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Authors: Donna Leon

Tags: #Intriga

Pruebas falsas

BOOK: Pruebas falsas
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Esta nueva aventura del comisario Brunetti se inicia con el brutal asesinato de una anciana odiada por sus vecinos. Las sospechas se ciernen sobre su criada rumana, desaparecida la tarde del crimen. Acosada, la joven muere durante la persecución policial, llevando consigo una considerable cantidad de dinero y documentación falsa. Caso cerrado, pero no resuelto… Una vecina de la víctima deja claro que la empleada no pudo cometer el asesinato, pero sólo Brunetti creerá su coartada. Una discusión con Paola acerca de los siete pecados capitales le pondrá sobre la pista de un posible móvil.

La burocracia veneciana, los prejuicios hacia los inmigrantes del Este y hacia los homosexuales, o el terror al sida son algunos de los temas que aparecen en Pruebas falsas a medida que Brunetti y, cómo no, la eficiente y fiel Elettra, avanzan en la investigación.

Donna Leon

Pruebas falsas

Saga Comisario Brunetti 13

ePUB v1.0

Creepy
28.04.12

Título Original:
Doctored Evidence
, 2004

Autor: Donna Leon
[*]

Fecha edición española: 2005

Editorial: Editorial Seix Barral, S.A.

Traducción: Ana María de la Fuente Rodríguez

Para Alan Curtis

Signor Dottore

Che si può fare?

Señor Doctor

¿Qué se puede hacer?

Mozart, Così fan tutte

Capítulo 1

Era una vieja foca, y la tenía atravesada. Como era su médico, le remordía la conciencia por aborrecerla de aquel modo, pero el remordimiento no le hacía odiarla menos. Y es que ni la más generosa de las criaturas hubiera podido encontrar una sola buena cualidad en Maria Grazia Battestini: egoísta, mal genio, mala idea, y siempre quejándose de sus dolencias y de las contadas personas que aún tenían la paciencia de acercarse a ella. El sacerdote la había dejado por imposible hacía tiempo y los vecinos hablaban de ella con desagrado y hasta con franca animadversión. Su familia se relacionaba con ella lo estrictamente indispensable por cuestiones de testamentaría. Pero él era médico y no tenía más remedio que hacerle la visita semanal, que no consistía sino en el mero formulismo de preguntarle cómo se encontraba y tomarle el pulso y la presión lo más rápidamente posible. Hacía ya cuatro años que venía, y su aversión había crecido de tal modo que ya había dejado de sentirse culpable por la decepción que le producía no hallar en ella síntomas de enfermedad. La mujer acababa de cumplir ochenta y tres años, aunque por su aspecto y su manera de actuar parecía tener diez más, no obstante lo cual, el médico estaba seguro de que los enterraría a él y a todos.

Él tenía las llaves y abrió el portal. La mujer era dueña de toda la casa, tres plantas, aunque sólo utilizaba la mitad de la segunda. Ahora bien, por pura maldad, para impedir que la hija de su hermana Santina se mudara a la planta de arriba o a la de abajo, mantenía la ficción de que ocupaba todo el inmueble. Él no recordaba cuántas veces, durante todos aquellos años, y, especialmente, después de la muerte de su hijo, la había oído despotricar contra su hermana y felicitarse, muy ufana, de frustrar los planes de la familia respecto a la casa. La mujer hablaba de su hermana con un rencor que no había hecho sino acrecentarse desde la infancia.

El médico hizo girar la llave hacia la derecha, y como en Venecia las puertas no suelen abrirse al primer intento, al tiempo que daba la vuelta a la llave, tiraba hacia sí. Cuando la cerradura cedió, él dio un empujón a la madera y entró en el oscuro zaguán. Poca era la luz que se filtraba a través de la mugre acumulada durante décadas en las dos estrechas ventanas situadas encima de la puerta. Él ya se había acostumbrado a aquella penumbra. La
signora
Battestini llevaba años sin bajar la escalera, por lo que no creía necesario mandar limpiar aquellas ventanas. También hacía años que la humedad había corroído los cables del alumbrado, pero ella se negaba a pagar a un electricista, y el médico ya hasta había perdido el hábito de tratar de encender la luz.

Atacó el primer tramo de escaleras, tratando de darse ánimo con la idea de que ésta era la última visita de la mañana. Cuando saliera de casa de la arpía, iría a tomar una copa y, después, a almorzar. Hasta las cinco no empezaba a visitar en el consultorio. No tenía planes para después del almuerzo, ni deseos de hacer algo en concreto; le bastaba con no tener que ver ni tocar cuerpos consumidos o abotargados.

Al empezar a subir el segundo tramo, iba pensando en que ojalá la nueva criada —la rumana, o así la llamaba la vieja, aunque ninguna se quedaba en la casa lo suficiente como para que él pudiera recordar el nombre— durase más que las otras. Por lo menos, desde que ésta había llegado, la vieja estaba limpia y no olía a orina. Ya no recordaba cuántas mujeres habían pasado por la casa durante aquellos años. Llegaban atraídas por la perspectiva de lo que no dejaba de ser un puesto de trabajo, aunque acarreara limpiar y alimentar a la
signora
Battestini y soportar su mal humor, pero no tardaban en marcharse, incapaces de resistir las intemperancias de la vieja ni aun con el imperativo de la más extrema necesidad.

Por un hábito de cortesía, el médico llamó a la puerta, aun sabiendo que era perder el tiempo. El estrépito del televisor, que se oía desde la calle, ahogó el sonido. Ni siquiera el más fino oído de la rumana —¿cómo se llamaba aquella mujer?— captaba su llegada.

Él tomó la segunda llave, le dio dos vueltas y entró en el apartamento. Por lo menos, estaba limpio. Una vez, cosa de un año después de que se muriera el hijo, si mal no recordaba, habían dejado sola a la vieja durante más de una semana. Aún recordaba el olor que le asaltó al abrir la puerta —entonces iba cada quince días—: en la mesa de la cocina, platos sucios de una semana con restos de comida descompuesta, en pleno mes de julio. Y ella misma, aquel cuerpo obeso, desnudo, pringoso de los alimentos que había tratado de tomar, hundido en una butaca delante del televisor que vociferaba. Aquella vez, ella acabó en el hospital, deshidratada y desorientada, pero, al cabo de tres días, ya la dejaron marchar. Ella decía que quería irse a su casa, y ellos la llevaron encantados. Entonces vino la ucraniana, que desapareció a las tres semanas, llevándose una bandeja de plata, y él aumentó sus visitas a una por semana. Durante los últimos años, la vieja se había mantenido estable: el corazón le palpitaba a buen ritmo, los pulmones aspiraban el aire del apartamento y la capa de grasa que la envolvía iba creciendo.

El médico dejó el maletín en la mesa, observando con agrado que estaba limpia, señal de que la rumana seguía allí. Sacó el estetoscopio, se lo colgó del cuello y entró en la sala.

De no haber estado encendido el televisor, probablemente las hubiera oído antes de entrar. Pero desde la pantalla la rubia de piel estirada y rizos a lo Shirley Temple daba el informe del tráfico y alertaba a los automovilistas del Véneto de la congestión de la A4, ahogando con su voz el zumbido del industrioso ajetreo de las moscas en torno a la cabeza de la mujer.

El médico estaba habituado a la visión de la muerte en ancianos, pero eran imágenes más decorosas que la que ahora tenía ante sí, en el suelo. Hay muertes plácidas y muertes turbulentas, pero la muerte rara vez llega al asalto y son pocos los que se le resisten con violencia. Tampoco ella se le había resistido.

Su atacante la había pillado desprevenida: yacía en el suelo, a la izquierda de una mesa que seguía en pie, en la que había una taza vacía y el mando a distancia. Las moscas habían acordado dividir su actividad entre una fuente de higos y la cabeza de la
signora
Battestini. La muerta tenía los brazos extendidos hacia adelante y la mejilla izquierda aplastada contra el suelo. Su cabeza recordó al médico un balón de fútbol de su hijo que el perro había abollado de una dentellada. Con la diferencia de que la cubierta del balón estaba lisa y limpia, y de su interior no había salido nada.

Él se paró en la puerta y miró en derredor, aturdido por el caos, sin saber qué buscaba exactamente. Quizá temía encontrar el cuerpo de la rumana, o quizá ver salir de repente de otra habitación al autor del crimen. Pero, a juzgar por el número de moscas, el homicida ya debía de estar lejos. El sonido de una voz humana captó su confusa atención haciéndole levantar la cabeza, pero no descubrió sino que un camión había sufrido un accidente en la A3, cerca de Cosenza.

El médico cruzó la sala y apagó el televisor, y se hizo un silencio que no tenía nada de apacible ni respetuoso. No sabía si entrar en las otras habitaciones en busca de la rumana, que podía estar herida y necesitar auxilio. Pero volvió al recibidor, sacó del bolsillo el
telefonino
, marcó el 113 e informó de que en Cannaregio se había cometido un asesinato.

La policía encontró la casa sin dificultad, ya que el médico les había explicado que era la primera de la calle situada a la derecha del Palazzo del Cammello. La lancha se detuvo en el lado sur del Canale della Madonna. Saltaron a la
riva
dos policías uniformados, uno de los cuales se volvió hacia la embarcación para ayudar a los tres hombres del equipo técnico a descargar sus aparatos.

Era casi la una. El sudor les resbalaba por la cara y pronto empezó a pegarles la chaqueta al cuerpo. Quejándose del calor y enjugándose el sudor, cuatro de los cinco hombres empezaron a transportar el equipo hacia la entrada de la calle Tintoretto y la casa donde les esperaba un hombre alto y delgado.

—¿El
dottor
Carlotti? —preguntó el policía uniformado que no había ayudado a descargar la lancha.

—Sí.

—¿Nos ha llamado usted? —Los dos sabían que la pregunta era superflua.

—Sí.

—¿Podría darme más detalles? ¿A qué ha venido?

—A visitar a una paciente, Maria Grazia Battestini. Vengo todas las semanas. Al entrar en el apartamento, la he encontrado en el suelo. Estaba muerta.

—¿Tiene llave? —preguntó el policía. Aunque su voz era neutra, la pregunta puso en el ambiente una nota de suspicacia.

—Sí; hace años. Tengo llave de la casa de muchos de mis pacientes —dijo Carlotti, y se interrumpió, consciente de que debía de parecer extraño que diera tantas explicaciones a la policía, y se sintió incómodo.

—¿Querría decirme con exactitud qué encontró usted? —preguntó el policía. Mientras los dos hombres hablaban, los otros depositaron parte del equipo en el zaguán y volvieron a la lancha a buscar el resto.

—Está muerta. La han matado.

—¿Por qué está tan seguro de que la han matado?

—Basta con verla —dijo Carlotti, sin más.

—¿Alguna idea de quién pueda haberlo hecho,
dottore
?

—Desde luego que no. Del asesino, ni idea —dijo el médico, con un acento que quería ser de indignación y se quedó en simple nerviosismo.

—¿Un hombre?

—¿Cómo?

—Ha dicho «asesino»,
dottore
. ¿Por qué piensa que ha sido un hombre?

Cuando Carlotti abrió la boca para responder, no consiguió imprimir en sus palabras el tono mesurado que buscaba y dijo secamente:

—Mírele la cabeza y dígame si eso ha podido hacerlo una mujer.

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