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Authors: Marcela Paz

Tags: #Infantil

Papelucho y mi hermana Ji (5 page)

BOOK: Papelucho y mi hermana Ji
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Resulta que anoche no llegó el cerrajero y la Domi se aburrió de esperarlo porque andaba en un velorio. Y el papá sabrá mucho de refinar petróleo, pero no tiene ni la mayor idea de cerrajero, ni tampoco de ratero ni de nada útil en un casa con puerta cerrada. Así que me pasaron la comida entre las rejas de la ventana. Cuando la gente hace rejas piensa en que nadie pueda entrar a robar, pero no piensa que a veces hay que salir para no vivir encerrado. Y no cabía ni un plato entre las rejas, sino que puramente un vaso, así que comí carne en vaso, porotos en vaso y postre ídem. Y tampoco pasó la almohada, así que hicieron un lulo con la frazada y me la metieron y tuve que hacerme la cama en la tina, así no más. Y cada vez que cerraba los ojos, me caía una gota gorda en la nariz. Es increíble que todavía gotea el techo, hoy que es mañana.

Yo recé tanto porque el cerrajero volviera temprano de su velorio que Dios me oyó mi oración y esta mañana tempranito apareció con la Domi. Y dicen que metió su ganzúa y la puerta se abrió, ipso flatus.

—Señor cerrajero —le dije apenas lo vi—, ¿puede venderme su ganzúa?

—Es mi capital de trabajo —dijo.

—Usted se compra otra con lo que yo le pague.

—Vale mucha plata…

—No importa. Yo creo que al papá le conviene tener su capital de trabajo —y total, alegando y alegando, me la dejó en tres lucas. Pero se le saltaron las lágrimas cuando me la entregó, porque se ve que le tenía cariño, aunque era un puro fierrecito, casi un alambre, un poquito chueco. Pero era un ganzúa de verdad, aunque el papá la despreció. Así que yo tengo ahora mi capital de trabajo y también podré entrar a todas las puertas sin golpear. Además, si alguien se queda encerrado en el baño, ahora no es problema.

Le tocaba salida a la mamá, así que antes de partir me llamó.

—Te prohíbo que juegues con fuego y con agua —me dijo—. Tienes que cuidar a tu hermana. Te la encargo. Y vigilarás la casa, como un verdadero patrón que cuida de su barco…

—¿Usted me está haciendo la pata?

—Lo que te estoy haciendo es responsable.

—No me gusta ser responsable de una casa que se está viniendo abajo de puro vieja.

—Me basta con que seas responsable de la Jimena del Carmen.

—Bueno, pero explíqueme lo que es ser responsable.

—Cuidar que no le pase nada. Tú respondes por ella, ¿entiendes?

—No mucho… o sea, esta noche usted me pregunta "¿dónde está la Ji?" y entonces yo le respondo "¡aquí está!".

Partió por fin y me dejó paralelo, encerrado, desenfrenado con la famosa responsabilidad. Pobres mamás que siempre esperan cosas tremendas… Menos mal que yo nunca seré mamá…

Los cascabeles de la Ji repicaban a mi lado como eco de mis pasos. Yo me lateaba cumpliendo mi encargo de responsable, pero casi quería que la Ji se perdiera un rato para poder buscarla. Pero nada: tilín, tilín, y más tilín.

Obligado a pensar como si fuera yo mi propia mamá, por fin me vino una idea. Le arreglaría la casa, dejándola más encachada, más moderna, más otra. Empecé a correr mesas, sofás, catres, sillas y cuestiones. Iba quedando como de revista. Me corría la gota, se me pegaba la camisa, acezaba todo entero y el tilín-tilín a mi lado de mi hermana inútil me empezó a atacar los nervios.

—¿Por qué no juegas a algo? —le dije si mirarla—. Podrías ser la Bella Durmiente y dormirte un rato…

Cesó el tilín un momento y empezó con más furia.

—Oye, Ji, me ves que estoy ocupado —empecé y la miré furiondo. ¡No estaba! No había nadie conmigo y el dichoso tilín seguía sonando.

Era un misterio. ¿Dónde estaba metida? ¿Cómo podía sonar y ser invisible? Me rasqué la cabeza, me rasqué todo entero… ¿Era bruja mi hermana?

De repente sentí en las piernas la cosquilla del gato. Lo miré y el Teodoro también me miró a mí. Alrededor de su cogote peludo y suave colgaba la pulsera de la Ji con todas su campanitas… Y quién sabe desde qué hora… él me acompañaba en arreglar la casa. ¿Dónde estaba mi hermana?

Sentí un hielito por el espinazo y un hoyo en mi apéndice. Si al menos yo supiera desde qué hora y desde qué parte se había desaparecido…

Me fui a la cocina y la busqué con disimulo.

No quería que la Domi se diera cuenta de lo que me pasaba.

—¿Qué hay para el almuerzo? —le pregunté con desprecio.

—Estofado. ¿Y a usted qué le ha bajado por arrastrar los muebles?

—Me dejaron de patrón. Oye, Domi, a la Ji no le gusta el estofado.

—Tanto mejor, así dura para mañana…

—¿Hagamos empanadas? Yo soy ahora el patrón y a la Ji también le encanta hacer masas…

Yo metía a la Ji en la conversa para ver si la Domi decía algo de ella. Pero nada. Es interrumpida y no tiene antena. Cuando uno ve lo que a otro le falta es seña de que a uno no le falta, y por eso me dio la idea. Si el gato estaba haciendo de Ji, bien podía ser que la Ji estuviera haciendo de gato. Y el Teodoro tiene su ocupación en el tejado…

Con desprecio salí al patio y miré arriba.

Justo. Ahí estaba la Ji con su vestido enredado en la antena, tal como una mosca en una telaraña. Mientras más tironeaba, más se enredaba. La miré con sabiduría y pensé con violencia. Me dije: Si el tirón cede la Ji se viene abajo.

Si le aviso a la Domi pega un grito y… Si se queda tranquila no hay peligro.

Y entré despreciativo a la cocina. Pesqué al Teodoro, lo trepé en la ventana y lo disparé tejado arriba camino de la Ji. Y, tal como pensaba, a la Ji se le olvidó la cuestión del enredo del vestido y se sentó bien comoda en el cogollo del tejado a jugar con el gato. Entonces yo me saqué apasionadamente los zapatos, trepé por el peral y también llegué arriba sin mucha novedad. Los tejados son calientes y queman en los hoyos de los calcetines y por eso un sube tan ligero.

—¡Qué rico se está aquí!, ¿no? —le dije a la Ji para que no se moviera.

—El Teodoro me mintió —dijo la Ji—, me dijo que tenía una sorpresa.

—Todos los gatos son mentirosos —contesté mientras pensaba cómo podríamos bajar sin quemarnos lo importante.

—Y tampoco me gusta vivir en el tejado, es resbaloso —dijo la Ji—. ¿Nunca podremos bajar?

—De bajar, podemos —le contesté desconsoladamente—, pero duele un poco llegar abajo. ¿Te importa mucho el dolor?

—¿Cuál dolor?

—El peor dolor —le dije de una vez. La Ji hizo pucheros y le asomaron lágrimas.

—Oye, todavía no hemos bajado —le dije consolándola—. No te duele. Pero si quieres bajar, hay que ser valiente. Como los mártires…

—A mí me encanta ser mártir —dijo ella tiznándose la cara con sus manos mugrientras que barrían las lágrimas—. ¿A ti también te gusta?

Miré el tejado caliente y resbaloso; miré el suelo tan abajo. ¿Qué apuro había en bajar? Se puede pasar bastante bien en un tejado si uno se queda arriba. Hay aire, sol, se está cerca del cielo y hasta se mira la calle como si uno volara en un avión. A mí me gustaba y me había acostumbrado. Y antes que fuera noche, tal vez podríamos hacer un paracaídas con los alambres de la antena y la pollera de la Ji.

—Tú te quedas montada sin moverte —le dije a la Ji—. Yo voy a trabajar y tú me miras… —y empecé a tironear la antena para armar el paracaídas. Se aflojó una cuestioncita y rodó techo abajo. A mil por minuto. Cayó encima del cartero y el muy merengue se sobó y miró arriba. Claro que nos vio, y como era un cartero de esos rabiosos y mal pensados, nos mandó garabatos. Y un señor que iba pasando también miró, y la Veracruz, que estaba con el lechero, también miró, y el lechero, hasta que todo se volvía ojos allá abajo. Porque hasta el carabinero que le está enseñando alfabetización a la Domi apareció. Y se paró un auto, y otro y otro, y era como un choque o accidente, pero ligerito pareció un verdadero incendio porque el carabinero inventó llamar a los bomberos y llegó la Sexta, acezando, piteando, toda brillante y dorada y roja con sus inmensas escaleras que llegan hasta el cielo.

—¡Qué nadie se mueva! —nos ordenó un señor viejo de más de veinte años que se creía Arturo Prat. —¡Sujeta firme a tu hermana mientras voy a buscarlos!

Y yo por sujetarla obedeciendo al bombero, empujé un poco al Teodoro y rodó como un chifle por el tejado echando chispas de cosmonauta. Pero al llegar abajo partió corriendo… Total, cuando nos bajaron los bomberos había tanta gente en la calle y tantos fotógrafos que vamos a salir en los diarios y la Domi le van a traer un álbum de puras fotos.

La mamá del Jolly nos invitó a almorzar, y para poder jugar tranquilos sin buscar a la Ji la disfrazamos de almohada, la convencimos de que era almohada y la acostamos tapadita en una cama. Tapada con el cubrecama ni se veía casi, y se durmió y no vino a despertar sino cuando Veracruz se acostó a dormir siesta con roscos de peluquería y le enterró sus rollos.

Cuando volví, me encontré con que a la mamá no le había gustado nada mi arreglo de la casa. Dijo que era un desastre, aunque al papá le gustó porque era "un cambio" y ya que no podemos viajar, al menos podemos cambiar de estilo. Total que a la mamá le dio contra mí y dijo que era un dominante igual que el papá. Al papá le cayó bastante mal y se picó y yo también, porque lo malo es nunca saber cómo se puede hacer feliz a una mujer. Si uno no hace nada, lo retan, y si uno hace algo, ídem. Yo creo que lo mejor es ser marino, sin casa, sin señora, sin oficina. Uno llega de visita, como Javier, y aunque es un puro mote en la Escuela Naval, lo reverencian igual que fuera almirante. Le celebran todo lo que dice y después lo vuelven a contar. Uno no es envidioso, pero se pone raro de ver tanta injusticia. Porque él tiene uniforme nuevo, pantalón largo, gorra con visera y chaqueta con botones de oro. Y yo, mientras tanto, su ropa vieja arrugada, desteñida y con olor a rotativo. Y cuando estaba asfixiado de sentir ese olor que no era el mío resulta que entró la Ji al comedor y me pasó por debajo de la mesa una cuestioncita caliente, peluda y viva. Pensé que era una araña, o tal vez un ratón con parálisis, y me quedé callado. La cuestioncita se movía poco en mi bolsillo, pero al ratito llegó otra vez la Ji y me pasó otra igual. Tenía como uñitas y se enredaba en el pantalón. "Debe ser un coleóptero" pensé, y en ese mismo momento apareció la Ji y puso en mis rodillas dos cuestioncitas más. ¿De dónde las sacaría? Parecían húmedas, suaves… Eran muchas y me las metí en la polera. Con disimulo me levanté agachado y salí.

—¿Dónde vas, Papelucho? —preguntó la mamá. Pero el papá me defendía hoy.

—No le hagas decir dónde va, hija. ¡Lo estamos educando! —y me guiñó el ojo picarón.

Salí agachado y corriendo. La curiosidad era grande por saber lo que llevaba y apenitas llegué afuera me levanté la polera. Tres gatitos overos, flacos, peludos, mojados, con ojitos apretados, se enredaban en mi camiseta…

—Hay muchos más en el cajón del azúcar —me dijo la Ji.

¿Entonces el Teodoro era Teodora? —le pregunté corriendo a la despensa. Ahí, revolviéndose en la pegajosa azúcar, había como cien más. La Teodora los miraba y me miraba a mí como reclamando los gatitos que tenía yo. Parecía orgullosa y contenta.

—Tráele un vaso de leche —le dije a la Ji—. Leche con cerveza, mejor…

La Ji volvió ligerito y la Teodora no despreció el trago y langueteó el desparramo. Aproveché para contar su familia. Eran nueve, pero cinco no se movían ya. Estaban fallecidos, lacios, blandos, totalmente indelebles. Los otros cuatro comían de la gata. Esos gatitos crecerían y tendrían cada uno nueve gatitas más, y esas nueve, nueve cada una, y así paulatinamente los dos con la Ji podríamos tener un supermercado de gatitos, con reparto a domicilio.

Pero, ¿qué hacer con los muertos?

Creí que les convenía un electroshock, pero no los resucitó nada y se quemaron los tapones. Pensé: "Hay que llorarlos, rezarlos y enterrarlos". Así que les prendimos una vela y les cantamos "Noche de paz" y "Aleluya". Y cuando estábamos en lo mejor, llegó la Domi con su mal carácter y los tiró al tarro de basura. Y dijo que yo era un hereje y que los animales no tienen alma y cuando se mueren puramente se mueren y se acabó. Pero yo no le creo mucho, porque la Domi es lo menos sabia que hay.

Por eso me fui donde mi amigo el zapatero, que es un gallo que sabe todos los secretos del mundo porque ha vivido cuarenta y ocho años que es casi cincuenta. Y también ha sido de todo: caballero, marinero, ratero, carcelero, masajista, adivino, curandero, cogotero, violinista ciego, presidente de algo, chantajista y paralítico. Ahora es zapatero y plomero, porque dice que a su edad más vale estar sentado. Y arregla los zapatos de un rey o de un pobre igual, aunque no tan igual porque a los ricos les deja siempre un clavito parado para que les sirva de penitencia, o al menos les rompa el calcetín. Dice que cuando él era joven, le habría gustado ser Dios, pero se convenció de que era muy difícil porque nadie coopera. Así que ahora es zapatero-secretario de Dios, y como zapatero también puede hacer justicia en los pies.

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