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Authors: Jean Genet

Tags: #Drama, #Erótico

Querelle de Brest (8 page)

BOOK: Querelle de Brest
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—¿Qué tal, compañero? ¿Va todo bien?

Con la cabeza Gil hacía su gesto habitual de indiferencia. Apenas sonreía. Sobre la almohada, Gil sintió que su mejilla ardía. Tenía los ojos bien abiertos y, a causa de las ganas de mear, cada vez mayores, la impaciencia aumentaba su furia. Le quemaban los bordes de los párpados. Una bofetada recibida hace que nuestro cuerpo se yerga y se lance hacia adelante, respondiendo con otra bofetada o un puñetazo, saltando, tensándose, bailando: en una palabra, viviendo. Una bofetada recibida puede también hacernos agachar la cabeza, tambalearnos, caer, morir. Llamamos hermosa a la actitud de vida y fea a la actitud de muerte. Pero más hermosa es todavía la actitud, que nos hace vivir aprisa, hasta la muerte. Los policías, los poetas, los criados y los sacerdotes se asientan en la abyección. En ella abrevan, circula por ellos, los alimenta.

—Policía, un oficio como otro cualquiera.

Al dar esta respuesta al antiguo compañero que le preguntaba con cierto desprecio por qué había ingresado en la policía, Mario sabía que mentía. Se burlaba de las mujeres por la facilidad con que conseguía a las de «malas costumbres». Debido a la presencia de Dédé, el odio que percibe en su entorno hace que le resulte pesada su función de policía. Le molesta. Quisiera librarse de ella, pero le tiene envuelto. Peor aún, corre por sus venas. Tiene miedo a ser envenenado por ella. Al principio lentamente, más tarde apasionadamente, se enamora de Dédé. Dédé será el antídoto. La Policía en él circula algo menos, se debilita. Se siente un poco menos culpable. La sangre de sus venas, que le condenaba al desprecio de los maleantes y a la venganza de Tony, fluye menos negra.

¿Estará la cárcel de Bougen llena de bellas espías? Mario sigue confiando en que se verá implicado en un asunto de robo de documentos de interés para la Defensa nacional.

En la habitación de Dédé, en la rue Saint-Pierre, Mario estaba sentado, con los pies en el suelo, en el diván-cama recubierto de una simple colcha de algodón azul de rayas, estirada sobre las sábanas deshechas. Dédé saltó encima del diván, de suerte que se encontró de rodillas ante el perfil del rostro y del busto inmóvil de Mario. El policía no dijo una sola palabra. No movió un solo músculo de su cara. Sus ojos fijos miraban directamente enfrente de ellos algo extremadamente importante más allá del hielo que cubría la chimenea, más allá del muro y de la ciudad. De rodillas, sobre la superficie dura y plana que presentan las rodillas de un hombre sentado con la pierna un poco recogida sobre sí, sus dos manos se posaban extendidas. Dédé no le había visto nunca con un rostro tan duro, tan tenso, tan triste, tan malvado incluso, especialmente a causa de los labios resecos y apretados hasta formar pliegues.

—Bueno, ¿qué? ¿Qué puede ocurrir? Voy a llegarme hasta el puerto y ya veré… Voy a ver si está allí. ¿No crees?

El rostro de Mario ni se inmutó. Lo animaba un calor extraordinario que no llegaba a infundirle color: estaba pálido, pero sus líneas eran tan apretadas, se rompían y se entrecruzaban de una manera tan brusca que lo iluminaban con una miríada de estrellas. Toda la vida de Mario debía de estar ascendiendo, procedente de las pantorrillas, del sexo, del torso, del corazón, del ano, del intestino, de los brazos, de los codos, del cuello, hasta el rostro, donde se desesperaba de no poder salir, ir más lejos, escaparse en la noche, deshacerse en centellas. Tenía las mejillas ligeramente hundidas, lo que le hacía más dura la barbilla. No tenía el ceño fruncido, pero ponía en blanco el globo ocular, lo que obligaba al borde del párpado a formar con la nariz una pequeña rosa de ámbar. Muy cerca de sus labios, dentro de la boca, Mario hacía una bola de saliva cada vez más grande, que no osaba, que no sabía ya cómo tragar. Su miedo y su odio mezclados se habían amontonado allí, en el extremo de sí mismo. Los ojos azules se le habían vuelto casi negros bajo unas cejas cuyo color rubio era más claro que nunca. La misma claridad de aquel color rubio turbó un poco la paz profunda de Dédé. (Pues el joven estaba tanto más tranquilo cuanto más profundamente agitado se encontraba su amigo, como si sólo éste hubiera aspirado hasta la superficie de su rostro el fango depositado en ambos y aquel súbito destino superior del policía le diera una actitud desesperada y grave, aunque con esa ligera crispación, contenida, de los héroes indiscutibles. Dédé parecía haberlo comprendido y no podía testimoniar mejor su gratitud que aceptando con elegante sencillez ser purificado, conocer por fin la gracia primaveral de los bosquecillos de abril.) La claridad de las cejas de Mario turbó, decíamos, la paz profunda del chiquillo, infundiéndole la inquietud de ver que un color claro pueda contener tanta sombra, acompañar una expresión tan sombría y borrascosa. La desolación es más grande si se expresa mediante un signo de luz. Y aquella claridad de las cejas turbó su inquietud, la pureza de su inquietud —no por saber que Mario estaba en peligro de muerte al haber detenido a un cargador del puerto, sino al ver que el policía poseía todas las señales de la inquietud—, dándole a entender de una manera vaga que no eran vanas las esperanzas de volver a ver alegre el rostro de su amigo, en el que aún podían distinguirse signos de claridad. A decir verdad, aquel rayo de luz sobre el rostro de Mario era una sombra. Dédé colocó su antebrazo desnudo —la camisa remangada por encima del codo —en el hombro de Mario y observó atentamente su oreja. Por un instante consideró la suavidad de los cabellos cortos, perfilados desde la nuca a la sien, y de cuyos tajos recientes emanaba una luz sedosa y delicada. Sopló suavemente la oreja para liberarla de algunos cabellos rubios más largos que caían de la frente. Nada se movió en el rostro de Mario.

—¡Es desternillante la cara de cabrón que pones! ¿Pero qué piensas que pueden hacerte esos tipos?

Calló unos instantes como para reflexionar, y añadió:

—Y lo que me revienta es que no te atrevas a detenerlo. ¿Pero por qué no los detienes?

Echó algo hacia atrás el busto para ver mejor el perfil de Mario, quien no movió el rostro ni los ojos. Mario ni siquiera estaba pensando. Aceptaba que su mirada se perdiera, se disolviera y arrastrara todo su cuerpo en esa disolución. Hacía un momento Robert le había contado que cinco estibadores de los más lanzados habían jurado cargárselo. Tony, al que había detenido de un modo que consideraban desleal los tipos de Brest, había salido la víspera de la cárcel de Bougen.

—¿Qué quieres que haga?

Sin cambiar de sitio las rodillas, Dédé se había echado una vez más hacia atrás. Llegó a adoptar la postura de una joven santa en trance místico, postrada de rodillas al pie de una encina, anonadada por la revelación y el fulgor de la gracia y que se echa hacia atrás para apartar su rostro de una aparición que le está quemando las cejas, las niñas de los ojos y que le ciega. Sonrió. Dulcemente rodeó con su brazo el cuello del policía. A picotazos, le fue besando el rostro, sin tocarlo, en la frente, en la sien, en el ojo, en la punta redonda de la nariz, en los labios, pero siempre sin tocarlos. Mario se sintió acribillado por mil puntas de fuego depositadas, recobradas, devueltas.

«Me está cubriendo de mimosas», pensó.

Sólo sus párpados batieron, pero ninguna otra parte de su cuerpo se movió, ni tampoco sus manos en las rodillas. Ni se le empalmó el rabo. Sin embargo, era sensible a la ternura desacostumbrada del niño. Llegándole a través de mil golpecitos dolorosos (por ser tan sólo presentidos) y cálidos, dejaba que le fuera hinchando el cuerpo poco a poco y lo aliviara. Dédé picoteaba sus besos sobre una roca. Los golpes se espaciaron, el niño echó atrás la cabeza sonriendo siempre y se puso a silbar. Imitando el canto de los pájaros, en torno a la cabeza severa y poderosa de Mario, paseó su boquita fruncida en forma de culo de gallina desde el ojo a la boca, desde la nuca a las aletas de la nariz, silbando ya como un mirlo, ya como una oropéndola. Sonreía con la mirada. Se divertía imitando a todos los pájaros de la floresta. Se enternecia consigo mismo porque al mismo tiempo que se identificaba con los pájaros podía ofrecérselos a aquella cabeza ardiente, aunque inmóvil, fraguada en piedra. Dédé intentaba domesticarla, fascinarla por medio de los pájaros. Mario experimentaba una especie de angustia al conocer algo pavoroso: la sonrisa de un pájaro. Pensó aliviado:

«Me espolvorea de mimosas.»

Al canto de los pájaros vino a mezclarse un suave polen. Vagamente Mario se sintió capturado en una de esas violetas de tul, salpicadas de lunares espaciados. Luego se sumergió en sí mismo para alcanzar esa región de lo etéreo y de la inocencia que se denomina, tal vez, el limbo. Incluso en las angustias, escapaba a sus enemigos. Tenía derecho a ser un policía, un guripa. Tenía derecho a dejarse llevar por la antigua complicidad que le unía a este pequeño soplón de dieciséis años. Dédé intentaba que una sonrisa abriese aquella cabeza para aprisionar a los pájaros: la roca se resistía a sonreír, a florecer, a cubrirse de nidos. Mario se cerraba. Prestaba atención a los silbidos airosos del chaval, pero —el auténtico Mario, siempre en vela— estaba tan lejos en el fondo de sí mismo, tratando de afrontar el miedo y destruirlo a fuerza de analizarlo, que necesitaría mucho tiempo para retornar a sus músculos, para moverlos. Sentía que allí, detrás de su rostro severo, detrás de su palidez, de su inmovilidad, de sus puertas, de sus murallas, se hallaba al abrigo. Estaba detrás de las murallas de la policía, protegido por esos rigores que son sólo apariencia. Dédé le besó en la comisura de los labios, muy deprisa; luego se bajó de la cama de un salto. Plantado delante de Mario, le sonreía.

—¿Pero qué es lo que no funciona? ¿Te encuentras mal o te has encaprichado de alguien?

A pesar del deseo, nunca se le había ocurrido acostarse con Dédé, nunca había hecho el menor gesto equívoco. Sus superiores y sus colegas sabían de sus relaciones con el chico, quien para ellos era simplemente un soplón.

Dédé no respondió a la ironía de Mario, pero su sonrisa se crispó un tanto, sin desaparecer por completo. Su rostro estaba rosa.

—Estás algo chiflado.

—No te he hecho daño, ¿no? Te estoy besando como a un camarada. Desde hace un rato pones cara de enfadado. Sólo quiero que te diviertas.

—¿No tengo, pues, derecho a quedarme pensativo un minuto?

—Hace una hora que estás así. No está claro que Tony quiera matarte…

Mario se puso nervioso; su boca se crispó.

—¿No pensarás por casualidad que tengo canguelo?

—Yo no he dicho eso.

Dédé estaba indignado.

Se hallaba de pie ante Mario. Tenía una voz ronca, algo vulgar, entorpecida por un leve acento campesino. Era una voz para hablar a los caballos. Mario volvió la cabeza. Durante algunos instantes contempló a Dédé. Y todo lo que dirá en el transcurso de esta escena será pronunciado aumentando la crispación de los labios y las cejas, en lo cual quería poner toda su voluntad con el fin de que el chaval se diera cuenta de que él, Mario Lambert, inspector de la brigada de caminos, destinado en la comisaría de Brest, no se consideraba acabado. Desde hacía un año trabajaba con Dédé, quien le informaba sobre la vida secreta de los estibadores, sobre los robos, los hurtos de café, de minerales, de materiales, ya que los tipos de los astilleros no desconfiaban del chiquillo.

—Vete.

Plantado ante él, algo achaparrado sobre sus piernas separadas, con un gesto ligeramente enfurruñado en la boca, Dédé miraba al policía. De pronto, girando sobre uno de sus pies, con las piernas siempre abiertas en forma de compás, hizo un movimiento tan brusco de hombros y caderas, para aproximarse a la ventana donde tenía colgada de la falleba su chaqueta, que pareció más fuerte que nunca, cargando sobre sus espaldas el peso de un cielo invisible. Por primera vez Mario se percataba de que Dédé era fuerte, de que se había convertido en un hombrecito.

Sintió vergüenza de haberse dejado llevar por el miedo delante de él, pero pronto se refugió en la coartada de ser policía, lo cual justifica todas las actitudes. La ventana daba a una callejuela estrecha. Enfrente, del otro lado de la calle, se alzaba el muro gris de una cochera. Dédé se puso la chaqueta. Cuando se dio la vuelta con la misma brusquedad de antes, Mario estaba de pie ante él, con las manos en los bolsillos.

—¿Has entendido? No tienes que acercarte demasiado. Ya te lo he dicho. Nadie sospecha que trabajas conmigo, así que no te dejes ver.

—Puedes estar tranquilo, Mario.

Dédé estaba terminando de vestirse. Se puso una bufanda de lana roja alrededor del cuello y en la cabeza una gorrita de plato gris, como las que llevan todavía los golfos de provincias. Del bolsillo de su chaqueta, donde se amontonaban en desorden los cigarrillos, sacó uno que introdujo en la boca de Mario; luego metió otro en la suya, sin una sonrisa, a pesar de lo que aquello le recordaba. Y con un ademán súbitamente grave, casi solemne, se puso los guantes, única señal de su pobre riqueza. Dédé amaba, veneraba casi aquellos objetos grasientos que nunca llevaba con descuido en la mano, sino que se los enfundaba con la mayor propiedad. Sabía que constituían el único detalle por el cual también él, desde el fondo de su miseria voluntaria —y por tanto moral—, conectaba con el mundo social y cierto de la opulencia. Aquellos contados ademanes, aquella actividad con destino concreto le ponían de nuevo en su lugar. Se asombraba por haberse atrevido a darle aquel beso y todo el juego que le había precedido. Estaba avergonzado de ello como de un error. Nunca había tenido para con Mario —ni Mario para con él— un gesto de ternura. Dédé era serio. Por cuenta del policía acopiaba con toda seriedad sus confidencias y con toda seriedad se las comunicaba cada semana en un lugar de las murallas concretado por teléfono. Era la primera vez en su vida que se había abandonado a la imaginación.

«Y eso que no he bebido nada», pensó.

Al decir que era serio por naturaleza, entendemos que su seriedad no era rebuscada. Por el contrario, era ésta la que le dificultaba aparentar una ligereza forzada. Jamás, por ejemplo, se habría atrevido a hacer lo que se atrevía a hacer cualquier chico de dieciséis años: alguno de esos jugueteos repetidos mil veces como extender la mano y retirarla cuando la pareja va a estrecharla, remedar en broma unas tetas femeninas, decir «15» al cruzarse con un hombre barbudo, etc… pero esta vez había puesto de su parte y su vergüenza se mezclaba con un sentimiento de ligera libertad. Frotó una cerilla y presentó la llamita a Mario con una solemnidad más fuerte que su ignorancia de los ritos. Siendo Mario más alto que él, el golfillo le ofrecía al mismo tiempo su rostro, púdicamente, secretamente oscurecido por la sombra de sus manos.

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