volveré al estudio.

—No, iré en mi coche. Después tengo una cita.

—Como quieras.

Arthur entró en su despacho, dejó la cartera y se sentó. Después llamó a su secretaria, le pidió un café, hizo girar el sillón hasta quedar frente a la ventana, se inclinó hacia atrás y se puso a pensar.

Unos instantes más tarde, Maureen entró en el despacho, con un portafirmas en una mano y un plato con un donut y una taza en el otro. Dejó el brebaje caliente en una esquina de la mesa.

—Le he puesto leche porque he pensado que es el primero de la mañana.

—Gracias. Maureen, ¿qué le pasa a mi cara?

—Parece decir: «Todavía no me he tomado el primer café de la mañana.»

—¡Es que todavía no me he tomado el primer café de la mañana!

—Tiene algunos mensajes. Desayune tranquilamente, no hay nada urgente. Aquí le dejo algunas cartas para firmar. ¿Se encuentra bien?

—Sí, me encuentro bien. Sólo estoy cansado.

En ese preciso instante, Lauren apareció en la estancia esquivando por los pelos la mesa y desapareciendo inmediatamente del campo de visión de Arthur al caer sobre la alfombra. Éste se levantó de un salto.

—¿Se ha hecho daño?

—No, no, estoy bien —contestó Lauren.

—¿Por qué iba a hacerme daño? —preguntó Maureen.—No, usted no —repuso Arthur.

Maureen recorrió la estancia con la mirada.

—No somos muchos aquí.

—Pensaba en voz alta.

—¿Pensaba en voz alta que yo me había hecho daño?

—No, estaba pensando en otra persona y me he expresado en voz alta, ¿a usted no le pasa nunca?

Lauren se había sentado con las piernas cruzadas en una esquina de la mesa y decidió increpar a Arthur.

—¡No hace falta que me compare con una pesadilla! —le espetó.

—Pero si yo no la he llamado pesadilla…

—Sólo faltaría eso —intervino Maureen—. No encontrará pesadillas que le preparen café, puede estar seguro.

—¡Maureen, no estoy hablando con usted!

—¿Hay un fantasma en la habitación o padezco de ceguera parcial y estoy perdiéndome algo?

—Perdone, Maureen, esto es ridículo, yo soy ridículo… Estoy agotado y hablo en voz alta; tengo la cabeza en otra parte.

Maureen le preguntó si había oído hablar de la depresión provocada por el estrés.

—¿Sabe que hay que reaccionar en cuanto aparecen los primeros síntomas? De lo contrario, uno puede tardar meses en recuperarse.

—Maureen, yo no tengo ninguna depresión causada por el estrés. He pasado una mala noche, eso es todo.

—¿Lo ve? —intervino Lauren—. Mala noche, pesadilla…

—Basta, por favor, esto no puede ser, concédame un minuto.

—¡Pero si yo no he dicho nada! —replicó Maureen.

—Maureen, déjeme solo, tengo que concentrarme. Haré un poco de relajación y ya está.

—¿Va a hacer relajación? Me preocupa, Arthur, me preocupa mucho.

—No tiene por qué preocuparse, estoy bien.

Le rogó que lo dejara solo y que no le pasara ninguna llamada; necesitaba tranquilidad. Maureen salió del despacho a regañadientes y cerró la puerta. En el pasillo se cruzó con Paul y le dijo que le gustaría hablar con él un momento en privado.

Una vez solo en su despacho, Arthur clavó la mirada en Lauren.

—No puede aparecer así, de improviso. Va a ponerme en situaciones muy comprometidas.

—Quería disculparme por lo de esta mañana. Me he puesto insoportable.

—La culpa ha sido mía. Estaba de un humor de perros.

—No nos pasemos la mañana pidiéndonos perdón. Tenía ganas de hablar con usted.

Paul entró sin llamar.

—¿Puedo decirte dos palabras?

—Es lo que estás haciendo.

—Acabo de hablar con Maureen. ¿Qué te pasa?

—¿Queréis dejarme en paz de una vez? Si uno llega un día tarde y cansado no es como para que le diagnostiquen una depresión.

—Yo no he dicho que tengas una depresión.

—No, pero Maureen me lo ha dado a entender. Al parecer, esta mañana tengo una cara de alucine.

—De alucine, no, de alucinado.

—Es que estoy alucinado, chico.

—¿Por qué? ¿Has conocido a alguien?

Arthur abrió los brazos e hizo un signo afirmativo con expresión picara.

—¿Lo ves como no puedes ocultarme nada? Estaba seguro. ¿La conozco?

—No, es imposible.

—Bueno, cuéntame. ¿Quién es? ¿Cuándo la has conocido?

—Va a ser complicado… porque es un espectro. En mi apartamento hay una aparición, lo descubrí anoche por casualidad. Se trata de una mujer fantasma que vive en el armario de mi casa. He pasado la noche con ella, pero todo ha sido muy casto, no vayas a creer…, como fantasma es muy guapa, pero… —imitó a un monstruo—. No, en serio, es realmente una aparición bellísima… Aunque, bien pensado, no es una aparición, porque no ha llegado a irse, lo que explicaría lo del atractivo… En fin, ¿lo ves más claro ahora?

Paul dirigió a su amigo una mirada compasiva.

—Está bien, te llevaré a un médico.

—Nada de médicos, Paul, estoy perfectamente. —Y dirigiéndose a Lauren, añadió—: No va a ser fácil.

—¿Qué es lo que no va a ser fácil? —preguntó Paul.

—No hablaba contigo.

—Ya, le hablabas al fantasma. ¿Está aquí, en esta habitación?

Arthur le recordó que se trataba de una mujer y le informó que estaba sentada justo a su lado, en una esquina de la mesa. Paul lo miró, pensativo, y pasó muy lentamente la palma de la mano por la mesa de su socio.

—Oye, ya sé que me he pasado muchas veces con mis bromas, pero ahora eres tú el que me asustas a mí, Arthur. Tú no te ves, pero tienes cara de estar ido.

—Estoy cansado, he dormido poco y seguramente tengo mala cara, pero por dentro estoy en plena forma. Te aseguro que no me pasa nada.

—¿No te pasa nada por dentro? Pues por fuera estás hecho polvo. ¿Qué tal los lados?

—Paul, déjame trabajar. Eres mi amigo, no mi psiquiatra. Además, no tengo psiquiatra; no lo necesito.

Paul le pidió que no fuera a la reunión que tenían un rato más tarde para firmar un contrato. Conseguiría que lo perdieran.

—Creo que no te das cuenta de tu estado. Das miedo.

Arthur se levantó mosqueado, agarró la cartera y se dirigió hacia la puerta.

—De acuerdo, doy miedo, tengo cara de alucinado, así que me voy a mi casa. Aparta, déjame salir. ¡Vámonos, Lauren!

—Eres un genio, Arthur, tu representación es increíble.

—No estoy haciendo ninguna representación, Paul. Lo que pasa es que tú tienes una mente demasiado…, ¿cómo lo diría?…, una mente demasiado convencional para imaginar lo que estoy viviendo. No te culpo, desde luego; la verdad es que yo he evolucionado mucho en ese sentido desde anoche.

—Pero ¿te das cuenta de qué historia me has contado? ¡Es sensacional!

—Sí, tú lo has dicho. Oye, no te preocupes por nada. Me parece perfecto que vayas a la firma solo. Realmente he dormido poco, así que me voy a descansar. Te lo agradezco. Vendré mañana y todo irá mucho mejor.

Paul lo invitó a tomarse unos días libres, por lo menos hasta el fin de semana; una mudanza siempre resulta agotadora. Le ofreció sus servicios durante el fin de semana por si necesitaba algo, fuera lo que fuera. Arthur le dio las gracias con ironía, salió del estudio y bajó la escalera. Al salir del edificio, buscó a Lauren en la acera.

—¿Está aquí?

Lauren apareció sentada sobre el capó de su coche.

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