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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y mi hermana Ji (2 page)

BOOK: Papelucho y mi hermana Ji
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Y eso es lo que la mamá ni se da cuenta, que le da gusto en todo. Así que yo le dije a la Ji:

—Si los porotos son niñitos, tu huevo es una princesa rubia y tú eres la mala bruja que se la va a comer.

—Y para que veas que no soy bruja, pongo a mi princesa en las flores —y dicho y hecho, vació el huevo en el florero del comedor.

La mamá se quedó estítica y, claro, enganchó primera contra mí.

—¡Papeucho, ya dejaste a la niña sin comer!

—¿Yo la dejé sin comer?

—¿Y quién otro? Decirle que era bruja si se comía el huevo…

—Mamá, la estoy educando.

—Dejar a un niño sin comer es criminal.

—¿Así que yo soy un criminal?

—No he dicho eso. Dije que dejarla sin comer es criminal. Y tampoco eres tú el llamado a educarla. Eres solamente su guardián.

Guardián. Antes me parecía un honor, pero ahora la palabra me retumbaba en la cabeza. Por eso me fui a acostar.

Apenitas me había dormido, sentí la voz de mi mamá:

—Papelucho, despierta, por favor…

Pero me acordé del "guardián" y apreté más los ojos.

—Hijito, siento tener que despertarte… —me remeció suavecito, pero no desperté. Llegó el papá, encendió la luz y me tiró las ropas para atrás.

—Papelucho, ¡despierta! —ordenó. Y desperté.

—Tu hermana se ha perdido. La hemos buscado en todas partes y no creo que tú puedas seguir durmiendo si sabes que no se encuentra.

Me senté en la cama tratando de abrir los ojos a la luz.

Eché los pies al suelo y como un autógrafo partí caminando por la senda del honor. Sentí que me seguían, y por las sombras reconocí al papá, a la mamá, a la Domi. Me daba rabia. ¿Por qué tendría la mamá tan poca confianza en el ángel de la guarda de la Ji? Y obligarlo a uno a ser guardián, hasta de noche… Todo eso me tentó de hacerlos ver lo difícil de la cuestión. Así que salí a la calle. Di vuelta a la manzana entera.

Las sombras me seguían. Di otra vuelta y empezaba a dar otra más, cuando el papá me pescó de la oreja.

—¿Qué pretendes con esta ridiculez?

A la luz del farol lo miré perpetuo.

—Estoy pensando dónde debo buscarla. No tengo pista —le dije.

—¡Caramba! ¿Y qué has pensando? Dilo.

—Muchas cosas. He pensando que si la Ji tiene hambre, podría estar comiendo en alguna parte. Si sigue con la idea de que los porotos son niñitos con camiseta, se habrá llevado el tarro de porotos muy lejos, para librarlos de la olla. Si todavía se cree bruja, andará a caballo en una escoba, y si se cree princesa de algún cuento…

—¡Eso! Si se cree princesa de algún cuento, ¿dónde podría estar?

—O en algún palacio de cristal o en un castillo de flores…

Bueno, y ahí estaba, de Bella Durmiente, echada encima de los pensamientos. Pero al menos se dieron cuenta de que es difícil pensar. Y la mamá me abrazó…

—¡Qué haríamos sin tí! Eres admirable —me dijo.

—¿Usted me encuentra admirable? —pregunté.

—Sí, hijo…

—Ahí tienes la prueba. Yo soy admirable y me educó muy distinto a Ji. A mí me daba coscachos y a ella le tiene reverencia.

—Una niña es diferente, es tan sensible… Si me enseñaras tu sistema para saber buscarla.

—Es puramente cuestión que usted se crea la Ji y piense como ella. Lo que uno dice le da al tiro la idea.

—Perfectamente. Hagamos un ensayo. Ahora soy yo la Ji y tú hablas…

—Bueno… Hoy es miércoles —digo.

La mamá se queda paralela casi una hora y por fin arrisca los hombros. No hay caso, no sabe pensar en Ji.

—Has buscado lo más difícil. No sabría como buscarla si ella oye esa frase…

—Yo sí. Iría a la carnicería. El perro del carnicero se llama Miércoles.

—Hagamos otro ensayo —suplica la mamá.

—Que traigan pan con mantequilla —digo.

—La buscaría en la cocina —dice la mamá radiante.

—No. Habría que ir a buscarla donde el Rudi que siempre tiene mermelada en el comedor.

—Pero tú dijiste mantequilla… —alega.

—¡Claro! Pero lo que le gusta a la Ji es la mermelada.

—Trato de comprender, Papelucho. Hazme otra pregunta.

Puse cara de odio y dije con voz áspera:

—¡Tus notas están malas, Papelucho!

—La niña iría en busca de tus cuadernos.

—Todo lo contrario, mamá. Iría a la farmacia.

—¿A la farmacia? Pero ¿por qué a la farmacia?

—¡Claro! A comprar aspirina. Porque ella sabe que cuando el papá se siente mal siempre toma aspirina…

—No es fácil —dijo la mamá—. Es imposible —y me llevó a acostarme.

Esta mañana, cuando me fui al colegio,había en la puerta de la casa de enfrente un camión inmenso cargado de cajones. Los cajones tenían letreros de cuidado, atención, frágil y una pila de flechas, y venían desde Estados Unidos. Todos esos cajones quedaron como metidos en mi cabeza y mi cabeza metida dentro de ellos. Todo el día estuve sacando aparatos fantásticos y frágiles: telescopios, cápsulas espaciales, cerebros eletrónicos, ametralladoras interplanetarias… y contesté todo mal en clases.

Cuando volví a mi casa, se había ido el camión, pero en el sitio pelado estaban tirados todos los cajones abiertos, y había cerros de papel para hacer grutas.

Me fui a ver a Jolly, mi amigo americano, decidido a formar con él la sociedad exploradora de inventos y sorpresas cooperativas trituritarias. Pero la casa de Jolly se había convertido en la feria de maravillas, porque entre todos estaban ordenando las cosas que traían esos cajones. Había desde pan de Pascua, patines eléctricos, jamones, ametralladoras de hormigas, columpio con música, jabones de batalla, etc., hasta un televisor de bolsillo. Total, que se me hizo de noche probando chocolates y cuestiones y la mamá de Jolly me dijo: "Good night", cuando yo ni pensaba en irme.

—Bueno, me voy —le dije—, pero usted nos regala los cajones y todo lo que tiró al sitio del lado, ¿no?

Ella dijo: "¡Ajá!", que quire decir conforme.

Mientras comíamos, le había dado otra vez a la mamá con el "problema" de la Ji y parece que hasta la llevó al médico, y le explicaba al papá lo que él le dijo.

—Tú quieres convencerme que es una niña de las siete lunas… —decía el papá.

—Te digo lo que me explicó el médico. Tiene complejo de evasión.

—¡El médico es un ridículo! —tronó el papá y se atoró.

—No, es siquiatra —dijo la mamá. Pero el papá estaba tan furia y tan atorado que mientras más tosía, más se enojaba, y mientras más se enojaba más tosía, y no entendía nada. Yo sí que entendí. Evasión debe ser un pecado de mujer, del verbo Eva. Cuando el papá lograba respirar decía que lo que necesitaba la Ji era mano firme. La mamá le gritaba para que la pudieran oír y él le decía a grito pelado: "¡No me grites!". Yo veía que se iban a divorciar. ¿Con quién me iría yo ahora que tengo hermana? Es tremendo tener una hermana con evasión y discutida. Resulta que uno la quiere igual que su propio yo, porque ve que al igual que a uno, no la entienden y da como congoja. Y cuando uno tiene congoja tiene que tragar y por eso me tragué todos los tallarines, que me cargan por resbalosos.

En fin, que el papá y la mamá, en lugar de divorciarse, decidieron ponerla llave a la puerta de la calle por la cuestión de la Ji, y quedaron muy amigos.

Resulta que esta mañana amaneció la puerta con llave, pero la llave se había perdido sumamente. Y también la Ji. Todos habíamos quedado encerrados en la casa, menos ellas dos.

—Pero es que no es posible —lloraba mamá llamando a la ferretería por teléfono— la llave no estaba al alcance de la niña… Mande por favor un cerrajero.

El papá llamaba a su oficina y decía que un "asunto" lo haría llegar tarde a la ídem; la mamá llamaba a otra ferretería; el papá llamaba a un amigo y le hablaba a todo escape porque la mamá le estaba pidiendo el fono para llamar al cerrajero. Pero ninguna ferretería tenía cerrajero y ningún cerrajero tenía teléfono.

Por fin, cuando llegó el famoso cerrajero, había dos colas de gente en la puerta de mi casa: una dentro y otra afuera. En la de adentro estaba primero el papá, la mamá, el cartero, el basurero, la Domi y yo, y en la afuera, detrás del cerrajero estaba el almacenero, toda la familia del Rudi, un carabinero, siete curiosos y más atrás la Ji. Todos los que estaban fuera entraron hablando al mismo tiempo. Cuando la mamá terminó de manosear a la Ji, ella se me acercó y me dijo:

—Toma, te traje un regalo… pa´callao —y me metió en la mano una cosita caliente. Era la dichosa llave. Si la mamá me la veía en la mano, capaz que me echara la culpa a mí… Así que con harto disimulo la tiré a la calle, y volví a entrar.

Y tampoco valía la pena ir al colegio porque ya era la tarde, así que me fui a mi cuarto a escribir mi diario.

Había escrito tres páginas, cuando sentí afuera las voces de la Domi y la mamá que buscaban algo desconsoladamente. Por suerte no era la Ji la perdida, porque en ese momento entró en mi cuarto.

—¿Puedo quedarme contigo? —preguntó.

—Sí, con las manos atrás —le dije, para poder seguir escribiendo

—Tengo las manos atrás —explicó—. Oye, Papelucho…

—¿Qué?

—Yo ni sabía que la mamá tenía visitas para el té.

—Yo tampoco sabía… —seguí escribiendo.

—Yo estaba puramente mirando esos dulces que ella trajo…

—¿Con las manos atrás?

—Creo que sí. Pero llegó la Caperucita Roja y empezó a sacar pica. ¡A que no te comes todos los alfajores! —me decía—. Y le gané la apuesta.

Dejé de escribir y la miré de hipo en hipo.

Ahí estaba la Ji, con su cara barnizada y pegajosa, con bigotes, barbas y anteojo de pedazos de merengue.

—Eres una avarienta —le dije—, comerte todos los alfajores.

—Sola no —dijo muy seria—. La Caperucita se comió tres.

—En ese caso no ganaste la apuesta.

—Sí la gané, porque yo soy la Caperucita.

—Podías haberle dado una al lobo…

—El lobo tenía la guata mala. ¡Te trajo uno a ti! —y me acercó sus manos. Tuve que lenguetearlas y mordisquear los pedazos que tenía pegados. Lástima que debajo del merengue esas manos tenían gusto a parafina.

—¿Estuviste encerando? —le pregunté.

—¡No! Puramente me había echado crema… —rió mostrando sus dientes.

—Eres una pituca, y te vas a lavar las manos.

Después vienes porque te voy a castigar.

Al minuto estaba de vuelta estilando agua.

—Vengo limpiecita para que me castigues.

—Voy a amarrarte un rato —la amenacé.

—¡Que rico! Nadie me amarró más desde esa vez…

—¿Qué vez? —pregunté mientras le hacía nudos en las piernas y brazos con mi cordel.

—Esa vez que me colgaron en el nacimiento… ¿Te acuerdas que era yo la estrella?

—No me acuerdo. Y lo que pasa es que tú tienes delirio in stremis. A ver qué te crees ahora, ¿ah?

—Ahora soy Juana de Arco. Te quedarás amarrada hasta que yo quiera.

—¿No me vas a quemar?

—Depende —contesté—. Por ahora te quedas amarrada hasta que yo vuelva.

Porque en ese momento me acordé del Jolly, de los cajones interplanetarios que nos había regalado su papá americano y de todo lo que íbamos a hacer con ellos y me largué a buscarlo.

Con un chocolate importado en cada mano, comiendo bien apurados para no perder tiempo, el Jolly y yo empezamos a ordenar el sitio. El cajón más grande servía para oficina-teatro cooperativo-cárcel y campo de concentración para experimentos. El largo de la alfombra para el tubo de lanzamiento de cápsulas espaciales, el cuadrado para guarida contra ataques aéreos y el otro para mercado persa donde podíamos vender todas las antiguedades que había botadas en el sitio. Con la plata íbamos a sacar tarros viejos, ollas sin fondo, zapatos y cantoras antiguas, podíamos comprar bujías y otras cosas para inventos. También juntamos a un lado los ladrillos rotos que podíamos vender en liquidación, y con los papeles gruesos y brillantes hicimos varias rutas de ocasión. Pusimos un gran letrero clavado en un palo que decía: Gran Feria Libre. Todo quedó listo porque poco a poco se fueron juntando socios y éramos ocho astronautas, contando a los cinco Ulloas y a Juanete, sin contar al Clodomiro que se aturdió. Porque cuando estábamos tirando los ladrillos a la liquidación, la cayó uno al Cloro y con su aturdimiento se juntó gente y hasta el farmacéutico y se lo llevó en un taxi.

En fin, que se hizo la noche y llegó la Domi a buscarme con el eterno estribo: "¡Venga al tiro que la señora está como loca porque se perdió la niña!".

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