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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (16 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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El único detalle que aludía a su nueva vida fue que se negara a ir con mi padre al cementerio a visitar la tumba de su esposo. «Puedes ir solo», le dijo lacónicamente, «es la tercera de la izquierda en la fila doce. Yo tengo que hacer».

El impresor comentó más tarde que quizá tenía que ir a casa de su remendón. Se quejó amargamente.

«Yo vivo aquí, en este cuchitril, con mi familia, trabajo sólo cinco horas al día, y encima mal pagadas, y, para colmo, el asma vuelve a darme guerra y el caserón de la Hauptstrasse está vacío.»

Mi padre había alquilado una habitación en la hostería, esperando que, siquiera por simple cumplido, su madre lo invitaría a quedarse en la casa, pero ella ni mencionó el tema. ¡Y pensar que antes, aunque la casa estuviera llena de gente, la abuela siempre le había criticado que no viviera con ellos y encima gastara dinero en hoteles!

Pero ahora parecía haber roto definitivamente con su vida familiar para emprender nuevos rumbos, ahora que su existencia empezaba a declinar. Mi padre, que tenía una buena provisión de humor, la encontró «muy animada» y dijo a mi tío que dejara a la anciana hacer lo que le apeteciera.

Pero, ¿qué le apetecía?

La siguiente noticia que se tuvo de ella fue que había alquilado un break y se había ido de excursión un jueves cualquiera. Un break era un coche de caballos de grandes ruedas, con cabida para toda una familia. Muy ocasionalmente, cuando los nietos íbamos de visita, mi abuelo alquilaba un break. La abuela se quedaba siempre en casa. Rechazaba las invitaciones a pasear con un desdeñoso gesto de la mano.

Y tras lo del break vino el viaje a K., una ciudad más grande que, en ferrocarril, quedaba a unas dos horas del pueblo. Iban a celebrarse allí unas carreras de caballos, y a las carreras fue mi abuela.

El impresor estaba ya muy alarmado por entonces. Quería que la viese un médico. Mi padre meneó la cabeza al leer la carta, pero se opuso a la idea de llevarla a un médico.

La abuela no había viajado sola a K. Se había llevado consigo a una muchacha que, según escribió el impresor, era medio débil mental y trabajaba en la cocina de la fonda donde la anciana comía un día sí y otro no.

Aquella «subnormal» desempeñó a partir de entonces un papel en su vida.

La anciana parecía haberse encaprichado con ella. La llevaba al cine y a casa del remendón —que, por lo demás, resultó ser socialdemócrata—, y se rumoreaba que las dos mujeres se ponían a jugar a las cartas en la cocina, con un vaso de tinto por delante.

«Ahora le ha comprado a la subnormal un sombrero rematado por rosas», escribió un día el impresor, desesperado. «¡Y nuestra Anna no tiene vestidito de primera comunión!»

Las cartas de mi tío eran cada vez más histéricas; ya sólo hablaban del «indigno comportamiento de nuestra querida madre» y no decían nada más. El resto de la historia lo sé por mi padre.

El posadero le había susurrado con un guiño:

—A Frau B. le ha dado por divertirse, según dicen.

En realidad, mi abuela no vivió nada opulentamente esos últimos años. Cuando no iba a la fonda, su comida solía limitarse a un plato de huevos, un poco de café y, sobre todo, sus adoradas galletitas. Se agenciaba, en cambio, un vino tinto barato del que bebía un vasito con cada comida. Mantenía muy limpia toda la casa, y no sólo el dormitorio y la cocina, espacios que utilizaba normalmente. No obstante, sin que sus hijos se enterasen hipotecó el caserón. Nunca se supo qué hizo con el dinero. Parece que se lo dio al remendón, quien a la muerte de mi abuela se trasladó a otra ciudad y, según dicen, abrió un negocio más grande de calzado a medida.

Bien mirado, la anciana vivió dos vidas sucesivas. Una de ellas, la primera, como hija, esposa y madre, y la segunda simplemente como Frau B., una persona sola, sin obligaciones y de recursos modestos, pero suficientes. La primera vida duró aproximadamente seis decenios; la segunda, no más de dos años.

Mi padre se enteró de que, en sus últimos seis meses de vida, la abuela se permitió ciertas libertades que la gente normal desconoce totalmente. Así, por ejemplo, en verano solía levantarse a las tres de la madrugada y dar un paseo por las desiertas calles del pueblo, que de esa forma tenía para ella sola. Y, según afirmaban todos, al párroco que fue a visitarla con el propósito de acompañar a la anciana en su soledad ¡ella lo invitó al cine!

No estaba en absoluto sola. Por casa del remendón circulaba al parecer gente muy alegre, que contaba toda suerte de historias. Ella siempre tenía allí una botella de su propio vino tinto y se bebía un vasito mientras los demás contaban cosas y arremetían contra las dignas autoridades locales. Aquel tinto le estaba reservado, aunque a veces traía bebidas más fuertes para los contertulios.

Murió repentinamente, una tarde de otoño, en su dormitorio, pero no en la cama, sino en su silla de madera, junto a la ventana. Había invitado a la «subnormal» al cine aquella noche, de suerte que la muchacha estaba a su lado cuando murió. Tenía setenta y cuatro años.

He visto una fotografía que le hicieron para sus hijos y la muestra en su lecho mortuorio.

En ella se ve una carita menuda con muchas arrugas y una boca de labios finos, pero grande. Mucha pequeñez, mas ninguna mezquindad. Había saboreado plenamente los largos años de servidumbre y los breves años de libertad, consumiendo el pan de la vida hasta las últimas migajas.

El círculo de tiza de Augsburgo

En tiempos de la guerra de los Treinta Años vivía en la ciudad imperial libre de Augsburgo sobre el Lech un protestante suizo llamado Zingli, propietario de una gran curtiduría y de un negocio de cueros. Estaba casado con una joven de Augsburgo que le había dado un hijo. Cuando los católicos marcharon sobre la ciudad, sus amigos le aconsejaron vivamente que huyera, pero, ya fuera porque su reducida familia lo retuviese, ya porque no quería abandonar su curtiduría, lo cierto es que no pudo decidir su partida a tiempo.

Aún seguía, pues, en la ciudad cuando las tropas imperiales la invadieron, y mientras la saqueaban por la noche, él se escondió en un foso del patio donde se guardaban los tintes. Su mujer hubiera debido refugiarse con el niño en casa de unos parientes, fuera de la ciudad, pero se entretuvo demasiado recogiendo sus cosas —vestidos, joyas, ropa de cama— y, cuando acordó, desde una de las ventanas del primer piso vio irrumpir súbitamente en el patio un pelotón de soldados imperiales. Presa del pánico, lo dejó todo como estaba y huyó de la casa por una puerta trasera.

El niño se quedó, pues, solo en su cuna en medio del gran salón, jugando con una bolita de madera suspendida del techo por un cordón.

Aparte del niño sólo quedaba en la casa una joven criada que, mientras fregaba en la cocina cacharros de cobre, oyó ruidos provenientes de la calle. Se precipitó a la ventana y vio cómo, desde el primer piso de la casa de enfrente, la soldadesca tiraba a la calle el variadísimo producto de su pillaje. Corrió hacia el vestíbulo, y cuando ya se disponía a sacar al niño de la cuna, oyó que daban fuertes golpes contra la puerta de roble de la casa. Aterrada, echó a correr escaleras arriba.

El salón se llenó de soldados borrachos que se dedicaron a destrozarlo todo. Sabían que estaban en casa de un protestante. De puro milagro, Anna, la criada, no fue descubierta durante el registro y el saqueo. Cuando se retiró el pelotón, la joven salió del armario en el que se había escondido y encontró al niño sano y salvo en el salón. Lo cogió rápidamente en sus brazos y se deslizó con él al patio. Entretanto había anochecido, pero el rojizo resplandor de una casa que ardía en las proximidades iluminaba el patio y, horrorizada, la joven descubrió el cadáver deshecho de su amo. Los soldados lo habían sacado del foso y asesinado.

Sólo entonces se dio cuenta Anna del peligro que corría si la pillaban en la calle con el hijo del protestante. Muy apesadumbrada lo devolvió a su cuna, le dio de beber un poco de leche y, tras acunarlo hasta que se durmiese, se encaminó hacia la zona de la ciudad donde vivía su hermana casada.

Hacia las diez de la noche, y en compañía del marido de su hermana, se abrió paso por entre la soldadesca que celebraba su victoria para intentar localizar en los suburbios a Frau Zingli, la madre del niño. Llamaron a la puerta de una enorme casa que, al cabo de mucho rato, se entreabrió ligeramente. Un anciano menudo, el tío de Frau Zingli, asomó por ella la cabeza. Anna le comunicó, casi sin aliento, que Herr Zingli había muerto, pero que el niño se hallaba sano y salvo en la casa. El viejo la miró fríamente con sus ojos de pescado y le dijo que su sobrina ya no estaba allí y que él no quería saber nada de aquel bastardo protestante. Tras lo cual cerró la puerta. Mientras se alejaban, el cuñado de Anna vio moverse la cortina de una de las ventanas y quedó convencido de que Frau Zingli seguía allí. Por lo visto no se avergonzaba de negar a su propio hijo.

Anna y su cuñado caminaron un buen rato en silencio. De pronto, la joven le explicó que quería volver a la curtiduría en busca del niño. El cuñado, un hombre tranquilo y ordenado, la escuchó asustado e intentó disuadirla de tan peligrosa idea. ¿Qué tenía ella que ver con esa gente? Ni siquiera le habían dado un trato decente.

Anna lo escuchó en silencio y le prometió no hacer ningún disparate. Pero se mantuvo firme en su propósito de ir en seguida a la curtiduría y ver si el niño necesitaba algo. E insistió en ir sola.

Al final se salió con la suya. En medio del devastado salón, la criatura dormía plácidamente en su cuna. Cansada, Anna se sentó a su lado y se puso a contemplarlo. No se había atrevido a encender ninguna luz, pero la casa vecina seguía ardiendo y el resplandor le permitía ver perfectamente al niño. Tenía un diminuto lunar en el cuellecito.

Tras permanecer largo rato, una hora quizá, viendo cómo la criatura respiraba y se chupaba el puñito, Anna se dio cuenta de que había estado allí sentada demasiado tiempo y visto demasiado como para poder irse sin el niño. Se incorporó torpemente y, con movimientos lentos, lo envolvió en la colcha de lino, lo cogió en sus brazos y abandonó el patio con él, mirando furtivamente alrededor como alguien con mala conciencia, como una ladrona.

Al cabo de dos semanas, y tras largas deliberaciones con su hermana y su cuñado, Anna se llevó al niño al campo, al pueblo de Grossaitingen, donde su hermano mayor trabajaba como granjero. La granja pertenecía a su mujer, y él no tenía más derechos que los derivados del matrimonio. Habían convenido en que Anna sólo diría a su hermano quién era realmente el niño, pues nunca habían visto a la joven campesina e ignoraban con qué talante acogería a un huésped tan pequeño como peligroso.

La joven llegó al pueblo hacia el mediodía. Su hermano, la mujer y los criados estaban comiendo. No es que fuera mal recibida, pero una sola mirada a su nueva cuñada bastó para decidirla a presentar al niño como propio. Sólo cuando hubo contado que su marido estaba trabajando en el molino de una aldea algo lejana y la esperaba allí con su hijo dentro de pocas semanas, la cuñada rompió el hielo y el niño fue debidamente admirado.

Por la tarde, Anna acompañó a su hermano al bosquecillo a buscar leña. Una vez allí se sentaron en sendos tocones y la joven le confesó todo. Pudo observar que él no las tenía todas consigo. Su posición en la granja no era aún muy firme, y elogió mucho a Anna por no haber abierto la boca en presencia de su mujer. Evidentemente no confiaba en que su joven esposa adoptara una actitud abierta y generosa para con el pequeño protestante. Deseaba que se mantuviese el engaño.

Cosa nada fácil a la larga.

Anna trabajaba en la cosecha y cuidaba de «su» hijo a ratos, yendo continuamente del campo a la casa mientras los otros descansaban. El pequeño fue creciendo y hasta engordó; reía en cuanto veía aparecer a Anna y hacía grandes esfuerzos por alzar la cabeza. Pero llegó el invierno, y la cuñada empezó a preguntar por el marido de Anna.

No había ningún inconveniente en que la joven se quedara en la granja, pues siempre podía ayudar en algo. Lo malo era que los vecinos se extrañaban más y más de que el padre de la criatura no viniese nunca a verlo. De no presentar Anna a nadie como el padre de su hijo, las murmuraciones no tardarían en asediar la granja.

Un domingo por la mañana enganchó el granjero su caballo y llamó a gritos a Anna para que lo acompañara a traer una ternera de un pueblo vecino. Entre el traqueteo del coche le explicó que le había buscado y encontrado un marido. Era un aldeano gravemente enfermo que apenas pudo levantar su descarnada cabeza de la mugrienta almohada cuando los dos hermanos entraron en la casucha en que vivía.

Se declaró dispuesto a casarse con Anna. Junto a la cabecera del camastro vieron a una vieja de piel amarillenta: la madre. Tendrían que recompensarla económicamente por el servicio prestado a la joven.

El trato quedó cerrado en diez minutos, y Anna y su hermano pudieron seguir viaje y adquirir la ternera. La boda tuvo lugar a finales de esa misma semana. Mientras el párroco murmuraba la fórmula de bendición nupcial, el enfermo no volvió ni una sola vez sus vidriosos ojos hacia Anna. El hermano de la joven no dudaba de que en pocos días les llegaría el certificado de defunción. Entonces dirían que el marido de Anna y padre del niño había muerto en algún pueblo próximo a Augsburgo cuando se dirigía a buscarla, y nadie se extrañaría ya de que la viuda se quedara en casa de su hermano.

Anna volvió contenta de su extraña boda, en la que no había habido campanas ni instrumentos de metal, ni damas de honor, ni invitados. Su banquete de bodas consistió en un trozo de pan y una rebanada de tocino que devoró en la misma despensa; luego se acercó con su hermano hasta la caja en que dormía el niño, que ahora tenía un apellido. Lo arropó bien y le sonrió a su hermano.

Pero el certificado de defunción se hacía esperar.

Pasó una semana y luego otra sin que llegaran noticias de la vieja. Anna había contado en la granja que su marido se hallaba en camino hacia el pueblo. Cuando le preguntaban dónde estaba, decía que la fuerte nevada debía de haberle dificultado el viaje. Pero al cabo de otras tres semanas, el hermano, seriamente preocupado, se dirigió a la aldea cercana a Augsburgo.

Volvió ya muy entrada la noche. Anna aún estaba despierta y corrió a la puerta en cuanto oyó chirriar el carro en el patio. Al ver con qué lentitud desenganchaba su hermano sintió que el corazón se le encogía.

BOOK: Relatos 1927-1949
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