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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (2 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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Sentado allí me puse a pensar en cosas sombrías: mi alquiler, los días sin posibilidades que se avecinaban, etcétera; por lo demás, ahora que escribo estas líneas, advierto, de repente, que ya no recuerdo lo que se piensa en esas situaciones, de ahí que sólo pueda decir lo que habría pensado si pensara lo que generalmente pienso: que es preciso tener una cabeza despejada, un puro en la jeta rebosante de canciones, y los pies un poco por encima del asiento, y comentar la situación consigo mismo, confiadamente, como un hombre con otro. Y cuando llegó la estación de Nollendorfplatz no tuve la suficiente entereza para levantarme y abandonar el vagón.

Ante mis rodillas había gente de pie a la que hubiera tenido que molestar y dividir, como Moisés las aguas del Mar Rojo gente grande, fuerte e invencible, que aún me toleraba porque no sabía quién era yo, pero cuya paciencia no debía agotar una criatura como yo. Fatal insolencia hubiera sido pretender bajar donde ellos no bajaban; todo cuanto ocurriera luego habría sido culpa mía. Y me quedé sentado.

Me quedé sentado en aquella estación y en las siguientes, y continué sentado aún después de que la gente que había viajado de pie ante mí hubiera bajado hacía rato. Pues ¿de qué me servía bajar ahora? Cierto es que me iba alejando más y más de mi destino, pero ¿cuál era mi destino? ¿Era aquello un destino? Me bajé en la estación final, que era, creo, la Reichskanzlerplatz, y volví a pie hasta la Nollendorfplatz, y aún así llegué allí demasiado temprano, pues me aguardaban cosas tan poco agradables como en cualquier otro sitio.

Por lo demás, la tortillita no tardó en volverse, como tantas veces antes y tantas veces después, y acaso mañana se vuelva otra vez; sea como fuere, aún hoy tengo la sensación de que aquel fue un viaje extraordinariamente largo.

La bestia

Cuán equívoca puede resultar la conducta de un hombre lo demostró hace poco un incidente acaecido en los estudios cinematográficos Moszropom-Russ. Sin duda fue un hecho insignificante y además quedó sin consecuencias, pero tenía algo aterrador en sí mismo. Durante la filmación de la película
El águila blanca
, que recreaba los
pogroms
perpetrados en el sur de Rusia antes de la guerra y censuraba acremente la postura de la policía en aquel momento, apareció en los estudios un hombre entrado en años que pidió trabajo. Se metió en la caseta del portero, junto a la entrada, y le dijo que se permitía llamar la atención de los señores sobre su extraordinario parecido con el célebre gobernador Muratov (Muratov, que había sido el instigador de aquellas sangrientas matanzas, era el protagonista del mencionado film).

El portero se rió en su cara, pero por tratarse de un hombre ya mayor no le dio con la puerta en las narices, por lo que el larguirucho y enjuto personaje se quedó un rato entre la multitud de extras y técnicos, gorra en mano, con aire ausente y conservando, en apariencia, una débil esperanza de conseguir pan y techo durante unos días gracias a su parecido con el tristemente célebre asesino.

Casi una hora llevaba allí el hombre haciéndose continuamente a un lado para dejar sitio hasta quedar arrinconado detrás de un escritorio, cuando la atención general se centró de pronto en él. Fue durante un descanso en la filmación, mientras los intérpretes se dispersaban en las cantinas o se ponían a charlar alrededor. El famoso actor moscovita Kochalov, que representaba el papel de Muratov, se dirigió a la caseta del portero para telefonear. Estando junto al aparato recibió un codazo del sonriente portero y, al volverse, divisó, entre las estruendosas carcajadas de los circunstantes, al hombre de pie detrás del escritorio. Kochalov se había maquillado según fotografías históricas, y todos advirtieron el «extraordinario parecido» del que el anciano había hablado al portero.

Media hora más tarde, el hombre estaba sentado entre los directores y operadores como Jesús en el templo, a los doce años, y discutía con ellos su contratación. Las negociaciones se aligeraron mucho debido a que, desde un principio, Kochalov se había mostrado poco proclive a arriesgar su popularidad encarnando en escena a una bestia como aquella. En seguida aceptó que le hicieran una prueba al «parecido».

En los estudios cinematográficos Moszropom-Russ no era nada insólito confiar papeles históricos a gente que tuviera un parecido físico con el representado y no a actores profesionales. Con dicha gente se utilizaban métodos de dirección muy concretos, por lo que sencillamente explicaron al nuevo Muratov el desarrollo histórico de un incidente destinado a la escena y le pidieron que, a guisa de prueba, representase al gobernador tal y como él se lo imaginaba. Esperaban que a su gran parecido físico con el verdadero Muratov sumara también cierta semejanza en la actuación.

Se eligió la escena en que Muratov recibe a una delegación de judíos que le suplican poner fin a las matanzas. (Página 17 del guión: La delegación aguarda. Entra Muratov. Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared. Se dirige a su escritorio. Hojea un diario de la mañana, etc.) Ligeramente maquillado, vistiendo el uniforme del gobernador imperial, el «parecido» entró en la sala de rodaje, uno de cuyos platos representaba el histórico gabinete de trabajo del palacio de la gobernación, y, en presencia del equipo de dirección en pleno, representó a Muratov «tal y como él se lo imaginaba». Se lo imaginó de la siguiente manera:

(Le delegación aguarda. Entra Muratov.) El «parecido» entra apresuradamente por la puerta, las manos en los bolsillos, en mala posición, inclinado hacia delante. (Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared.) Al parecer se le olvida esta indicación escénica y se sienta en seguida, sin quitarse gorra ni sable, a su escritorio. (Hojea un diario de la mañana.) El «parecido» lo hace con aire totalmente ausente. (Inicia la audiencia.) Ni se digna mirar a los judíos, que le hacen reverencias. Con gesto vacilante deja a un lado el periódico; por lo visto no sabe cómo iniciar la audiencia con la delegación. Se queda simple y llanamente inmóvil y mira con aire atormentado al equipo de dirección.

El equipo se rió. Uno de los ayudantes se levantó, sonriendo burlonamente, avanzó a paso lento hacia el escenario, las manos en los bolsillos del pantalón, se sentó junto al «parecido» y trató de ayudarlo.

—Ahora viene lo de las manzanas —dijo animándolo—. Muratov era conocido por comer manzanas. Aparte de sus sanguinarios decretos, su actividad como gobernador consistía fundamentalmente en comer manzanas. Las guardaba en este cajón; aquí están las manzanas.

Y abrió un cajón del escritorio, a la izquierda del «parecido».

—Ahora se acercará la delegación, y cuando empiece a hablar el primero, usted se comerá una manzana, hijo mío.

El «parecido» escuchó al joven ayudante con la máxima atención. Las manzanas parecían haberlo impresionado.

Cuando vuelven a rodar la escena, Muratov saca lentamente una manzana del cajón con la mano izquierda, y mientras va trazando letras en un papel con la derecha, se come la manzana, pero sin ninguna avidez, más bien como algo rutinario. Cuando la delegación le expone su ruego, él está realmente enfrascado en su manzana. Al cabo de un rato, durante el cual no escucha nada, con la mano derecha hace un gesto distraído que interrumpe en plena frase a uno de los judíos y da por concluido el asunto.

En ese momento el «parecido» se vuelve hacia los directores y pregunta en un susurro:

—¿Quién los acompaña a la salida?

El director principal permaneció sentado:

—¿Qué, ya ha terminado?

—Sí, y pensé que ahora los harían salir.

El director miró a su alrededor sonriendo y dijo:

—Tampoco es tan simple el comportamiento de las bestias. Tendrá que esforzarse un poco más.

Tras lo cual se levantó y repasó una vez más la escena con él.

—Así no se comporta una bestia —dijo—. Así se comporta un pequeño funcionario. Ya lo ve, tiene usted que pensar. Las cosas no salen bien si no se piensan. Tiene que imaginarse a ese mastín sanguinario. Tiene que dominar su papel por completo. Vuelva usted a salir.

Y empezó a reestructurar la escena según perspectivas dramáticas. Reforzó algunos puntos y desarrolló la caracterización. El «parecido» no carecía de talento. Hacía todo cuanto le indicaban y no lo hacía mal. Parecía tan capaz de encarnar a una bestia como cualquier otro. Lo que no tenía, al parecer, era mucha imaginación. Tras media hora de trabajo, la escena quedó así:

(Entre Muratov). Hombros atrás, pecho adelante, movimientos bruscos de la cabeza. Desde la puerta, su mirada de buitre sobrevuela a los judíos que se inclinan profundamente. (Cuelga gorra y sable en un gancho de la pared.) Al hacerlo se le cae el abrigo y él lo deja en el suelo. (Se dirige al escritorio. Hojea un diario de la mañana.) Busca las noticias de teatro en el folletín. Marca el compás de una canción de moda con la mano. (Inicia la audiencia.) Y hace retroceder tres metros a los judíos con un vulgar gesto del dorso de la mano.

—Nunca lo entenderá. Lo que está haciendo no funciona —dijo el director principal—. Es teatro común y corriente. Un «malo» de la vieja escuela. Mi estimado señor, esto no es lo que hoy nos imaginamos como una bestia humana. No es Muratov.

El equipo de dirección se puso en pie y empezó a hablar con Kochalov, que había asistido a las pruebas. Todos hablaban a la vez. Se formaron grupos que discutían sobre la esencia de la bestia.

Desde el histórico sillón del general Muratov, el «parecido», torpemente inclinado hacia adelante, miraba fijamente ante él, olvidado y atormentado, aunque con el oído atento. Parecía seguir muy de cerca las conversaciones, esforzándose por captar la situación.

También intervinieron en la discusión los actores que integraban la delegación judía. En determinado momento todos escucharon a dos extras, viejos vecinos judíos de la ciudad que, en su momento, habían sido miembros de la citada delegación. Habían contratado a esos viejos para dar mayor carácter y autenticidad a la película. Y, curiosamente, ambos opinaban que la primera interpretación del «parecido» no había estado del todo mal. No podían decir qué efecto tendría en otros, en gente que no hubiera participado, pero ellos recordaban que fue precisamente lo rutinario y burocrático del personaje lo que en aquel entonces les causó una impresión aterradora. Y esa actitud la había recreado el «parecido» con bastante fidelidad, así como la forma de comerse la manzana en la primera prueba, mecánicamente, aunque, por lo demás, Muratov no hubiera comido manzana alguna en aquella entrevista. El ayudante de dirección rechazó esta afirmación:

—Muratov siempre comía manzanas —dijo en tono cortante—. ¿Seguro que estuvieron ustedes allí?

Los judíos, que no querían despertar la sospecha de no haber figurado aquella vez entre los candidatos a la muerte, se refugiaron, asustados, en la hipótesis de que tal vez Muratov se hubiera comido la manzana poco antes o poco después de la audiencia.

En ese instante se produjo un pequeño revuelo entre los integrantes del grupo que rodeaba al director principal y a Kochalov. Empujando a un lado a los que tenía delante, el «parecido» se había abierto paso hasta el director y, con una expresión ansiosa e impaciente en su enjuta fisonomía, empezó a hablarles en tono insistente. Por lo visto había comprendido lo que esa gente quería de él, y el temor a perder su pan lo había iluminado: les hizo una propuesta:

—Creo intuir lo que tienen en mente. Ha de ser una bestia parda. Pues podemos hacerlo con las manzanas. Supongan ustedes que yo cojo una manzana y se la planto en las narices al judío. «¡Trágatela!», le digo. Y mientras él…, ¡mucho ojo! —y aquí se volvió hacia el que representaba al jefe de la delegación—, «mientras tú estés comiendo la manzana, recuerda que el terror pánico hará que se te atragante, y así y todo has de comértela si soy yo, el gobernador, quien te la ofrece, muy amablemente, por lo demás… es un gesto muy amable de mi parte, ¿verdad que sí?», y aquí se volvió otra vez hacia el director principal: «y en aquel momento podría firmar la sentencia de muerte, como quien no quiere la cosa. Y él, que está comiendo su manzana, lo vería».

El director lo miró fijamente un instante. El viejo estaba inclinado ante él, macilento, nervioso y, sin embargo, apagado; le llevaba una cabeza entera, de suerte que podía mirarlo por sobre el hombro, y por un momento el director pensó que el otro se estaba burlando de él, pues creyó advertir un fugaz y casi imperceptible sarcasmo en su trémula mirada, un gesto perfectamente despectivo e intolerable. Pero en ese momento Kochalov reanudó el diálogo.

El actor había escuchado con atención, y la escena de la manzana propuesta por el «parecido» había encendido su imaginación artística. Por ello, empujando a un lado al viejo con un brutal movimiento del brazo, dijo al equipo:

—Brillante. Quiere decir lo siguiente:

Y empezó a representar la escena con tal expresividad que la sangre se les heló a todos en las venas. El estudio entero prorrumpió en aplausos cuando Kochalov, bañado en sudor, firmó la sentencia de muerte.

Se trajeron las lámparas. Se les dio instrucciones a los judíos. Se prepararon las cámaras. Comenzó la filmación. Kochalov representó a Muratov. Se había demostrado, una vez más, que el simple parecido físico con una bestia sanguinaria no significa realmente nada, y que también hace falta arte para transmitir la impresión de auténtica bestialidad.

El ex gobernador imperial Muratov recogió su gorra en la portería, saludó servilmente al portero y salió al frío de aquel día de octubre para encaminarse cansinamente a la ciudad, donde desapareció en los barrios pobres. Aquel día había comido dos manzanas y conseguido una pequeña suma de dinero que le bastaría para pagar su alojamiento de esa noche.

El cantante callejero

En Le Lavandou, una pequeña localidad no muy distante de la frontera italiana, trabajan muchos pescadores napolitanos. Una noche, en un café, oímos allí a un cantante callejero italiano entonar una canción. Era un hombre viejo y desastrado; se había quitado el sombrero y cantaba sin acompañamiento alguno, si no consideramos como tal los movimientos de sus manos. Era una canción política. El poeta, si es que algún poeta era responsable de aquel texto, reprochaba a un estadista italiano, a quien no nombraba por lo conocido que era, el haber traicionado a su patria por sólo 80.000 francos. Esta cifra, que se repetía al final de cada estrofa, constituía el punto culminante de la acusación, y el cantante, un hombre indescriptiblemente cortés en principio, imprimía a su voz y a sus gestos el mayor de los desprecios cada vez que la mencionaba: era demasiado insignificante. El cantante cosechó aplausos, mas no mucho dinero, pues quienes lo escuchaban eran gente pobre. Agradeció cortésmente y se alejó, sin que ya nadie reparara en él. Pero nosotros vimos que, a unas cuantas casas de distancia, se tomó otro café en un restaurante donde
no
cantó. Más tarde, cuando volvíamos a casa en el coche, nos lo encontramos otra vez en la carretera comarcal; caminaba hacia el pueblo más cercano, que quedaba a unos diez kilómetros, con un atado del tamaño de una bota en la espalda. Eran las diez de la noche. Seguro que no tenía dinero para pernoctar en Le Lavandou. Y eso que allí había posibilidades de alojamiento muy baratas…

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