Authors: Guillermo del Toro,Chuck Hogan
—Sé valiente.
—Vete —le respondió él.
Zack se acostó de espaldas y se coló debajo de las traviesas, sin pensar en las fobias habituales, como por ejemplo en las ratas o ratones. Apretó el mango de la navaja con fuerza, sosteniendo el filo contra su pecho, como un crucifijo, y escuchó a Nora alejarse con su madre.
F
et esperó en la furgoneta del Departamento de Obras Públicas. Llevaba un chaleco reflectante sobre su mono y un casco de seguridad. Estaba repasando el mapa del alcantarillado a la luz del salpicadero.
Las armas improvisadas del anciano —a base de aleaciones de plata— estaban atrás, cubiertas con toallas enrolladas. Le preocupaba ese plan. Eran demasiadas piezas en juego. Miró la puerta trasera de su tienda esperando que apareciera el anciano.
Dentro, Setrakian se ajustó el cuello de la camisa más limpia que tenía, apretando los lazos del corbatín con sus dedos nudosos. Sacó uno de sus pequeños espejos con revestimiento
de plata. Iba vestido con su mejor traje.
Dejó el espejo a un lado e hizo una última comprobación. ¡Sus pastillas! Encontró la caja y sacudió suavemente el contenido como amuleto para la buena suerte, maldiciéndose a sí mismo por casi haberlo olvidado, y las echó en el bolsillo de la chaqueta. Había ultimado todos los detalles.
Mientras se dirigía a la puerta, miró por última vez el frasco que contenía los restos del corazón diseccionado de su esposa. Lo había irradiado con luz negra, matando al gusano de sangre de una vez
por todas. El órgano, que siempre estuvo en las garras del virus parásito, estaba adquiriendo una coloración negra a causa de su descomposición.
Setrakian lo miró de la misma forma que un familiar
contempla la lápida de un ser querido. El anciano sintió que era la última cosa que veía allí, pues estaba seguro de que no regresaría jamás.
E
ph estaba sentado en un amplio
banco de madera, recostado contra la pared.
El agente del FBI se llamaba Lesh, y su silla y su escritorio estaban casi a un metro de Eph. El médico tenía la mano izquierda esposada a un tubo
de acero que recorría la pared justo encima de la mesa, parecido a las barras
de seguridad en los baños para discapacitados. Tuvo que encorvarse un poco mientras estaba sentado, estirando la pierna derecha para que el cuchillo, todavía oculto en su cintura, no le incomodara. Nadie lo había registrado a su vuelta.
El agente Lesh tenía un tic facial, un guiño ocasional de su ojo izquierdo que le hacía mover la mejilla, aunque no le afectaba al habla. En el escritorio de su cubículo, sobre unos marcos sencillos, unos niños en edad escolar sonreían en las fotografías.
—Bueno —indicó el agente—, no entiendo eso. ¿Es un virus o un parásito?
—Las dos cosas
—respondió Eph, procurando ser razonable, y esperando que lo dejaran en libertad—. El virus es transmitido por un parásito que tiene la forma de un gusano de sangre. Este parásito entra en el organismo tras la infección, mediante el aguijón que tienen en la garganta.
El agente Lesh guiñó un ojo involuntariamente y anotó aquello en su libreta. Así que, finalmente, el FBI estaba comenzando a entender las cosas, sólo que demasiado tarde. Los agentes sensatos como Lesh estaban en la base de la pirámide, sin tener idea de lo que habían decidido desde mucho tiempo atrás los que estaban en la cúspide.
—¿Dónde están los otros dos agentes? —preguntó Eph.
—¿Quiénes?
—Los que me llevaron a la ciudad en el helicóptero.
El agente Lesh se puso de pie y se asomó a los otros cubículos. Unos cuantos agentes se concentraban en su trabajo.
—Oíd, ¿alguien llevó al doctor Goodweather a Manhattan en helicóptero?
Se escucharon gruñidos y negaciones. Eph comprendió que no había visto a los dos hombres desde su regreso.
—Yo diría que se han marchado para siempre.
—No puede ser —dijo el agente Lesh—. Nuestras órdenes son permanecer aquí hasta nuevo aviso.
Eso no sonaba del todo bien. Eph volvió a mirar las fotos en el escritorio de Lesh.
—¿Ha podido sacar a su familia de la ciudad?
—No vivimos en la ciudad. Es demasiado caro. Todos los días conduzco desde Jersey. Pero sí, están lejos. La escuela fue cerrada, y mi esposa y mis hijos se fueron a casa de un amigo en Kinnelon Lake.
«No es lo suficientemente lejos», pensó Eph.
—La mía también se marchó —comentó.
Se inclinó hacia delante, tan lejos como se lo permitían sus esposas y el cuchillo de plata.
—Agente Lesh... —dijo Eph, tratando de confiarle un secreto—, todo esto que está pasando... Sé que parece totalmente confuso. Sin embargo, no lo es. ¿Me comprende? Se trata de un ataque cuidadosamente planeado y coordinado. Y hoy... todo está llegando a su culminación. Todavía no sé exactamente cómo, ni a qué. Pero es hoy. Y nosotros, usted
y yo, necesitamos salir de aquí.
El agente Lesh guiñó el ojo dos veces.
—Usted está detenido, doctor. Le disparó a un hombre a plena luz del día delante de
decenas de testigos, y podría estar ya delante de un tribunal federal si las cosas no fueran tan disparatadas y no hubieran cerrado la mayoría de las oficinas gubernamentales. Así que no puede ir a ninguna parte, y por lo tanto yo tampoco. Y ahora, ¿podría usted hablarme sobre esto?
El agente Lesh le mostró algunas fotografías de los dibujos pintados con aerosol
en los edificios con la figura semejante a un insecto con seis patas.
—Boston —dijo el agente Lesh. Sacó otra foto de abajo—. Ésta es en Pittsburgh. Por no hablar de Cleveland, Atlanta, Portland, Oregón..., a tres mil kilómetros de distancia.
—No lo sé con certeza, pero creo que es algún tipo de código —anotó Eph—. Ellos no se comunican a través del habla. Necesitan un sistema de lenguaje. Están marcando territorios, señalando su progreso o algo por el estilo.
—¿Y este grafiti en forma de insecto?
—Es casi como... ¿Ha
oído hablar de la escritura automática? ¿Del inconsciente? Mire, todos ellos están conectados a un nivel psíquico. Es algo que no entiendo, pero sé que existe. Y como cualquier inteligencia
superior, me parece que hay un aspecto del inconsciente en este dibujo que se despliega... casi de un modo artístico, expresándose a sí mismo. Verá
los mismos diseños a lo largo de todo el país. Probablemente ya estén en medio mundo.
El agente Lesh dejó las fotos en su escritorio y se masajeó la nuca.
—¿Dice
que se combate con plata? ¿Con luz ultravioleta? ¿Con rayos solares?
—Mire mi pistola. Está aquí, ¿verdad? Examine
las balas. Son de plata
pura. No porque Palmer sea un vampiro. No, todavía no lo es. Pero me la dieron...
—¿Sí? Continúe. ¿Quién se la dio? Me gustaría saber por qué sabe todas estas cosas.
Las luces se apagaron de repente. Las rejillas de la ventilación se silenciaron, y de inmediato se oyó un clamor de protesta.
—¡Otra vez! —se quejó el agente Lesh, poniéndose de pie.
Las luces de emergencia titilaron, y las luces del techo y de las señalizaciones de salida que había en las puertas se redujeron casi a una cuarta parte de su potencia.
—Magnífico —señaló el agente Lesh, sacando una linterna que tenía en el cubículo.
La alarma contra incendios se disparó, sonando estrepitosamente por los altavoces.
—¡Ah! —exclamó el agente Lesh—. ¡Vamos mejorando!
Eph escuchó un grito proveniente de algún lugar del edificio.
—¡Oiga!
—le gritó Eph, tirando de
las esposas—. Quítemelas. Vienen a
por nosotros.
—¿Eh? —El agente Lesh permaneció inmóvil, escuchando los gritos que se habían sumado al primero—. ¿Vienen a
por nosotros?
Se oyó un estruendo, como si una puerta se hubiera partido.
—Vienen a por mí —dijo Eph—. ¡Agarre
mi arma!
El agente Lesh siguió escuchando. Desabrochó la funda de su pistola.
—¡No! ¡Eso no funciona! ¡Mi arma de plata! ¿No lo entiende? ¡Vaya a por ella...!
Se oyeron disparos en el piso de abajo.
—¡Mierda! —Lesh sacó su arma.
Eph soltó una maldición y miró a las esposas y al barrote en el que estaban sujetas.
Tiró del tubo
con ambas manos, pero no cedió. Deslizó las esposas hacia un extremo, y luego hacia el otro, esperando que se rompieran en algún punto débil, pero los tornillos eran gruesos y la barra estaba firmemente empotrada en la pared. Le dio un puntapié, pero de nada valió.
Eph oyó un grito —más cercano ahora— y más disparos. Intentó ponerse en pie, pero sólo consiguió hacerlo a medias. Trató de derribar el muro.
Oyó disparos en la habitación. Las paredes del cubículo le impedían ver. La única información que recibía eran los destellos producidos por los disparos de los agentes, y sus gritos.
Buscó el cuchillo de plata. Allí en su mano le pareció mucho más pequeño que en el ático de Palmer. Lo agarró del mango en un ángulo, y tiró hacia atrás, fuerte y rápido. La punta se rompió, quedando una hoja corta y afilada, como un cuchillo improvisado por un presidiario.
Una criatura saltó por el borde superior del cubículo. Estaba en cuclillas, apoyándose en sus cuatro extremidades. Parecía pequeña bajo la luz tenue, girando la cabeza de un modo extraño, como si buscara algo, mirando sin ver, husmeando sin tener sentido del olfato.
Volvió su rostro hacia Eph, sabiendo que estaba encadenado. Saltó desde arriba con agilidad felina, y Eph vio que los ojos del niño vampiro estaban ennegrecidos, como si se tratara de bombillas fundidas. Tenía el rostro ligeramente inclinado, y sus ojos ciegos aún no estaban sincronizados con su cuerpo. Y no obstante, Eph notó
que lo había visto; de eso estaba seguro.
Su situación le pareció aterradora, como si estuviera encadenado con un jaguar en una jaula. Permaneció de lado, con la esperanza vana de proteger su garganta, esgrimiendo su cuchillo de plata contra la criatura rastreadora que ya había detectado su arma. Eph se movió a un lado, tanto como se lo permitía el tubo al que estaban sujetas las esposas; la criatura lo siguió hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, su cabeza parecía de serpiente sobre el cuello deforme.
Entonces lo atacó con su aguijón, más pequeño que el de un vampiro adulto, y Eph reaccionó justo a tiempo para blandir su cuchillo. No supo si lo había herido o no, pero lo cierto es que espantó a la criatura, que retrocedió como un perro apaleado.
—¡Vete de aquí! —le gritó Eph, como si se tratara de un animal, pero la criatura se limitó a mirarle con sus ojos ciegos.
Dos vampiros —monstruos de aspecto humano con manchas de sangre en la parte frontal de sus camisas— doblaron por una esquina de los cubículos, y Eph comprendió que la criatura había pedido refuerzos.
Eph agitó el cuchillo de plata como lo haría un demente, intentando asustarlos más de lo que ellos lo estaban asustando a él.
Pero no funcionó.
Las criaturas se apartaron a ambos lados, Eph cortó a una en el brazo y después a la otra. La plata les hizo el daño suficiente para abrirles la piel y hacer fluir su sustancia viscosa y blanca.
Uno de ellos le sujetó el cuchillo. El otro lo agarró del hombro y del pelo. No se lo llevaron de inmediato. Estaban esperando al explorador. Eph opuso tanta resistencia como pudo, pero fue neutralizado y encadenado a la pared. El calor febril de aquellos monstruos y el hedor de su mortandad le produjeron náuseas. Intentó atacar a uno de ellos con el cuchillo, pero le resbaló de las manos.
El explorador se le acercó lentamente, como un depredador saboreando su presa. Eph intentó mantener su barbilla hacia abajo, pero la mano que le sujetaba el pelo le tiró la cabeza hacia atrás, ofreciéndole el cuello a la pequeña criatura.
Eph lanzó un grito de desafío en el instante final, y la cabeza de la criatura explotó en una niebla blanca. Su cuerpo cayó hacia abajo, retorciéndose, y Eph sintió que los vampiros dejaban de sujetarlo con tanta firmeza.
Eph empujó a uno y derribó al otro de una patada.
Vio a dos seres humanos pertrechados en un rincón, un par de latinos armados hasta los dientes con un auténtico arsenal para exterminar vampiros. Uno de los monstruos fue alcanzado por un pincho de plata cuando intentaba trepar a las divisiones de los cubículos, mientras huía de los rayos de una lámpara UV. El otro intentó oponer resistencia, pero recibió una patada en la rodilla que lo hizo caer y fue rematado con un tornillo que le atravesó el cráneo.
Luego apareció otro tipo, un mexicano corpulento. Parecía tener poco más de sesenta años, pero se abrió paso empujando
a no pocos vampiros a izquierda y derecha con una agilidad increíble.
Eph levantó las piernas para esquivar el chorro de sangre blanca que corría por el suelo, y a los gusanos que buscaban un nuevo cuerpo anfitrión.
El líder dio un paso adelante, era un chico mexicano, de ojos brillantes, guantes de cuero y una bandolera con clavos de plata cruzada en el pecho. Eph vio que sus botas negras estaban recubiertas con punteras de plata.
—¿Es usted el doctor Goodweather? —le preguntó.