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Authors: Agatha Christie

Tags: #policiaco, #Intriga

Peligro Inminente (21 page)

BOOK: Peligro Inminente
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—Querría complacer a miss Esa —dije yo.

—No lo hubiera hecho de ese modo. Es comerciante. Seguramente no compra por el gusto de revender a precios más bajos de lo que le ha costado. Si hubiera querido tener atención con miss Esa, le hubiera prestado dinero particularmente.

—Sea lo que fuese, no puede tener ninguna relación con el delito.

—Es verdad. Pero yo quisiera saber algo. Hago un estudio psicológico; pasemos ahora a la H. Escuche. «H) Es el comandante Challenger. ¿Cómo confesó Esa su compromiso al comandante? ¿Por qué se lo dijo a él, cuando lo calló a todos los demás? ¿Habrá pedido acaso su mano? ¿Qué relaciones tiene con su tío?»

—¿Qué tío, Poirot?

—El doctor. Ese individuo más bien equívoco. ¿Habría tenido el almirantazgo alguna noticia anticipada de la muerte de Seton?

—No acierto a comprender adonde va a parar su pregunta. Aunque Challenger haya sabido con algunas horas de antelación la noticia de la muerte de Seton, la cosa no tiene importancia en lo que a nosotros nos interesa. Pues no era, indudablemente, una razón para matar a la muchacha amada.

—Conforme. Su objeción es muy razonable. Pero he querido indicar todas las cosas que pueden pensarse. Soy el perro que va olfateando en busca de cosas no demasiado limpias y claras.

—«I)
Charles Vyse
: ¿Por qué afirmó tan perentoriamente el fanatismo de Esa por la Escollera? ¿Qué motivo pudo inducirle a semejante acción? ¿Recibió el testamento o no lo recibió? Y después de todo, ¿es o no es hombre de bien?»

—Y ahora pasemos a la J.

—«J) Es, en realidad, como lo he comprendido al momento, un formidable punto de interrogación. ¿Existe ese deseo...?»

Se interrumpió, alarmado, para decir.

—Pero ¿qué le pasa, Hastings?

Me había puesto en pie, gritando, y extendí una mano temblorosa hacia la ventana.

—Un rostro, Poirot, un rostro de pesadilla, apoyado contra los cristales. Ahora ha desaparecido, pero lo he visto...

Poirot corrió a la ventana, la abrió de par en par y empezó a mirar afuera.

—No hay nadie aquí —dijo pensativo—. ¿Está usted seguro de haber visto a alguien?

—Segurísimo... Una cara horrible.

—Sí, aquí hay una pequeña terraza; cualquiera podría acercarse fácilmente para sorprender nuestra conversación. Al hablar usted de cara horrible, ¿qué quiere decir, Hastings?

—Una cara cadavérica, con los ojos espantados, apenas humana.

—Será efecto de la fiebre, amigo mío. Un rostro, sí, un rostro desagradable, también; pero apenas humano, no. Usted ha visto una cara casi pegada a los cristales. Y eso, unido al hecho de que la aparición era inesperada, explica su impresión.

—Era una cara espantosa —repetía yo obstinadamente.

—¿No la ha visto usted antes?

—No, sin la menor duda.

—¡Quién sabe! Tal vez, dado su estado de salud, no haya podido reconocerla. Yo me pregunto ahora... Me pregunto...

Empezó a reunir las hojas diseminadas.

—Cuando menos hay una cosa que sigue a nuestro favor. Si el hombre que se ha asomado a la ventana ha oído parte de nuestra conversación, no ha podido oír la noticia de que miss Esa está viva y salva... Ese punto esencial es para él desconocido.

—Pero —dije titubeando un poco— los resultados de su sabia maniobra no son muy brillantes. Esa está muerta, y su muerte no ha provocado ningún hecho nuevo...

—Tampoco me esperaba ninguno tan pronto. Veinticuatro horas como le he dicho... Si no me equivoco, mañana surgirán nuevas circunstancias. Si no..., si no... me habré equivocado de cabo a rabo. Ahí está la correspondencia. Esperemos la de mañana.

Me sentí débil cuando abrí a la mañana siguiente los ojos, pero me había desaparecido la fiebre. Tenía apetito, y Poirot y yo comimos juntos en nuestro saloncito.

—¿Qué hay de nuevo? —le pregunté así que hubo leído él sus cartas—. ¿Ha traído el correo lo que usted esperaba?

Poirot, que había abierto dos sobres que contenían evidentemente facturas, no me respondió. Parecióme comprender que se había llevado una profunda desilusión. Cogí yo mis cartas. La primera que abrí era una invitación a una reunión espiritista.

—Si no se nos ocurre otra cosa, siempre podremos darnos una vuelta para ver los espiritistas. Y hasta yo creo que podrían multiplicarse los experimentos de esa clase. ¡El espíritu de la víctima que vuelve para nombrar a su propio asesino! ¡Eso sería una prueba!

—Que a nosotros nos ayudaría muy poco en nuestro caso —murmuró Poirot—. Probablemente Maggie Buckleys no sabe qué mano le ha dado muerte. Por tanto, aunque pudiera hablar, no tendría nada importante que decirnos... Mire usted qué extraña coincidencia.

—¿Qué es?

—Usted aludía a los muertos que hablan, precisamente en el momento en que abría yo esta carta.

Me entregó la carta. Estaba firmada por mistress Buckleys y decía lo siguiente:

« LAMBLEY RECTORY.

«Querido monsieur Poirot: A nuestra llegada aquí he encontrado una carta escrita por nuestra desgraciada hija al llegar a Saint Loo.

»Me temo que no contenga nada que pueda interesarle a usted; pero creo que así y todo es preferible enviársela.

«Dándole muchas gracias por su bondad, quedo de usted afectísima,

Jane Buckleys.»

La carta incluida me puso un nudo en la garganta. El tono era simplemente familiar, completamente ajeno a todo temor de una tragedia inminente.

«Querida mamá: He tenido un viaje magnífico. Hasta Exeter venían en el vagón solamente otros dos viajeros.

«Aquí hace un tiempo espléndido. Esa me parece con buena salud y contenta. Algo inquieta, es verdad; pero no comprendo por qué ha telegrafiado de este modo, pues hubiera sido lo mismo que yo viniera el martes.

«Estamos invitadas por unos vecinos a tomar el té; son unos australianos que han alquilado la casita. Dice Esa que son muy amables, pero horriblemente pesados. También están aquí mistress Rice y míster Lazarus. Él es anticuario. Echaré esta carta en el buzón próximo a la verja y de allí irá al correo. Mañana volveré a escribir.

«Tu hija, que te quiere,

Maggie.

»P. D. Dice Esa que su telegrama tenía una causa, y que me la explicará después de tomar el té. Es caprichosa e inquieta.»

—La voz de los muertos —dijo bajito Poirot—. Y no nos dice nada.

—El buzón próximo a la verja —insinué, pero sin dar mucha importancia a mi comentario—. El mismo en que dice Croft que echó el sobre que contenía el testamento.

—Sí..., desearía saber...

—¿No hay ninguna otra cosa importante en su correspondencia?

—Nada, Hastings; estoy desconsolado. Me encuentro a oscuras, no comprendo...

En aquel momento sonó el teléfono y Poirot corrió a contestar.

Al punto vi mudarse la expresión de su color. Permaneció muy compuesto, pero no se me escapó ni un solo instante su intensa excitación. De sus breves y escasas respuestas no pude saber de qué se trataba. Al final, dijo: «¡Muy bien, muchas gracias!...» Y colgó el aparato. Acercóseme en seguida con los ojos brillantes.

—¿Qué le decía yo? Empiezan a desenvolverse nuevos sucesos, querido Hastings.

—¿Qué era?

—Míster Vyse. Me comunica que esta mañana ha recibido por correo un testamento firmado por su prima con fecha de veinticinco de febrero último.

—¿Cómo? ¿El testamento?

—Sí.

—Ya ha salido de las tinieblas.

—Y muy a tiempo, ¿no es así?

—¿Y cree usted que Vyse dice la verdad?

—O si creo que el documento estuviera ya en sus manos, ¿no es eso lo que quiere preguntarme? La coincidencia, cuando menos, es chocante... Pero hay una cosa cierta; yo le había dicho que si creyesen muerta a miss Esa, aparecerían nuevos hechos, y ya ve que empiezan a presentarse.

—¡Es extraordinario! —respondí—. Tenía usted razón. Seguramente será el testamento que instituye a Frica Rice heredera secundaria...

—No sé. El abogado no me ha dicho nada de su contenido. Hubiera sido una indiscreción, y él parece la corrección en persona. Por lo demás, no se puede dudar, pues Vyse me ha dado el nombre de los que firman como testigos: Helen y su marido.

—Por consiguiente —exclamé—, volvemos al problema antiguo: Federica Rice.

—El enigma.

—Federica —repetí a media voz— es un bonito nombre.

—Muy preferible a ese que le han dado sus amigos, Frica... En fin ¿no se alegra usted, Hastings, de que empiecen a desenvolverse nuevos hechos?

—Ya lo creo. Y dígame, ¿se esperaba usted eso?

—No, no precisamente. No tenía ninguna idea de lo que pudiese acaecer. Pero me parecía muy claro que diera algún resultado capaz de aclararnos las cosas.

—En efecto —repliqué, respetuosamente.

—¿Qué iba yo a decirle cuando sonó el teléfono?... ¡Ah, sí! La carta de miss Maggie... Voy a leerla otra vez. Me ha chocado mucho una frase...

Tomé la carta de entre los papeles y se la di.

Le dejé examinar el breve mensaje y me acerqué a la ventana para mirar los barcos que iban por la bahía.

Súbitamente, un grito me hizo vacilar. Me volví y vi a Poirot con la cabeza entre las manos, moviendo el busto como un péndulo y sobrecogido por una pena atroz.

—¡Oh! —gemía—. ¡He estado ciego!... ¡Completamente ciego!...

—¡Por amor de Dios! ¿Qué ha sucedido?

—¿Complicado? ¿Complejo? —seguía diciendo Hércules—. ¡Nada de eso! ¡Sencillísimo!... ¡Y yo, mísero de mí, que no he visto nada!

—Pero dígame... ¿Qué ve usted ahora?

—Un momento, un momento... No me hable. Tengo que volver a poner en orden mis ideas... He de examinarlo todo a la gran luz del imprevisto descubrimiento...

Cogiendo su lista de preguntas, empezó a repasarlas con suma atención, y mientras leía movía los labios...

Después de meditar largo rato sobre las hojas, se apoyó contra el respaldo del sillón y cerró los ojos. Por un momento creí que iba a dormirse; pero un instante después se sacudió y murmuró tras un largo suspiro:

—Sí, todo está bien... Así se explica todo. Todo...

—¿Cree usted haberlo comprendido todo?

—Casi todo; por lo menos todo lo esencial. En algunas cosas había razonado bien. En cambio, en otras me había alejado ridículamente de la verdad. Pero ahora todo está claro. Hoy enviaré un telegrama con dos preguntas... Pero las dos respuestas ya las conozco. Están escritas aquí.

Y se tocó la frente.

Y así que hubo recibido las respuestas, me dijo:

—¿Se acuerda usted de haber oído a Esa que hubiera querido hacer una representación teatral en La Escollera? Pues esta noche daremos una obra cuyo autor será Hércules Poirot. Miss Esa hará un papel... Haremos que intervenga un fantasma, el primero aparecido en La Escollera.

Iba a interrogarle, cuando me detuvo, diciéndome:

—No, no le diré más. Esta noche, Hastings, iremos a la representación. Y haremos resplandecer la verdad; pero ahora hay mucho que hacer, mucho.

Y salió a todo correr, dejándome sorprendido.

Capítulo XIX
-
Poirot, director de escena

Fue una interesante reunión la de aquella noche en La Escollera. En toda la tarde apenas vi a Poirot. Había ido a cenar fuera, y dejó dicho que me esperaba en La Escollera a las nueve de la noche y que no me entretuviese en mudarme de ropa.

La comedia de mi amigo asumía poco a poco el aspecto de un sueño ridículo.

Al llegar yo a La Escollera me introduje en el comedor. Allí encontré reunidas todas las personas incluidas en la famosa lista de la A a la I. Faltaba la J, naturalmente, ya que éste era un mirlo de la fantástica raza de los mirlos blancos.

Hasta estaba presente mistress Croft, tendida en una especie de cochecito para inválidos. Me sonrió al momento y me hizo señas para que me acercase.

—Una sorpresa, ¿verdad? —me dijo, sin nada triste en la voz—. Ha sido una idea de monsieur Poirot. Siéntese aquí, capitán. No es una reunión muy alegre ésta, pero míster Vyse ha insistido tanto para decidirnos a venir...

—¿Míster Vyse? —pregunté un poco sorprendido.

El abogado estaba en pie, apoyado contra la chimenea. Hallábase a su lado Poirot, que le hablaba bajito, con cara muy seria.

Miré de nuevo en torno mío; sí, estaban todos. Helen, después de haberme introducido (llegué con unos minutos de retraso), se había sentado en una silla, al lado de la puerta. En otra silla, muy atento y ocultando su turbación, estaba el marido. Su hijo se hallaba entre los dos.

Los demás se habían instalado alrededor de la mesa. La Rice, vestida de negro, al lado de Lazarus. Frente a ellos, George Challenger y míster Croft; mistress Croft y yo estábamos un poco aparte.

Con una inclinación de cabeza, Charles Vyse se acercó a la mesa. Poirot se colocó al lado de Jim Lazarus. Evidentemente, no quería aparecer muy visible; deseaba dejar al abogado el cuidado de desarrollar el programa. ¿Qué sorpresa les había preparado? Me parecía que tardaba mil años en saberlo.

Levantóse el joven letrado y dijo, impasible, frío, serio, como siempre:

—La nuestra es una reunión muy esencial, sin etiqueta de ninguna clase. Pero las circunstancias con que se relaciona son, en cambio, bastante extraordinarias. Me refiero a las circunstancias de la muerte de mi prima, miss Buckleys. Como es natural, habrá que proceder a la autopsia... No cabe duda de que ha muerto envenenada y que el veneno le ha sido suministrado con intención de matarla... Pero éste es un punto que interesa a la Justicia y en el cual no puedo entrar yo. La Policía no admitirá mi intervención en este asunto. En los casos ordinarios, el testamento de un difunto se lee después del funeral; pero por deferencia a un deseo especial de monsieur Poirot, me propongo leer el de mi prima antes de la inhumación. Me propongo leerlo aquí, ahora mismo. Ésta es la razón de haberles invitado a todos ustedes a venir a La Escollera. Como decía, las circunstancias son extraordinarias y justifican un procedimiento también extraordinario. Hasta el mismo documento ha llegado a mis manos de un modo absolutamente insólito; aunque fechado en febrero último, no lo he recibido hasta esta mañana. Pero está escrito de puño y letra de mi prima. En esto no puedo tener la menor duda y aunque su redacción no esté conforme con los usos legales, está debidamente corroborado por testigos.

Se detuvo de nuevo un momento.

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