Read Poeta en Nueva York Online

Authors: Federico García Lorca

Tags: #Clásico, poesía

Poeta en Nueva York (2 page)

BOOK: Poeta en Nueva York
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IGLESIA ABANDONADA

(BALADA DE LA GRAN GUERRA)

Yo tenía un hijo que se llamaba Juan.

Yo tenía un hijo.

Se perdió por los arcos un viernes de todos
los muertos.

Le vi jugar en las últimas escaleras de la misa

y echaba un cubito de hojalata en el corazón del
sacerdote.

He golpeado los ataúdes. ¡Mi hijo! ¡Mi hijo!
¡Mi hijo!

Saqué una pata de gallina por detrás de la luna y
luego,

comprendí que mi niña era un pez

por donde se alejan las carretas.

Yo tenía una niña.

Yo tenía un pez muerto bajo la ceniza de los
incensarios.

Yo tenía un mar. ¿De qué? ¡Dios mío! ¡Un mar!

Subí a tocar las campanas, pero las frutas tenían
gusanos.

y las cerillas apagadas

se comían los trigos de la primavera.

Yo vi la transparente cigüeña de alcohol

mondar las negras cabezas de los soldados
agonizantes

y vi las cabañas de goma

donde giraban las copas llenas de lágrimas.

En las anémonas del ofertorio te encontraré,
¡corazón mío!,

cuando el sacerdote levanta la mula y el buey
con sus fuertes brazos,

para espantar los sapos nocturnos que rondan los
helados paisajes del cáliz.

Yo tenía un hijo que era un gigante,

pero los muertos son más fuertes y saben
devorar pedazos de cielo.

Si mi niño hubiera sido un oso,

yo no temería el sigilo de los caimanes,

ni hubiese visto el mar amarrado a los árboles

para ser fornicado y herido por el tropel de los
regimientos.

¡Si mi niño hubiera sido un oso!

Me envolveré sobre esta lona dura para no sentir el frío
de los musgos.

Sé muy bien que me darán una manga o la
corbata;

pero en el centro de la misa yo romperé el timón y
entonces

vendrá a la piedra la locura de pingüinos y
gaviotas

que harán decir a los que duermen y a los que cantan por las esquinas:

él tenía un hijo.

¡Un hijo! ¡Un hijo! ¡Un hijo

que no era más que suyo, porque era su hijo!

¡Su hijo! ¡Su hijo! ¡Su hijo!

III
CALLES Y SUEÑOS

A RAFAEL R. RAPÚN

Un pájaro de papel en el pecho
dice que el tiempo de los besos no ha llegado.

VICENTE ALEIXANDRE

DANZA DE LA MUERTE

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo viene del África a New York!

Se fueron los árboles de la pimienta,

los pequeños botones de fósforo.

Se fueron los camellos de carne desgarrada

y los valles de luz que el cisne levantaba con el pico.

Era el momento de las cosas secas,

de la espiga en el ojo y el gato laminado,

del óxido de hierro de los grandes puentes

y el definitivo silencio del corcho.

Era la gran reunión de los animales muertos,

traspasados por las espadas de la luz;

la alegría eterna del hipopótamo con las pezuñas
de ceniza

y de la gacela con una siempreviva en la
garganta.

En la marchita soledad sin honda

el abollado mascarón danzaba.

Medio lado del mundo era de arena,

mercurio y sol dormido el otro medio.

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Arena, caimán y miedo sobre Nueva York!

***

Desfiladeros de cal aprisionaban un cielo vacío

donde sonaban las voces de los que mueren bajo
el guano.

Un cielo mondado y puro, idéntico a sí mismo,

con el bozo y lirio agudo de sus montañas
invisibles,

acabó con los más leves tallitos del canto

y se fue al diluvio empaquetado de la savia,

a través del descanso de los últimos desfiles,

levantando con el rabo pedazos de espejos.

Cuando el chino lloraba en el tejado

sin encontrar el desnudo de su mujer

y el director del banco observando el manómetro

que mide el cruel silencio de la moneda,

el mascarón llegaba a Wall Street.

No es extraño para la danza

este columbario que pone los ojos amarillos.

De la esfinge a la caja de caudales hay un hilo tenso

que atraviesa el corazón de todos los niños
pobres.

El ímpetu primitivo baila con el ímpetu
mecánico,

ignorantes en su frenesí de la luz original.

Porque si la rueda olvida su fórmula,

ya puede cantar desnuda con las manadas de caballos:

y si una llama quema los helados proyectos,

el cielo tendrá que huir ante el tumulto
de las ventanas.

No es extraño este sitio para la danza, yo lo digo.

El mascarón bailará entre columnas de sangre
y de números,

entre huracanes de oro y gemidos de obreros parados

que aullarán, noche oscura, por tu tiempo sin luces,

¡oh salvaje Norteamérica! ¡oh impúdica!
¡oh salvaje,

tendida en la frontera de la nieve!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Qué ola de fango y luciérnaga sobre Nueva York!

***

Yo estaba en la terraza luchando con la luna.

Enjambres de ventanas acribillaban un muslo
de la noche.

En mis ojos bebían las dulces vacas de los cielos.

Y las brisas de largos remos

golpeaban los cenicientos cristales de Broadway.

La gota de sangre buscaba la luz de la yema del astro

para fingir una muerta semilla de manzana.

El aire de la llanura, empujado por los pastores,

temblaba con un miedo de molusco sin concha.

Pero no son los muertos los que bailan,

estoy seguro.

Los muertos están embebidos, devorando sus
propias manos.

Son los otros los que bailan con el mascarón y
su vihuela;

son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,

los que crecen en el cruce de los muslos y llamas
duras,

los que buscan la lombriz en el paisaje de las
escaleras,

los que beben en el banco lágrimas de niña muerta

o los que comen por las esquinas diminutas
pirámides del alba.

¡Que no baile el Papa!

¡No, que no baile el Papa!

Ni el Rey,

ni el millonario de dientes azules,

ni las bailarinas secas de las catedrales,

ni constructores, ni esmeraldas, ni locos, ni
sodomitas.

Sólo este mascarón,

este mascarón de vieja escarlatina,

¡sólo este mascarón!

Que ya las cobras silbarán por los últimos pisos,

que ya las ortigas estremecerán patios y terrazas,

que ya la Bolsa será una pirámide de musgo,

que ya vendrán lianas después de los fusiles

y muy pronto, muy pronto, muy pronto.

¡Ay, Wall Street!

El mascarón. ¡Mirad el mascarón!

¡Cómo escupe veneno de bosque

por la angustia imperfecta de Nueva York!

Diciembre 1929

PAISAJE DE LA JUVENTUD
QUE VOMITA

(ANOCHECER EN CONEY ISLAND)

La mujer gorda venía delante

arrancando las raíces y mojando el pergamino de
los tambores;

la mujer gorda

que vuelve del revés los pulpos agonizantes.

La mujer gorda, enemiga de la luna,

corría por las calles y los pisos deshabitados,

y dejaba por los rincones pequeñas calaveras
de paloma

y levantaba las furias de los banquetes de los
siglos últimos

y llamaba al demonio del pan por las colinas del cielo
barrido

y filtraba un ansia de luz en las circulaciones
subterráneas.

Son los cementerios, lo sé, son los cementerios

y el dolor de las cocinas enterradas bajo la arena,

son los muertos, los faisanes y las manzanas de otra hora

los que nos empujan en la garganta.

Llegaban los rumores de la selva del vómito

con las mujeres vacías, con niños de cera caliente,

con árboles fermentados y camareros incansables

que sirven platos de sal bajo las arpas de la
saliva.

Sin remedio, hijo mío, ¡vomita! No hay remedio.

No es el vómito de los húsares sobre los pechos
de la prostituta,

ni el vómito del gato que se tragó una rana por
descuido.

Son los muertos que arañan con sus manos
de tierra

las puertas de pedernal donde se pudren nublos y
postres.

La mujer gorda venía delante

con las gentes de los barcos, de las tabernas y
de los jardines.

El vómito agitaba delicadamente sus tambores

entre algunas niñas de sangre

que pedían protección a la luna.

¡Ay de mí! ¡Ay de mí! ¡Ay de mi!

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,

esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol

y despide barcos increíbles

por las anémonas de los muelles.

Me defiendo con esta mirada

que mana de las ondas por donde el alba no se atreve,

yo, poeta sin brazos, perdido

entre la multitud que vomita,

sin caballo efusivo que corte

los espesos musgos de mis sienes.

Pero la mujer gorda seguía delante

y la gente buscaba las farmacias

donde el amargo trópico se fija.

Sólo cuando izaron la bandera y llegaron los primeros
canes

la ciudad entera se agolpó en las barandillas del
embarcadero.

New York, 29 de diciembre de 1929.

PAISAJE DE LA MULTITUD
QUE ORINA

(NOCTURNO DE BATTERY PLACE)

Se quedaron solos:

aguardaban la velocidad de las últimas
bicicletas.

Se quedaron solas:

esperaban la muerte de un niño en el velero
japonés.

Se quedaron solos y solas,

soñando con los picos abiertos de los pájaros
agonizantes,

con el agudo quitasol que pincha

al sapo recién aplastado,

bajo un silencio con mil orejas

y diminutas bocas de agua

en los desfiladeros que resisten

el ataque violento de la luna.

Lloraba el niño del velero y se quebraban los
corazones

angustiados por el testigo y la vigilia de todas las cosas

y porque todavía en el suelo celeste de negras huellas

gritaban nombres oscuros, salivas y radios de níquel.

No importa que el niño calle cuando le clavan
el último alfiler,

no importa la derrota de la brisa en la corola del
algodón,

porque hay un mundo de la muerte con
marineros definitivos

que se asomarán a los arcos y os helarán por
detrás de los árboles.

Es inútil buscar el recodo

donde la noche olvida su viaje

y acechar un silencio que no tenga

trajes rotos y cáscaras y llanto,

porque tan sólo el diminuto banquete de la araña

basta para romper el equilibrio de todo el cielo.

No hay remedio para el gemido del velero
japonés,

ni para estas gentes ocultas que tropiezan con
las esquinas.

El campo se muerde la cola para unir las raíces en un punto

y el ovillo busca por la grama su ansia de
longitud insatisfecha.

¡La luna! Los policías. ¡Las sirenas de los
transatlánticos!

Fachadas de crin, de humo, anémonas; guantes de goma.

Todo está roto por la noche,

abierta de piernas sobre las terrazas.

Todo está roto por los tibios caños

de una terrible fuente silenciosa.

¡Oh gentes! ¡Oh mujercillas! ¡Oh soldados!

Será preciso viajar por los ojos de los idiotas,

campos libres donde silban las mansas cobras
deslumbradas,

paisajes llenos de sepulcros que producen
fresquísimas manzanas,

para que venga la luz desmedida

que temen los ricos detrás de sus lupas,

el olor de un solo cuerpo con la doble vertiente de lis
y rata

y para que se quemen estas gentes que pueden orinar
alrededor de un gemido

o en los cristales donde se comprenden las olas nunca
repetidas.

ASESINATO

¿Cómo fue?

—Una grieta en la mejilla.

¡Eso es todo!

Una uña que aprieta el tallo.

Un alfiler que bucea

hasta encontrar las raicillas del grito.

Y el mar deja de moverse.


¿Cómo, cómo fue?

—Así


¡Déjame! ¿De esa manera?

—Sí.

El corazón salió solo.


¡Ay, ay de mí!

NAVIDAD EN EL HUDSON

¡Esa esponja gris!

Ese marinero recién degollado.

Ese río grande.

Esa brisa de límites oscuros.

Ese filo, amor, ese filo.

Estaban los cuatro marineros luchando con el mundo,

con el mundo de aristas que ven todos los ojos,

con el mundo que no se puede recorrer sin
caballos.

Estaban uno, cien, mil marineros

luchando con el mundo de las agudas
velocidades,

sin enterarse de que el mundo

estaba solo por el cielo.

El mundo solo por el cielo solo.

Son las colinas de martillos y el triunfo de la
hierba espesa.

Son los vivísimos hormigueros y las monedas en el fango.

El mundo solo por el cielo solo

y el aire a la salida de todas las aldeas.

Cantaba la lombriz el terror de la rueda

y el marinero degollado

cantaba al oso de agua que lo había de estrechar;

y todos cantaban aleluya,

aleluya. Cielo desierto.

Es lo mismo, ¡lo mismo!, aleluya.

He pasado toda la noche en los andamios de
los arrabales

dejándome la sangre por la escayola de los
proyectos,

ayudando a los marineros a recoger las velas
desgarradas.

Y estoy con las manos vacías en el rumor de
la desembocadura.

No importa que cada minuto

un niño nuevo agite sus ramitos de venas,

ni que el parto de la víbora, desatado bajo las ramas,

calme la sed de sangre de los que miran el
desnudo.

Lo que importa es esto: hueco. Mundo solo.
Desembocadura.

Alba no. Fábula inerte.

Sólo esto: desembocadura.

¡Oh esponja mía gris!

¡Oh cuello mío recién degollado!

¡Oh río grande mío!

¡Oh brisa mía de límites que no son míos!

¡Oh filo de mi amor, oh hiriente filo!

BOOK: Poeta en Nueva York
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