Preludio a la fundación (39 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Preludio a la fundación
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–Bien, joven, ¿para qué quería verme? – preguntó Seldon.

–Porque es usted un matemático. Es el primer matemático que he visto en mi vida, de cerca, pudiendo casi tocarle.

–Los matemáticos son como los demás.

–No para mí, doctor…, doctor… Seldon.

–Así me llamo.

Amaryl parecía encantado.

–Por fin lo he recordado… Verá, yo también quiero ser matemático.

–Está bien. ¿Qué te lo impide?

–¿Habla en serio? – preguntó ceñudo.

–Presumo que algo te lo impide. Sí, hablo en serio.

–Lo que me lo impide es haber nacido en Dahl, ser un calorero en Dahl. No tengo dinero para pagarme una educación ni puedo conseguir créditos para lograrlo. Me refiero a una educación de verdad. Lo único que me enseñaron fue a leer, a contar y a utilizar una computadora. Con eso, ya sabía lo suficiente para ser calorero. Pero yo quería algo más. Así que aprendí solo.

–En cierto modo, es el mejor tipo de enseñanza. ¿Cómo lo hiciste?

–Conocía una bibliotecaria. Estaba dispuesta a ayudarme. Era una mujer muy buena y me mostró cómo servirme de las computadoras para aprender matemáticas. Me preparó un sistema de software que podía conectarme con otras bibliotecas. Iba todos los días libres y por las mañanas, después de mi turno. A veces, dejaba que me encerrara en su despacho para que la gente que entraba y salía no me molestara, o me dejaba entrar cuando la biblioteca ya estaba cerrada al público. Ella no sabía matemáticas, pero me ayudó todo lo que pudo. Era ya mayor, viuda. Quizá me consideraba como un hijo o algo así. Ella no tenía familia.

«Tal vez -pensó Seldon- intervenían otras emociones». Apartó esa idea. No era asunto suyo.

–Me gustaba la teoría de la numeración -explicó Amaryl-. Resolví algo de lo que aprendí por la computadora y libros-película que servían para aprender matemáticas.

Y hallé cosas nuevas que no estaban en los libros.

Seldon enarcó las cejas.

–Muy interesante. ¿Cómo qué?

–He traído algo para que lo vea. Nunca se lo he enseñado a nadie. La gente que me rodea… -Se encogió de hombros-. Se reirían de mí o se enfadarían. Una vez intenté explicárselo a una chica que conocía, pero dijo que eran cosas de brujería y no quiso volver a verme. ¿Le parece bien que se lo enseñe?

–Muy bien, puedes creerme.

Seldon tendió la mano y Amaryl, después de vacilar, le entregó la bolsa que había llevado consigo.

Durante un buen rato, Seldon revisó los papeles de Amaryl. El trabajo era de una gran ingenuidad, mas él no dejó escapar la menor sonrisa. Repasó las demostraciones, ninguna de las cuales era nueva, claro…, o casi nueva, o mínimamente importante.

Pero eso no tenía la menor importancia. Seldon levantó la mirada.

–¿Lo has hecho tú solo todo esto?

Amaryl, con expresión más que asustada, asintió con la cabeza. Seldon seleccionó unas páginas.

–¿Qué te hizo pensar en esto? – Con el dedo señaló una línea de razonamiento matemático.

Amaryl miró, frunció el ceño y reflexionó. Después, explicó lo que había pensado.

Seldon lo escuchó con atención.

–¿Leíste un libro de Anat Bigell? – preguntó.

–¿Sobre la teoría de la numeración?

–Su título era
Deducción Matemática
. No trataba de manera especial de la teoría de la numeración.

Amaryl sacudió la cabeza negativamente.

–Jamás oí hablar de él. Lo siento.

–Hace trescientos años resolvió tu teorema.

–No lo sabía -repuso Amaryl, que pareció abrumado.

–Claro que no lo sabías. Pero lo resolviste muy bien. No es riguroso, pero…

–¿Qué quiere decir «riguroso»?

–No importa -respondió Seldon, que reunió todos los papeles y volvió a meterlos en la bolsa-. Haz varias copias de todo esto. Separa una de ellas, séllala en una computadora oficial y colócala bajo custodia computarizada. Mi amiga, la doctora Venabili, puede meterte en la Universidad de Streeling sin previo examen y con algún tipo de beca. Tendrás que empezar por el principio y seguir cursos sobre otros temas además de las matemáticas, pero…

Amaryl ya había recobrado el aliento.

–¿La Universidad de Streeling? ¡No me admitirán! – exclamó.

–¿Por qué no? Dors, ¿podrás arreglarlo?

–Estoy segura de que sí.

–¡No, no podrá! – exclamó Amaryl, sofocado-. No me admitirán. Soy de Dahl.

–¿Y bien?

–No quieren aceptar gente de Dahl.

–¿De qué está hablando? – preguntó Seldon a Dors.

–No lo sé.

–Viene de otro mundo, señora. ¿Cuánto tiempo lleva en Streeling?

–Algo más de dos años, Amaryl.

–¿Ha visto dahlitas allí alguna vez? ¿Bajitos, cabello rizado y negro, grandes bigotes…?

–Hay estudiantes de todo tipo.

–Pero no dahlitas. Fíjese bien la próxima vez que vaya.

–¿Por qué no? – preguntó Seldon.

–No les gustamos. Nuestro aspecto es diferente. Nuestros bigotes no les agradan.

–Puedes afeitártelo… -La voz de Seldon se apagó ante la mirada furiosa del muchacho.

–¡Nunca! ¿Por qué iba a hacerlo? Mi bigote es mi virilidad.

–Sin embargo, te afeitas la barba. Y también es un signo de tu virilidad.

–Para mi pueblo lo es el bigote.

Seldon se quedó mirando a Dors.

–Calvas, bigotes…, ¡qué locura! – murmuró.

–¿Cómo? – preguntó Amaryl, furioso aún.

–Nada. Dime qué otra cosa no les gusta de los dahlitas.

–Inventan cosas desagradables: que olemos mal, que somos sucios. Dicen que robamos, que somos violentos. Dicen que somos tontos.

–¿Y por qué dicen todo eso?

–Porque no les cuesta nada decirlo y les hace sentirse mejores. Claro que trabajando en los hoyos de calor nos ensuciamos y olemos. Si somos pobres y se nos reprime, algunos roban y se ponen violentos. Pero no ocurre igual con todos. ¿Qué me dice de esos rubiales del Sector Imperial que se creen los amos de la Galaxia…, no, que son los amos de la Galaxia? ¿No se enfurecen nunca? ¿No roban a veces? Si trabajaran en mi puesto, olerían como yo. Si tuvieran que vivir como yo, también se ensuciarían.

–¿Quién niega que haya gente de todo tipo en todas partes? – dijo Seldon.

–Nadie lo niega. Lo dan por sentado. Doctor Seldon, tengo que alejarme de Trantor. Aquí no voy a tener ninguna oportunidad, no podré ganar dinero, ni conseguir educarme, ni hacerme buen matemático, ni llegar a ser nada más que lo que dicen que soy…, algo que no vale nada.

Esto último lo dijo frustrado…, desesperado. Seldon trató de razonar con él.

–La persona a quien alquilo estas habitaciones es un dahlita. Tiene un trabajo limpio. Es un hombre educado.

–¡Claro! – exclamó Amaryl con pasión-. Hay algunos. Se lo permiten a algunos para permitirse el lujo de decir luego que puede conseguirse. Y estos pocos pueden vivir limpiamente mientras no se muevan de Dahl. Deje que salgan y verá cómo los tratan. Mientras están aquí, piensan que son mejores que nadie, y a los demás nos tratan como si fuéramos basura. Eso les hace sentirse rubiales a sus propios ojos. ¿Qué hizo esa persona educada, la que le alquila estas habitaciones, cuando le dijo que iba a traer un calorero? ¿Cómo le dijo que iba a ser yo? No están en casa ahora… No han querido encontrarse en el mismo lugar que yo.

Seldon se humedeció los labios.

–No me olvidaré de ti. Haré que puedas salir de Trantor para ingresar en mi propia Universidad de Helicón…, tan pronto como yo vuelva allí.

–¿Me lo promete? ¿Me da su palabra de honor? ¿Aunque sea yo un dahlita?

–El hecho de que seas un dahlita carece de importancia para mí. Lo que sí tiene importancia es que ya seas un matemático. Pero aún me cuesta entender lo que me estás diciendo. Me parece imposible creer que exista ese insensato sentimiento contra personas inofensivas.

–Porque usted nunca ha tenido la ocasión de interesarse por estas cosas -se lamentó Amaryl-. Puede pasar todo bajo sus propias narices y no olería nada debido a que no le afecta.

–Amaryl -cortó Dors-, el doctor Seldon es un matemático como tú y, a veces, su cabeza está en las nubes. Debes comprenderlo. En cambio, yo soy historiadora y sé que no es improbable que un grupo de gente mire a otro con desprecio. Existen odios curiosos, casi rituales, que carecen de justificación racional y que pueden tener una grave influencia histórica. Es terrible.

–Decir de algo que «es terrible» resulta fácil. Según me ha dicho, usted no lo aprueba, y eso la convierte en una buena persona, pero después se va a sus cosas y deja de interesarse. Es mucho peor que «terrible». Va en contra de todo lo decente y natural. Todos somos iguales, rubiales y morenos, altos y bajos, orientales y occidentales, del sur o de otros mundos. Todos somos iguales, usted y yo, e incluso el propio Emperador. Todos descendemos de los habitantes de la Tierra, ¿no es verdad?

–¿Descendemos de qué? – exclamó Seldon, volviéndose para mirar a Dors con los ojos muy abiertos.

–¡De la gente de Tierra! – gritó Amaryl-. ¡El único planeta donde se originaron los humanos!

–¿Un planeta? ¿Un solo planeta?

–El único planeta. Claro. ¡Tierra!

–Cuando dices Tierra te refieres a Aurora, ¿verdad?

–¿Aurora? ¿Qué es eso? Cuando digo Tierra, quiero decir Tierra. ¿No ha oído hablar nunca de la Tierra?

–No -contestó Seldon-. En realidad, no.

–Es un mundo mítico -empezó Dors- que…

–Nada de mítico. Era un planeta real.

–He oído todo eso antes -suspiró Seldon-. Veamos, volvamos de nuevo al tema. ¿Hay algún libro dahlita que hable de la Tierra?

–¿Qué?

–¿Datos en alguna computadora?

–No sé de qué me habla.

–Joven, ¿dónde oíste hablar de la Tierra?

–Mi padre me lo contó. Todo el mundo lo sabe

–¿Hay alguien que lo sepa de manera especial? ¿Te lo enseñaron en la escuela?

–Allí jamás nos dijeron una palabra de eso.

–Entonces, ¿cómo lo sabe la gente?

Amaryl se encogió de hombros, con expresión de verse presionado por nada.

–Simplemente, lo saben. Si quiere enterarse de más historias, está Mamá Rittah. No sé que haya muerto.

–¿Tu madre? No sabrías…

–Ella no es mi madre. Se la llama así: Mamá Rittah.

Es muy vieja. Vive en Billibotton…, o solía vivir allí.

–¿Dónde está eso?

–Por allá -respondió Amaryl con un gesto vago.

–¿Y cómo puedo ir?

–¿Ir allí? Usted no puede ir allí. Jamás regresaría.

–¿Por qué no?

–Créame. No querría ir allí.

–Pero me gustaría ver a Mamá Rittah.

–¿Sabe usted usar una navaja? – preguntó Amaryl.

–¿Para qué? ¿Qué clase de navaja?

–Una navaja de muelle. Como ésta. – Amaryl bajó la mano al cinturón que sujetaba sus pantalones. Una parte se desprendió y del extremo surgió una hoja fina, brillante, mortífera.

La mano de Dors cayó de inmediato sobre la mano derecha del joven.

Amaryl se echó a reír.

–No pensaba utilizarla. Sólo se la enseñaba. Necesitará una igual para defenderse. Si no la tiene, o si la tiene y no sabe servirse de ella, jamás saldrá vivo de Billibotton. Pero, bueno, doctor Seldon, ¿dice en serio que me ayudará a llegar a Helicón? – preguntó con grave intensidad.

–Completamente en serio. Te lo prometo. Escribe tu nombre y dónde puedo localizarte por hipercomputadora. Tendrás un código, me figuro.

–Lo tiene mi turno en los hoyos de calor, ¿bastará?

–Sí.

–Bueno, esto quiere decir que todo mi futuro depende de usted, doctor Seldon, así que, por favor, no vaya a Billibotton. No puedo perderle, ahora… -Volvió su mirada suplicante hacia Dors y musitó-: Doctora Venabili, si él le hace caso, pídale que no vaya. Se lo suplico.

14. Billibotton

Dahl. – … Curiosamente, el aspecto mejor conocido de este sector de Billibotton, un lugar casi legendario sobre el que se cuentan innumerables historias. De hecho, existe una rama de la literatura en la que héroes y aventureros (y víctimas) tienen que enfrentarse al peligro cuando cruzan Billibotton. Se han estilizado de tal forma dichas historias, que una de ellas, famosa y, presumiblemente, auténtica, es la del viaje de Hari Seldon y Dors Venabili, el cual se nos aparece fantástico por simple asociación…

Enciclopedia Galáctica

66

–¿Te propones realmente visitar a esa «Mamá»? – preguntó Dors, pensativa, cuando ella y Seldon se encontraron solos.

–Lo estoy meditando, Dors.

–Qué raro eres, Hari. Da la sensación de que vas de mal en peor. Subiste a
Arriba
, lo que parecía algo inocente, cuando estuviste en Streeling por un motivo razonable. Después, en Mycogen, penetraste en el «Nido» de los Ancianos, una tarea mucho más peligrosa, por un motivo sin sentido. Y ahora, en Dahl, quieres ir a un lugar; un viaje que ese muchacho considera como un simple suicidio, por un motivo totalmente irrazonable.

–Esa referencia a la Tierra ha despertado mi curiosidad, y debo saber qué hay de cierto en ella.

–Es una leyenda y ni siquiera resulta interesante. Pura rutina. Los nombres cambian de planeta a planeta, pero el contenido de la leyenda es idéntico. Siempre la historia del mundo original, y una edad de oro. Hay nostalgia por un pasado, simple y virtuoso en apariencia, que es casi universal entre la gente de una sociedad viciosa y compleja. De un modo u otro, esto resulta cierto en cualquier sociedad, puesto que todo el mundo imagina la suya propia demasiado compleja y viciosa, por sencilla que sea. Apunta esto para tu psicohistoria.

–No importa -insistió Seldon-. Tengo que considerar la posibilidad de que una vez existió un mundo. Aurora…, Tierra…, el nombre carece de importancia. En realidad… -De pronto, guardó silencio.

–¿Qué hay? – preguntó Dors.

–¿Te acuerdas de la historia de la-mano-en-el-muslo que me contaste en Mycogen? Fue inmediatamente después de conseguir el
Libro
de Gota de Lluvia Cuarenta y Tres… Bueno, una noche, de pronto, la recordé hace muy poco, hablando con los Tisalver. Dije algo que me recordó, por un instante…

–Te recordó ¿qué?

–No me acuerdo. Pasó por mi cabeza y volvió a salir, pero todas las veces que pienso en la idea del mundo único, me parece tener algo en la punta de los dedos, muy cerca, y después lo pierdo.

Dors miró a Seldon, sorprendida.

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