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Authors: Marc Levy

Ojalá fuera cierto (7 page)

BOOK: Ojalá fuera cierto
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—Le estoy creando un montón de problemas, lo siento muchísimo.

—No, no lo sienta. Después de todo, no hago esto desde hace la tira de tiempo.

—¿El qué?

—Novillos. ¡Todo un día laborable sin dar golpe!

Desde la ventana, Paul, con el entrecejo fruncido, miraba a su socio hablar solo por la calle, abrir sin ninguna razón la portezuela del lado del acompañante y cerrarla de inmediato, dar la vuelta al coche y sentarse al volante. Aquello lo convenció de que su mejor amigo sufría una depresión causada por el estrés o que había tenido una conmoción cerebral.

Arthur, instalado en su asiento, apoyó las manos en el volante y suspiró. Luego miró fijamente a Lauren, sonriendo en silencio. Ella, sintiéndose violenta, le devolvió la sonrisa.

—Es irritante que lo tomen a uno por loco, ¿verdad? ¡Y gracias que a usted no lo han tratado de puta!

—¿Por qué? ¿Ha sido confusa mi explicación?

—No, en absoluto. ¿Adonde vamos?

—A tomar un buen desayuno. Y mientras, usted me lo contará todo con detalle.

Paul seguía vigilando desde la ventana del despacho a su amigo, metido en el coche que tenía aparcado delante de la puerta del edificio. Cuando lo vio hablar solo, dirigiéndose a un personaje invisible e imaginario, decidió llamarlo al teléfono móvil.

En cuanto Arthur contestó, le pidió que no se marchara, que bajaba de inmediato, que tenía que hablar con él.

—¿De qué? —preguntó Arthur.

—¡Para eso voy a bajar!

Paul se precipitó escaleras abajo, cruzó el patio y, al llegar ante el automóvil, abrió la puerta del conductor y se sentó prácticamente sobre las rodillas de su mejor amigo.

—¡Córrete!

—¡Pero sube por el otro lado, zoquete!

—¿Te importa que conduzca yo?

—No entiendo nada. ¿Vamos a hablar, o a ir a algún sitio?

—Las dos cosas. Venga, cambia de asiento.

Paul empujó a Arthur, se puso al volante e hizo girar la llave de contacto. El coche se alejó de la zona de aparcamiento. Al llegar al primer cruce, frenó bruscamente.

—Una cuestión previa: ¿tu fantasma va en el coche con nosotros en este momento?

—Sí. En vista de tu caballerosa forma de entrar, se ha sentado en el asiento posterior.

Paul abrió entonces la puerta de su lado, bajó del coche e inclinó el respaldo del asiento.

—Sé bueno —le dijo a Arthur—, pídele a Casper que se baje y nos deje solos. Necesito mantener una conversación contigo en privado. ¡Ya os veréis en tu casa!

Lauren apareció en la ventanilla del lado del acompañante.

—Ven a buscarme a North—Point —dijo—, voy a pasear por allí. Oye, si es muy complicado, no hace falta que le digas la verdad. No quiero ponerte en una situación comprometida.

—Es mi socio y mi amigo, no puedo mentirle.

—¡Adelante, habla de mí con la guantera! —repuso Paul—. Anoche, sin ir más lejos, yo abrí la nevera y, al ver que había luz, entré y me pasé media hora hablando de ti con la mantequilla y una lechuga.

—¡No estoy hablando de ti con la guantera sino con ella!

—¡Muy bien, pues pídele a lady Casper que vaya a plancharse la sábana para que nosotros podamos hablar un poco!

Lauren desapareció.

—¿Se ha ido ya el fantasma? —preguntó Paul, un poco nervioso.

—¡No es «el», es «la»! Sí, se ha marchado. ¡Qué grosero eres! ¿A qué juegas?

—¿Que a qué juego? —respondió Paul, haciendo una mueca. Volvió a arrancar—. A nada. Quería que estuviéramos solos, simplemente; tengo que hablarte de cosas personales.

—¿De qué cosas?

—De los efectos secundarios que a veces aparecen varios meses después de haberse separado.

Paul soltó un rollo interminable: Carol-Ann no estaba hecha para él; en su opinión, esa mujer le había hecho sufrir mucho para nada y, además, no valía la pena; no era más que una desgraciada; apeló a su honradez para que reconociese que Carol-Ann no merecía que él viviera en el estado en que había vivido desde su separación; desde Karine, nunca había estado tan hundido. En el caso de Karine, lo entendía, pero en el de Carol-Ann, francamente…

Arthur le señaló que en la época de la famosa Karine tenían diecinueve años, y además él nunca había flirteado con ella. ¡Llevaba veinte años hablándole de aquella chica, simplemente porque la había visto primero! Paul negó haberla mencionado siquiera.

—¡Como mínimo, dos o tres veces al año! —replicó Arthur—. Yo la tengo metida en el baúl de los recuerdos. ¡Ni siquiera consigo acordarme de su cara!

Paul comenzó a gesticular, súbitamente exasperado.

—Pero ¿por qué no has querido decirme nunca la verdad? Confiésalo, cabezota, reconoce que saliste con ella. ¡Puesto que hace veinte años, como bien dices, ya ha prescrito!

—¡Me estás hartando, Paul! Supongo que no habrás bajado corriendo del despacho ni estaremos cruzando la ciudad porque de repente te han entrado ganas de hablarme de Karine Lowenski… Y por cierto, ¿adónde vamos?

—¡No te acuerdas de su cara, pero no has olvidado su apellido!

—¿Era ésa la cosa tan importante de la que querías hablarme?

—No, quiero hablarte de Carol-Ann.

—¿Por qué quieres hablarme de ella? Es la tercera vez que la sacas a relucir desde esta mañana. No he vuelto a verla y no nos hemos telefoneado. Si estás preocupado por eso, no merece la pena que vayamos con mi coche hasta Los Ángeles, porque, no es por nada, pero acabamos de atravesar el puerto y estamos ya en South-Market. ¿Qué pasa? ¿Te ha invitado a cenar?

—¿Cómo se te puede ocurrir que quiera cenar con Carol-Ann? En la época en la que estabais juntos ya me costaba hacerlo, y eso que tú estabas a la mesa…

—Entonces, ¿de qué se trata? ¿Por qué me haces atravesar media ciudad?

—Por nada, para que hablemos.

—¿De qué?

—¡De ti!

Paul giró a la izquierda y entró en el aparcamiento de un gran edificio de cuatro pisos con las paredes recubiertas de azulejos blancos.

—Paul, sé que esto va a parecerte una cosa de locos, pero de verdad que he conocido a un fantasma…

—Arthur, sé que esto va a parecerte una cosa de locos… pero voy a llevarte de verdad a que te hagan una revisión médica.

Arthur volvió bruscamente la cabeza y miró el frontispicio que adornaba la fachada delantera del inmueble.

—¿Me has traído a una clínica? ¿Va en serio? ¿Es que no me crees?

—¡Claro que te creo! Y te creeré todavía más cuando te hayan hecho un escáner.

—¿Quieres que me hagan un escáner?

—Escúchame bien, calamidad. Si yo llego un día al estudio con cara de haber estado un mes embutido en una escalera mecánica, monto en cólera cuando habitualmente nunca pierdo los estribos, me ves desde la ventana andando por la acera con un brazo levantado formando un ángulo de noventa grados, después abrirle la portezuela del coche a un pasajero que no existe, y no contento con el efecto provocado, sigo hablando y gesticulando dentro del coche como si me dirigiera a alguien pero sin que haya nadie, nadie de nadie, y la única explicación que te doy es que acabo de conocer a un fantasma, espero que en ese caso estés tan preocupado por mí como yo lo estoy por ti en estos momentos.

Arthur esbozó una sonrisa.

—Cuando la vi en el armario, creí que se trataba de una broma tuya.

—Acompáñame. Necesito tranquilizarme.

Arthur se dejó llevar del brazo hasta el vestíbulo de la clínica. La recepcionista los siguió con la mirada. Paul instaló a Arthur en una silla y le ordenó que no se moviera. Se comportaba con él como si se tratara de un niño travieso que fuera a desaparecer de su vista en cualquier momento. Luego se acercó al mostrador y abordó a la joven.

—¡Es una urgencia! —dijo elevando la voz y modulando exageradamente para que quedara bien claro.

—¿De qué tipo? —preguntó ella en los mismos términos aunque con cierta impertinencia en la voz, mientras que el tono que Paul había empleado revelaba claramente su impaciencia y su nerviosismo.

—¡Del tipo que está sentado allí, en aquel sillón!

—Le estoy preguntando de qué naturaleza es la urgencia.

—Traumatismo craneal.

—¿Cómo ha ocurrido?

—El amor es ciego y no para de darle bastonazos en la cabeza y, claro, al final eso acaba por destrozarlo.

A ella le pareció una réplica muy ingeniosa, aunque no estaba segura de haberla entendido del todo. Sin cita y sin prescripción, no podía hacer nada por él. Lo sentía mucho.

—Espere para sentirlo.

Lo sentiría cuando él hubiera acabado de hablar, anunció Paul, antes de preguntar con voz autoritaria si esa clínica era la del doctor Bresnik. La recepcionista asintió con la cabeza. Él le explicó en el mismo tono que en el seno de ese establecimiento era donde los sesenta colaboradores de su estudio de arquitectura se hacían un reconocimiento médico anual, traían sus hijos al mundo, y llevaban a sus retoños a que los vacunaran y les curaran resfriados, gripes, anginas y otras porquerías.

Sin hacer ninguna pausa, siguió explicándole que todos esos amables pacientes y, sin embargo, clientes de esa institución médica, dependían del energúmeno que tenía delante, así como del señor que estaba sentado con aire de desamparo en el sillón de enfrente.

—Así que, señorita, o el doctor Bresloquesea se ocupa de mi socio ahora mismo, o le aseguro que ni uno solo de ellos vuelve a pisar el felpudo de su suntuosa clínica ni siquiera para que le pongan un parche.

Una hora más tarde, Arthur, acompañado de Paul, empezaba a someterse a un chequeo completo. Después de un electrocardiograma realizado en estado de actividad (le hicieron pedalear en una bicicleta estática con montones de electrodos pegados al pecho), le sacaron sangre. Un médico le hizo después unos tests neurológicos (le pidieron que levantara una pierna —con los ojos abiertos y con los ojos cerrados—, le golpearon con un martillito en los codos, las rodillas y la barbilla, y hasta le arañaron la planta de los pies con una aguja). Por último, presionados por Paul, aceptaron hacerle un escáner. La sala donde se llevaba a cabo estaba dividida por un tabique de cristal. En un lado se encontraba la impresionante máquina cilíndrica, hueca en el centro para permitir la entrada total del paciente (por eso se la comparaba con un gigantesco sarcófago); en el otro lado había montones de tableros de mandos y monitores unidos por gruesos haces de cables negros. Arthur se tumbó sobre una estrecha plataforma cubierta con una sábana blanca y lo sujetaron con correas a la altura de la cabeza, y de las caderas; a continuación, el doctor pulsó un botón para introducirlo en el aparato. El espacio que había entre su piel y las paredes del tubo era tan sólo de unos pocos centímetros; no podía moverse. Le habían advertido que quizá sintiera una intensa sensación de claustrofobia.

Permanecería completamente solo mientras durara la prueba, pero podría comunicarse en todo momento con Paul y el médico, instalados al otro lado del tabique de cristal. La cavidad en la que se encontraba encerrado estaba provista de dos altavoces. Se podía hablar con él desde la sala de control. Apretando la pequeña pera de plástico que le habían puesto en una mano, activaría un micrófono y podría hacerse oír. Cerraron la puerta y la máquina comenzó a emitir una serie de sonidos.

—¿Es insoportable lo que está sintiendo? —preguntó Paul con aire divertido.

El doctor le explicó que era bastante desagradable. Muchos pacientes claustrofóbicos no soportaban la prueba y lo obligaban a interrumpirla.

—No es nada dolorosa, pero desde el punto de vista nervioso resulta difícil por el confinamiento del paciente y el ruido de la máquina.

—¿Y se puede hablar con él?

—Podía dirigirse a su amigo pulsando el botón amarillo que tenía al lado. El doctor precisó que era preferible hacerlo cuando el escáner no emitía sonidos, pues, de lo contrario, el movimiento de la mandíbula al responder podía hacer que los negativos quedaran borrosos.

—¿Y ahí ve usted el interior de su cerebro?

—Sí.

—¿Y qué se descubre?

—Todo tipo de anomalías. Un aneurisma, por ejemplo…

Sonó el teléfono y el doctor descolgó el aparato. Tras unos segundos de conversación, se disculpó ante Paul. Debía ausentarse un momento.

Le indicó que no tocara nada, que todo era automático, y le dijo que regresaría enseguida.

Cuando el médico hubo salido, Paul miró a su amigo a través del cristal, y una extraña sonrisa afloró a sus labios. Dirigió la mirada hacia el botón amarillo del micrófono. Vaciló un instante y luego lo pulsó.

—Arthur, soy yo. El médico ha tenido que salir, pero no te preocupes, yo estoy aquí para controlar que todo vaya bien. Es increíble la cantidad de botones que hay en este sitio. Parece que estés en la cabina de un avión. Y soy yo quien conduce la nave, porque el piloto ha saltado en paracaídas. Bueno, tío, ¿vas a desembuchar ahora? No saliste con Karine, de acuerdo, pero sí que te acostaste con ella, ¿verdad?

Cuando entraron en el aparcamiento de la clínica, Arthur llevaba bajo el brazo una decena de sobres de papel kraft llenos de informes y resultados de pruebas, todos absolutamente normales.

—¿Me crees ahora? —preguntó Arthur.

—Déjame en el estudio y vete a descansar, como habíamos quedado.

—Estás eludiendo mi pregunta. ¿Me crees ahora que sabes que no tengo un tumor en la cabeza?

—Vete a descansar… Todo esto puede ser consecuencia del estrés.

—Paul, yo me he prestado a tu juego del chequeo, así que préstate tú también al mío.

—No creo que tu juego me vaya a parecer divertido. Hablaremos de eso más tarde. Tengo que ir directamente a la reunión; tomaré un taxi. Te llamaré más tarde.

Paul lo dejó solo en el coche. Arthur se alejó de allí en dirección a North-Point. En el fondo empezaba a gustarle aquella historia, su heroína y las situaciones que sin duda provocaría.

6

E
l restaurante para turistas se encontraba en lo alto del acantilado, justo delante del Pacífico. El comedor estaba casi lleno, y encima de la barra había dos televisores para que los comensales pudieran seguir sendos partidos de béisbol. Las apuestas iban que volaban. Ellos estaban sentados a una de las mesas situadas detrás del ventanal.Arthur se disponía a pedir un cabernet-sauvignon cuando notó que ella lo acariciaba con el pie desnudo, al tiempo que le dedicaba una sonrisa de victoria y una mirada maliciosa. Repuesto del estremecimiento y respondiendo a la provocación, él la asió del tobillo y subió la mano por la pierna.

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