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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (8 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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El cable se deslizó dos veces del pie de Irk. Y luego resultó que el motor era demasiado débil, simplemente calaba. Daban ganas de hacer pedazos al chófer. ¿Por qué no mantenía su máquina en buen estado? ¿O acaso lo hacía a propósito?

Sudando, Gaumer corrió a la segunda cochera.

Ahora tenían dos camiones enganchados al cuerpo; el tío conducía el delantero, y el sobrino, el de atrás. Pero así no podían ver qué ocurría con Irk. Al principio el convoy se atascó, luego hubo un tirón violento y el camión de atrás chocó contra el de adelante. Gaumer se apeó echando maldiciones. Habían arrastrado un trecho el cuerpo, pero el radiador del segundo camión se había abollado al chocar con el otro.

Volvieron a intentarlo. A partir de cierto punto, la plataforma de maniobras descendía hacia el canal, y allí empezaron a deslizarse también ellos; el cuerpo mismo actuaba como un camión cargado, aumentando enormemente la velocidad. Y, para colmo, la luz era tan mala que no se podía conducir como es debido. ¡Lástima que tampoco pudieran hacer aquel trabajo de día!

Con un estrépito que debió de oírse a varias millas de distancia, el camión de Gaumer se precipitó al canal pese a tener los frenos puestos, y lo mismo le ocurrió, detrás, al del sobrino.

Cuando Gaumer emergió de las aguas fangosas y llegó a la orilla, oyó un chapoteo y vio a su sobrino nadar hacia el talud. Los dos camiones habían desaparecido en el agua. Pero el cuerpo de Irk, pese a estar ya dentro del canal, no quedaba cubierto por el agua. Gigantesco, monstruoso, una masa imposible de ocultar, asomaba la cabeza y las rodillas por encima de la negra corriente.

Con un destello de locura en los ojos, Gaumer pisó los dedos con que su sobrino se aferró al talud cuando intentaba salir del agua.

El constructor de ciudades
(De las «Visiones»)

Cuando hubieron construido la ciudad, se reunieron y empezaron a mostrarse sus casas y las obras de sus manos. Y el Amable fue con ellos de casa en casa, todo el día, y los elogió a todos.

Pero él no habló de la obra de sus manos ni mostró a nadie su casa. Y cuando ya estaba oscureciendo., volvieron a reunirse todos en la plaza del mercado y empezaron a desfilar uno a uno por un podio desde el cual comunicaban el tipo y las dimensiones de su vivienda, así como el tiempo empleado en la construcción, con el fin de saber quién había construido la casa más grande, o la más bonita, y en cuánto tiempo lo había hecho. Y, siguiendo el orden alfabético, también fue llamado el Amable. Se presentó abajo, al pie del podio, arrastrando la jamba de una gran puerta. Y les dio su informe. El madero que allí veían, la jamba de la puerta, era todo lo que había construido de su casa. Se hizo un largo silencio. Luego se levantó el presidente de la asamblea:

—Estoy asombrado —dijo, y empezaron a oírse risas. Pero el presidente preguntó—: Estoy asombrado de que sólo ahora se hable de este asunto. Mientras duró la construcción, este hombre estuvo en todas partes, yendo de un lado a otro y ayudando a todo el mundo. Para aquella casa construyó el frontón, en esa otra hizo una ventana, ya no recuerdo cuál, luego trazó los planos de la casa de enfrente. No es de extrañar que ahora se presente aquí con una jamba, que encima es preciosa, pero que él mismo no tenga casa.

—Teniendo en cuenta todo el tiempo que invirtió en la construcción de nuestras casas, es un auténtico milagro que haya podido hacer esta hermosa jamba, por lo cual propongo otorgarle el premio al mejor constructor.

[La historia de Giacomo Ui]

1

Pocos saben hoy, cincuenta años después de su muerte, detalles más precisos sobre la persona y el destino de Giacomo Ui, un hombre que durante cierto tiempo mantuvo en vilo al mundo. Padua, ciudad que Italia entera contemplaba con horror, pero también con temor, mientras él la dominó, fue la primera en olvidarlo. Giacomo había intentado convertir en héroes a unos míseros comepatatas, y no se lo perdonaron. Todo aquel que estudie historia universal habrá sentido asco y vergüenza al ver cómo trata el pueblo, en general, a sus grandes hombres. Incapaz de elevarse y seguir el vuelo de sus ideas, nada dispuesta a sacrificar por un ideal algo más que los breves años de embriaguez que en ella suscitan la presencia y los discursos de sus caudillos, aquella gentuza de todas las naciones lleva ya desde un comienzo, cuando aún estira el brazo a guisa de saludo, el bolsillo lleno de piedras con las que lapidará al hombre que les exija ser algo más que unos míseros comepatatas. Lo único que quieren es mejorar su situación material, y pretenden que los héroes se encarguen de tan mezquina tarea. Para eso ha de servir la grandeza: a los héroes no les exigen otra cosa que conseguir patatas. De por sí miserable, la gentuza aquella prefiere ser gobernada por hombres insignificantes, que sólo se dediquen a algo tan fútil como mejorar su, claro está, siempre apurada situación. Y, pese a todo, aquellos pobres diablos siempre esperan escapar al exterminio al que, de una u otra forma, están predestinados. Una gran época sólo es para ellos una época de ímprobos esfuerzos; por eso se arredran ante cualquier auténtica grandeza y sólo intervienen de mal grado en empresas de dimensión histórica. Las guerras los asustan, y las privaciones los ponen de mal humor. Hasta los grandes proyectos los llenan de desconfianza. Su preciosa vida es lo que más valoran, por miserable que sea y por mucho que despotriquen de ella. Como si, en cierto modo, intuyeran que para el caudillo hay cosas más relevantes que hacerlos engordar, se oponen a sus trascendentales designios. No quieren ofrecer una imagen de grandeza histórica, sino comer patatas. El gran hombre que se comprometa con ellos estará, desde un principio, vendido y traicionado. Tarde o temprano se verá abandonado y denostado por todos los que pretendían una vida mejor y sólo recibieron una existencia histórica. ¿Cambiará alguna vez esto? ¿No existirá jamás un pueblo dispuesto a secundar a un gran hombre sin ese mezquino egoísmo? Un pueblo decidido a sacrificarlo todo encontraría, sin duda, al gran hombre dispuesto a exigir de él cualquier sacrificio. Sólo el estudio continuo de la historia de sus grandes hombres puede hacer que un pueblo llegue a ese estado en el que es capaz de olvidar sus mezquinos intereses y ponerse, realmente, a la altura de un gran hombre.

Cierto es que también la historia de los grandes hombres se escribe con excesiva ligereza y, lo que es aún peor, los libros escritos sobre ellos se han conservado sin el debido cuidado. Sobre Ui tan sólo disponemos de una crónica que, en su mayor parte, fue destruida. Han quedado pocos capítulos, y ni siquiera seguidos: ¡raquíticos testimonios de su grandeza!

La gran guerra, que él tan admirablemente preparó, asoló a tal punto la península en su desdichado curso que hasta se perdió la mayor parte de los documentos que atestiguaban su grandeza. Pues ¿qué fue la quema de unos cuantos libros por parte de los uistas frente al exterminio de toda la literatura provocado por la guerra? Aquellos hombres, entregados en cuerpo y alma a construirse cuevas para el invierno y agenciarse los alimentos más indispensables, pasaron varios decenios en un estado de excesiva postración como para recopilar los documentos que dieran fe de la grandeza de sus grandes hombres —pues aparte de esos documentos (textos legales, discursos, libros, etc.), ¿qué cosa podría dar testimonio de aquella grandeza?

El contacto con el mundo circundante suele interrumpirse tras la aparición de esas figuras. El comercio y el tráfico languidecen. Las relaciones entre los pueblos se envenenan. Y las destrucciones, testimonios fácticos de su gran actuación, tampoco duran mucho. La diligencia y el celo de la gente humilde lo reconstruye todo. El campesino desconoce la piedad. Con burlona sonrisa pasa el arado por el campo de batalla. En las murallas semiderruidas de la ciudad se instala una cordelería. El profundo agujero abierto por la metralla sirve para guardar cáñamo. ¡Y la posteridad está supeditada a los libros, que al final son devorados por las ratas!

Sólo con ira ofrecemos aquí al público los ignominiosos restos de la crónica que narra la vida de Giacomo Ui, de Padua.

2

No es mucho lo que se sabe sobre los orígenes de Giacomo Ui. Un historiógrafo hostil a su figura juzgó divertido afirmar que siete ciudades se han disputado el honor de no haber sido su cuna. Otro asegura que, mientras duró su poderío, encontró suficientes investigadores dispuestos a propagar confusión sobre su origen. En realidad, y pese a ser oscuro y a que él mismo no pudiera considerarlo como una ventaja ni una referencia, su origen sólo contribuyó a acrecentar su fama. Pues en nada lo ayudó, antes bien, le acarreó una serie de inconvenientes. A diferencia de otros, más afortunados, su nacionalidad no le fue dada desde la cuna, él mismo tuvo que agenciársela. Por línea materna parecía descender de un afilador de tijeras croata, de origen, a su vez, bohemio, y por parte de padre, de un sefardita que, al parecer, también llevaba sangre mora en las venas
[2]
. El mismo se presentó muy pronto como paduano de pura sangre. Y lo hizo principalmente porque, según su «doctrina», Padua sólo debía ser gobernada por paduanos.

Todos los que aspiran a tener éxito con alguna doctrina han aprendido de Ui que nunca hay que conformarse con lo más inmediato, con lo que la naturaleza nos pone entre las manos sin que medie ningún mérito propio. Acuñó su lema «Padua para los paduanos» —que en realidad significaba «El mundo para los paduanos»—, sin tener para nada en cuenta el hecho innegable de que él mismo no era paduano. Esto hubiera amedrentado a más de uno que no se habría considerado apto para formular semejante consigna; Ui en cambio, fue lo suficientemente hombre como para aceptar aquel reto que le planteaba la naturaleza. En realidad, Ui pudo haberse dicho: soy un paduano como no hay dos. Pues así como el mendigo llamado a tener el mayor éxito no es el que más sufre, sino aquél en el cual percibimos, o creemos percibir, los mayores sufrimientos —razón por la que nuestros mendigos profesionales, que suelen carecer de los sufrimientos necesarios para el ejercicio de su profesión, se llevan la palma con el público y eclipsan las miserias naturales con sus llagas y achaques artificiales—, así también un político que invierta toda su energía e imaginación en ser un paduano modélico, tendrá que derrotar a cualquier paduano común y, de algún modo, aleatorio.

3

Ui era techador de profesión, aunque desde un principio, e impulsado por su afán de superación, se presentó siempre como constructor. Los edificios que más tarde hizo levantar en Padua daban testimonio, según dicen, de las estrictas directrices que supo imponer a los constructores paduanos. La amistad de sus compañeros parece no haber sido nunca de su agrado, ya que esa gente carecía totalmente de aspiraciones y procuraba denigrarlo con toda suerte de bromas, a él, que por su vestimenta y su conducta trataba de sobresalir siempre en su medio. En aquella época aprendió Ui a despreciar a la masa, ese montón de gente que no aspiraba a destacar ni sentía en su interior el impulso de elevarse por sobre los demás. Marchó a la guerra muy contento. En el frente se comportó como un soldado particularmente activo, razón por la que no era muy bien visto por la tropa. Disfrutó, no obstante, del respeto de su brigada, un hombre sencillo e inculto que más tarde fundó una editorial y publicó el primer libro de Ui. El servicio militar lo había alejado por completo de su monótono y mal remunerado oficio. Y fue así como entró al servicio de algunos jefes del ejército en calidad de agente secreto. Se mezclaba entre el pueblo y redactaba informes sobre discursos sediciosos y ciertas conspiraciones organizadas contra el poder estatal. En esta tarea manifestó tempranamente su astucia pronunciando él mismo discursos sediciosos en los bares y denunciando luego ante sus superiores a todo el que aprobaba sus palabras. Pronto adquirió un amplio conocimiento de las clases populares, que más tarde le sería muy beneficioso. Su solidaridad con el pueblo data de aquella época. Mientras tanto fue ejercitando sus dotes de orador y se acostumbró a reunir argumentos en apoyo incluso de opiniones que no fueran suyas. También desarrolló su valiosa capacidad de montar en cólera sin causa aparente y enfadarse hasta con quienes le resultaban indiferentes. Una hábil simulación y una observación incesante eran necesarias para inducir a la gente de la calle a hacer declaraciones que pudieran considerarse de alta traición; a menudo lo hacían sólo estando ebrios, por lo que Ui, que no toleraba el alcohol, acabó contrayendo una dolencia gástrica que más tarde le impediría tomar bebidas alcohólicas. En aquella etapa temprana, la bebida le fue tan útil como luego lo sería la abstinencia. La vista se le agudizó extraordinariamente con el ejercicio de esa actividad. Aprendió a detectar a la gente cuya penosa situación la inducía a sublevarse contra la superioridad; su facilidad de palabra se encargaba, luego, de soltarles la lengua. Pronto se convirtió en una personalidad dominante, y cuando en una de sus correrías descubrió un pequeño grupo de conjurados que se habían propuesto luchar contra los griegos, no tardó mucho en erigirse en su caudillo.

4

La manera como Ui consiguió sus primeros adeptos, eligiendo como piedra fundacional del gran movimiento que lo llevaría al poder un guijarro común y corriente, hallado por casualidad, demuestra su profundo conocimiento del alma humana. Así reclutó también, según dicen, el gran Ignacio de Loyola a sus primeros seguidores jugando al billar; les ganó un dinero que ellos no tenían, y para saldar su deuda tuvieron que incorporarse a la orden. El círculo con el que empezó Ui —él mismo poco menos que un fracasado— lo integraba gente sencilla, que se reunía tras el trabajo cotidiano para intercambiar opiniones en torno a una copa de vino barato. Odiaban, sobre todo, a los comerciantes griegos de Padua, que eran muy hábiles en los negocios y, siempre que podían, les pegaban un parche.

En seguida advirtió Ui que no bastaban las opiniones para otorgar cierta influencia pública a una asociación. Lo primero que hizo fue, pues, organizar una caja y cobrar cuotas a los asociados. La condición de éstos le tenía sin cuidado, siempre que aparecieran regularmente y respetaran los estatutos. Estos constituyeron el segundo paso. Estaban dirigidos básicamente contra los griegos y su formulación era lo más genérica posible. Desde un principio aborreció Ui las formulaciones excesivamente precisas, que sólo ahuyentaban a los posibles socios. Mientras menos cosas dijeran los estatutos, más creerían ver en ellos los asociados. Ui no tenía nada en contra de prometer a la gente lo que deseaba, pero ¿cómo podía él conocer todos sus deseos? El partido de Ui, estructurado a partir de una serie de exigencias que podían complementarse según los partidarios, creció rápidamente en una ciudad donde a todos les iba mal.

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