Por el camino de Swann (19 page)

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Authors: Marcel Proust

Tags: #Clásico, Narrativa

BOOK: Por el camino de Swann
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Precisamente el día antes había pedido a mis padres que me dejaran ir aquella noche a cenar con él: «Venga usted a hacer un rato de compañía a su viejo amigó —me dijo—. Y como ese ramo que un viajero nos manda desde un país a donde nunca hemos de volver, hágame respirar, desde la lejanía de su adolescencia, esas flores primaverales, por entre las que yo crucé también un día. Venga a casa y tráigame flores, primaveras, barbas de capuchinos, achicorias silvestres, cuencos de oro; tráigame la flor de
sedum
[16]
, con que se forma el ramo dilecto de la flora balzacciana; la flor del Domingo de Resurrección, margaritas y bolas de nieve de esas que empiezan a aromar el jardín de su tía cuando no se han fundido aún las bolas de nieve de verdad que trajeron las tormentillas de Pascua. Y tráigame la gloriosa vestidura de seda de la azucena, digna de Salomón, y el policromo esmalte de los pensamientos; pero, ante todo, no se olvide de traerme el airecillo aún fresco de las últimas heladas que entreabrirá para esas dos mariposas que están esperando a la puerta desde esta mañana, la primera rosa de Jerusalén.»

Dudaban en casa si, a pesar de todo, debían mandarme a cenar con el señor Legrandin. Pero mi abuela se negó a admitir que hubiera estado grosero con nosotros. «Ya sabéis perfectamente que viene aquí con toda sencillez, sin nada de hombre de mundo.» Y declaró que de cualquier forma, y aun poniéndonos en lo peor, si en realidad estuvo grosero, más valía que hiciéramos como que no lo notamos. A decir verdad, hasta mi padre, que era el más enfadado con Legrandin, por su actitud, abrigaba aún algunas dudas sobre lo que podía significar. Era una de esas actitudes o actos que revelaba el carácter más hondo y oculto de un ser; no se eslabona con sus palabras anteriores, no nos la puede confirmar el testimonio del culpable, que no ha de confesar; y no tenemos otro testimonio que el de nuestros sentidos, que muchas veces, enfrentados con ese recuerdo aislado e incoherente, parecen haber sido juguete de una ilusión; de modo que esa actitudes, que son las únicas importantes, nos dejan muy a menudo en la duda.

Cené con Legrandin, en su terraza; había luna. «¡Qué hermosa calidad de silencio hay esta noche! —me dijo—. Para los corazones heridos como el mío, dice un novelista que ya leerá usted algún día lo único adecuado es la sombra y el silencio Y, sabe usted, hijo mío, llega una hora en esta vida, aun está usted muy lejos de ella, en que los ojos fatigados ya no toleran más que una luz, ésta que una noche como la presente prepara y destila en la oscuridad, y cuando el oído no percibe otra música que la que toca la luna en el caramillo del silencio.» Prestaba oídos a lo que decía el señor Legrandin, que siempre me parecía agradable; pero preocupado por el recuerdo de una mujer que había visto por vez primera recientemente, y al pensar que Legrandin trataba a varias personalidades aristocráticas de las cercanías, se me ocurrió que quizá la conociera, y sacando fuerzas de flaqueza, le dije: «¿Conoce quizá a las señoras del castillo de Guermantes?» ; y sentía una especie de felicidad, porque al pronunciar aquel nombre adquiría como una especie de dominio sobre él, por el solo hecho de extraerlo de mis sueños y darle una vida objetiva y sonora.

Pero ante aquel nombre de Guermantes vi abrirse en los ojos azules de nuestro amigo una pequeña muesca oscura, como si los acabara de atravesar una punta invisible, mientras que el resto de la pupila reaccionaba segregando oleadas azules. Sus ojeras se ennegrecieron y se agrandaron. Y la boca, plegada en una amarga arruga, se recobró antes, sonrió, mientras que el mirar seguía doliente, como el de un hermoso mártir que tuviera el cuerpo erizado de flechas. «No, no las conozco», dijo; pero, en vez de dar a un detalle tan sencillo y a una respuesta tan poco sorprendente el tono corriente y natural que convenía, la pronunció apoyándose en las palabras, inclinándose, saludando con la cabeza, y a la vez con la insistencia que se da, para merecer crédito, a una afirmación inverosímil —como si eso de no conocer a los Guermantes fuera sólo efecto de una rara casualidad—, y al mismo tiempo con el énfasis de una persona que, como no puede ocultar una cosa que le es molesta, prefiere proclamarla, para dar a los demás la impresión de que la confesión que está haciendo no le fastidia, y es fácil, agradable y espontánea, y que la cosa misma —el no conocer a los Guermantes— puede muy bien ser algo no impuesto, sino voluntario, derivado de alguna tradición familiar, principio de moral o voto místico que le prohibiera expresamente el trato ton los Guermantes. «No —continuó explicando con las mismas palabras la entonación que les daba—; no las conozco; nunca he querido conocerlas, siempre quise guardar a salvo mi independencia; en el fondo, ya sabe usted que soy un jacobino. Muchas personas me lo han vuelto a decir, que hacía mal en no ir a Guermantes, que iba a pasar por un grosero, por un oso. Pero esta reputación no me da miedo, porque es verdad. En el fondo, de este mundo sólo me gustan unas pocas iglesias, dos o tres libros, pocos cuadros más, y la luna, siempre que esa brisa de su juventud de usted me traiga el perfume de los jardines que ya no pueden distinguir mis cansadas pupilas.» Yo no acababa de comprender por qué había que alardear de independencia para no ir a casa de gentes desconocidas, y por qué eso podía dale a uno tinte de salvaje o de oso. Pero sí entendía que Legrandin no era del todo verídico cuando decía que no le gustaban más que las iglesias, la luna y la juventud; también le gustaban, y mucho, los señores de los castillos, y tan sobrecogido se hallaba en su compañía por el temor de desagradarlos, que no se atrevía a lucir ante ellos su amistad con gentes de clase media, con hijos de notarios o de agentes de cambio, y prefería, si alguna vez llegaba a descubrirse la verdad, que fuera cuando él no estaba delante, «por defecto»; en suma, era un snob. Cierto que nunca confesaba nada de eso, con el lenguaje aquel que tanto nos gustaba a mis padres y a mí. Y cuando yo preguntaba si conocía a los Guermantes, Legrandin, el maestro de la conversación, contestaba: «No, nunca he querido conocerlos». Pero desgraciadamente lo decía ya tarde, porque otro Legrandin que él ocultaba celosamente en el fondo de sí mismo, y que no enseñaba nunca, porque ése estaba enterado de muchas cosas del Legrandin nuestro, de historias comprometidas, de su snobismo; ese otro Legrandin ya había contestado con la muesca abierta en la mirada, con el rictus de la boca, con la exagerada seriedad de tono de la respuesta, con las mil flechas que ponían a nuestro Legrandin, acribillado y desfalleciente, como a un San Sebastián del snobismo: «¡Ay, qué daño me hace usted! No, no conozco a los Guermantes. Ha ido usted a tocar en la llaga más dolorosa de mi vida». Y como aunque aquel Legrandin, indiscreto y acusón, carecía del hermoso hablar del otro, tenía, en cambio, la palabra mucho más rápida, compuesta de eso que se llama «reflejos», cuando el Legrandin, maestro de conversación, quería imponerle silencio, el otro ya había hablado, y en vano nuestro amigo se desesperaba por la mala impresión que las revelaciones de su
alter ego
debieron de causar; lo único que podía hacer eran atenuarlas.

Claro que eso no quería decir que Legrandin no era sincero cuando tronaba contra los snobs. No podía saber, al menos por sí mismo, que lo era, porque no nos es dado conocer más que las pasiones ajenas, y lo que llegamos a conocer de las nuestras lo sabemos por los demás. Nuestras pasiones no accionan sobre nosotros más que en segundo lugar, por medio de la imaginación, que coloca en lugar de los móviles primeros, morales de relevo que son más decentes. Jamás el snobismo de Legrandin le aconsejó ir a visitar a menudo a una duquesa. Lo que hacía era encargar a la imaginación de Legrandin que le representase a tal duquesa ceñida de torsos los atractivos. Y Legrandin iba hacia la duquesa creyendo ceder a la seducción del ingenio y la virtud, ignorada de esos infames snobs. Los demás eran los únicos que sabían que también él lo era; porque, gracias a la incapacidad en que estaban de comprender el trabajo intermediario de su imaginación, veían, una enfrente de otra, la actividad mundana de Legrandin y su causa primera.

Ahora, en casa ya, no nos hacíamos ilusiones respecto al señor Legrandin y se espaciaron mucho nuestras relaciones. Mamá se regocijaba grandemente cada vez que sorprendía a Legrandin en flagrante delito de aquel pecado que no confesaba y que seguía llamando el pecado sin remisión, el snobismo. A mi padre, en cambio, le costaba trabajo tomar los desdenes de Legrandin con tal desprendimiento y buen humor; y un año en que pensó mi familia en mandarme a pasar las vacaciones del verano a Balbec, acompañado de mi abuela, dijo: «Tengo que decir sin falta a Legrandin que vais a ir a Balbec, a ver si se ofrece a presentaron a su hermana. Ya no debe de acordarse de que nos dijo que su hermana vive a dos kilómetros de allí». Mi abuela, que opinaba que en los baños de mar hay que estarse todo el día en la playa husmeando la sal, y que más vale no conocer a nadie, porque las visitas y los paseos son otros tantos robos de aire de mar, pedía por el contrario, que no habláramos de nuestro proyecto a Legrandin, porque ya estaba viendo a su hermana, aquella señora de Cambremer, bajando del coche en el hotel en el momento que íbamos a salir a pescar, y obligándonos a quedarnos en casa para hacerle los honores. Pero mamá se reía de esos temores, pensando en su fuero interno que el peligro no era muy amenazador, y que Legrandin no se daría tanta prisa en ponernos en relación con su hermana. Pues bien; sin necesidad de sacarle la conversación de Balbec, el mismo Legrandin, muy ajeno a que hubiéramos tenido nunca propósito de ir por allí, vino a enredarse en el lazo una tarde que lo encontramos por la orilla del río.

—Hay en las nubes de esta tarde violetas y azules muy hermosos, ¿verdad, compañeros? —dijo a mi padre—; un azul, sobre todo, más floreal que aéreo, el azul de la cineraria, que choca mucho visto en el cielo. Y también esa nubecilla rosa tiene un tinte de flor, de clavel o de hidrangea. Sólo en el canal de la Mancha, entre Normandía y Bretaña, he podido hacer observaciones más copiosas sobre esta especie de reino vegetal de la atmósfera. Allí, junto a Balbec, junto a esos lugares tan salvajes, hay una ensenada de suavidad encantadora, donde la puesta de sol de esa tierra de Auge, esa puesta de rojo y oro, que, por lo demás, aprecio mucho, no tiene ningún carácter, es insignificante; pero en esa atmósfera suave y húmeda se abren por la tarde, en unos pocos momentos, ramos de ésos, celeste y rosa, incomparables, y que a veces tardan horas en marchitarse. Hay otros que se deshojan en seguida, y aun es más hermoso el espectáculo de un cielo todo cubierto por el dispersarse de innumerables pétalos azafranados y rosa. En esa ensenada, que parece de ópalo, todavía son más femeninas las playas doradas, porque están atadas, como rubias
Andrómedas
[17]
, a las terribles peñas de las costas próximas, a esa fúnebre costa, célebre por sus numerosos naufragios, y donde todos los inviernos sucumben tantas barca al peligro del mar. Balbec es la
osatura
[18]
geológica más vieja de nuestro suelo; es, verdaderamente, Ar-Mor, el mar, el Finisterre, la región maldita que ese brujo de Anatole France, que nuestro joven amigo debe de leer, ha descrito tan bien, oculta en sus brumas eternas, como el verdadero país de los Cimerios, de la
Odisea
. Sobre todo desde Balbec, donde ya están haciéndose hoteles, encima de esa tierra antigua y amable, que en nada alteran, es una delicia hacer excursiones cortas por esas regiones primitivas tan hermosas.

—¡Ah!, ¿tendrá usted conocidos en Balbec? —dijo mi padre—. Precisamente este niño va a ir allí a pasar dos meses con su abuela, y quizá con mi mujer.

Legrandin, cogido de improviso por la pregunta en momento en que tenía la mirada fija en mi padre, no pudo desviarla; pero hundiéndola con mayor intensidad a cada segundo —al mismo tiempo que sonreía tristemente— en los ojos de su interlocutor, con aire de amistad, de franqueza y de no tener miedo de mirar cara a cara, pareció que le atravesaba el rostro, hecho de pronto transparente, y que allá, detrás de él, contemplaba en aquel momento una nube de vivos colores que le servía de coartada mental, permitiéndole asegurar que, en el momento que le preguntaron si conocía a alguien en Balbec, estaba pensando en otra cosa y no había oído la pregunta. Por lo general, miradas de éstas arrancan del interlocutor un: «¿En qué está usted pensando?»; pero mi padre, irritado, curioso y cruel, volvió a decir:

—Pues conoce usted muy bien esa región. ¿Es que tiene usted amigos por allá?

En un postrer y desesperado esfuerzo, la sonriente mirada de Legrandin llegó al máximum de ternura, de vaguedad, de sinceridad y de distracción; pero comprendiendo, sin duda, que no tenía más remedio que contestar, nos dijo:

—Yo tengo amigos por doquiera que haya rebaños de árboles heridos, pero que no se dejan vencer, y que se agrupan para implorar juntos, con patética obstinación, a un cielo inclemente que no se compadece de ellos.

—No me refería a eso —dijo mi padre, tan terco como los árboles y tan implacable como el cielo—. Lo decía por si acaso ocurriera algo a mi suegra, para que no se sintiera tan sola.

—Allí, como en todas partes, conozco a todo el mundo, sin conocer a nadie —respondió Legrandin, que no se rendía fácilmente—; conozco mucho las cosas y poco a las personas. Pero allí las cosas también parecen personas, seres raros, de delicada esencia, engañados por la vida. Muchas veces se encuentra uno con un castillo, encaramado en la costa, junto al camino, parado allí para confrontar su pena con la noche rosada, por donde va subiendo una luna de oro, mientras que las barcas vuelven estriando las aguas jaspeadas, izada en los palos la llama de la luna y arbolados los colores lunares; otras, es una sencilla casa solitaria, feúcha, de aspecto tímido, pero novelesco, que oculta a todas las miradas un inmarcesible secreto de felicidad y desencanto. Ese país inverosímil —añadió con maquiavélica delicadeza—, ese país de ficción no es buena lectura para un niño, y no es el que yo escogería para mi amiguito, ya tan dado a la tristeza y con el corazón tan predispuesto. Los climas de confidencia amorosa y de nostalgia inútil acaso convengan a los viejos desengañados como yo, pero siempre son malsanos para un temperamento sin formar. Créame usted —repitió con insistencia—; las aguas de esa bahía, casi bretona ya, quizá ejerzan una influencia sedante en un corazón que ya no, está intacto como el mío y cuya herida no tiene compensación. Pero a su edad, mocito, están contraindicadas. Buenas noches, vecinos —añadió con aquella sequedad evasiva en él usual, y volviéndose hacia nosotros, con el dedo tieso y admonitorio del médico, resumió su consulta—: Sobre todo, nada de Balbec antes de los cincuenta años, y eso según esté el corazón —nos gritó.

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