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Authors: Bertolt Brecht

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Relatos 1927-1949 (9 page)

BOOK: Relatos 1927-1949
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La guerra acababa de terminar. En ella, Padua se había batido sola contra toda Italia. Pero la perdió y se vio obligada a firmar un tratado de paz muy duro. Como la guerra se hizo en defensa de los intereses de los hábiles y acaudalados, y la derrota les costó muy cara a los desheredados e incompetentes, en ambos bandos había muchos que deseaban otra guerra; unos querían obtener, pese a todo, los beneficios no obtenidos, y los otros, evitar las amenazadoras pérdidas. La victoria de
un
Estado sobre todos los demás hubiera sido, en Italia, un acto glorioso, de ahí que muchos considerasen la derrota como un oprobio. Y los motivos que habían conducido a la guerra siguieron subsistiendo aun después de la derrota. Padua era una región dotada de muchísimas riquezas naturales, pero su especificidad consistía en que las riquezas del subsuelo no se complementaban, de suerte que si bien poseía algunas de las materias primas necesarias para una buena industria, carecía de otras. De ahí que dependiera más que sus vecinos del intercambio con las regiones circundantes. Resulta obvio que, en una situación como esa, hacer la guerra es algo tan difícil como necesario. La guerra es necesaria para conseguir las materias primas que faltan, y éstas, a su vez, son necesarias para hacer la guerra. Un segundo conflicto resultaba además extremadamente difícil porque ya el primero había demostrado que el pueblo de Padua no estaba lo suficientemente unido para soportar épocas de estrechez. El sector de la población que más había sufrido era, sobre todo, el que menos resistencia había demostrado. Una gran parte de los gobernados no había asumido como propia la derrota de su gobierno, sino que la había utilizado para liberarse de él. Además, en fecha muy temprana echó Ui la culpa de todo a los comerciantes griegos. Eran esos griegos quienes, según Ui, habían socavado el heroísmo de los paduanos. Lo más importante era ahora devolver a éstos su conciencia nacional.

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Sin perder de vista su gran objetivo, Ui no desdeñó ninguno de los pequeños recursos con los que se organiza a la gente de la calle. Sabía que era preciso hacer gastar a los socios y procurar beneficios a determinadas tiendas. Por eso designó a un sastre para que los miembros del nuevo partido le comprasen sus camisas. Esas camisas eran de un verde tan chillón que los uistas se distinguían ya de lejos en todas las peleas y podían ver, por el color de la camisa, de qué lado estaba la razón en cualquier riña. El sastre, a su vez, entregaba una parte de sus ganancias al partido de Ui. Los hombres de la calle que reclutaba Ui eran en su mayoría mendigos, y justamente por eso les exigía que pagaran algo. Eso estimulaba sus esperanzas y les impedía abandonar las filas de los luchadores y romper con un partido que ya les había costado sacrificios económicos. A las camisas se sumaron pronto botas, a las botas, chaquetas, y luego se exigieron uniformes completos, de suerte que los uistas desfilaban por Padua como un ejército, distinguiéndose del resto de la población y convertidos en amos de todo el pueblo.

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Ui se había dado cuenta de que a la gente se le puede exigir cualquier cosa cuando se le ofrece la oportunidad de distinguirse de los demás. La única doctrina de Ui era, como ya señalamos, la de la enorme diferencia existente entre los paduanos nativos y los griegos. Si, según la doctrina de Ui, los paduanos eran seres heroicos, nobles y sacrificados, los griegos, en cambio, eran unos advenedizos con mentalidad de mercachifle, cobardes y quisquillosos, que sólo buscaban su propia ventaja y, encima, la veían exclusivamente en los bienes más bajos, puramente materiales. Impelidos por una lascivia ilimitada, asediaban a las paduanas y paduanos, los despojaban del producto de su trabajo y los incitaban a cometer toda suerte de perversiones. De ellos sólo podían salir cosas malas, y todo lo malo que había en Padua provenía de ellos. De esa forma, el hombre de la calle se acostumbró a atribuir a los griegos el origen de todos sus padecimientos; intuyendo que por encima de él se tomaban continuamente decisiones que lo perjudicaban, se alegró de conocer por fin a los auténticos causantes de su infortunio. Mucho lo amargaba el verse despojado y explotado por gente extranjera. Ui sabía, por cierto, que el mundo estaba dominado por los más fuertes y que el orden natural consistía en que los grandes estuvieran por encima de los pequeños. Desde esta perspectiva, los padecimientos de los de abajo eran padecimientos naturales, e intentar suprimirlos no hubiera sido más que un intento criminal por trastocar el ordenamiento universal.

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Y así, favorecido por la mala situación económica general y la depreciación del dinero, Ui organizó un gran partido. Para ello no necesitó gente particularmente valiosa ni una gran idea. Dejó la invención de ideas nuevas a cargo de esos individuos interesados exclusivamente en subvertir el orden existente y que, en vez de comportarse como hombres en las situaciones difíciles, intentan solucionar de cualquier forma los problemas. Es cierto que así desaparece la dificultad, pero con ella también el heroísmo. Ui se conformó con cultivar lo que ya había encontrado: el odio contra el helenismo, el deseo de ciertos círculos de contar con un gobierno fuerte, y el convencimiento de muchos de que Padua no podría subsistir sin conquistas territoriales. Llegó a ser lo que fue no por sus ideas, sino únicamente por su personalidad. A su aspecto exterior debía poco, y todo a su forma de aparecer en público. Era de estatura mediana, con tendencia a echar barriga. Según decían, su frente huidiza y, por lo tanto, el aspecto insignificante de su perfil, a punto estuvieron de ser la perdición del pintor Giacone; éste pasó unas semanas en prisión preventiva por un retrato que mostraba a Ui de perfil. Aunque llevara la cabeza cubierta, tenía un aspecto muy poco inteligente. Por eso andaba, invierno y verano, con la cabeza descubierta, y por eso estaba constantemente resfriado. Además, Ui era incapaz de reír y, menos aún, de sonreír; cuando lo intentaba, su cara adquiría en seguida una expresión lancinante.

También tuvo que combatir otras tendencias naturales suyas. Era histérico e irascible en grado sumo, y sucumbía fácilmente a accesos de llanto. Una extraña inhibición, que le impedía tomar decisiones, solía traerlo de cabeza a él y a quienes lo rodeaban.

En lo que a él mismo respecta, pudo decir, con derecho, que había sabido hacer algo de la nada.

Aprendió a hablar y a moverse en escena con un viejo actor que, como en sus tiempos de esplendor debió de haber representado al gran Colleone, le enseñó también su célebre postura con los brazos cruzados sobre el pecho. Pero en lo que más podía confiar era en sus ojos, que, sólo tras muchas apariciones en público, adquirieron un brillo extraordinario.

Concedía, y con razón, una importancia enorme a todos esos detalles exteriores. No disponía de nobleza de nacimiento ni de mucho dinero heredado, por lo que dependía enteramente de sí mismo.

Fragmento

A la espera de grandes temporales

En un viejo libro sobre los pescadores de las islas Lofoten leo lo siguiente: cuando se está a la espera de los grandes temporales, ocurre siempre que algunos pescadores amarran sus chalupas en la playa y se dirigen al interior, mientras que otros se hacen rápidamente a la mar. Si las chalupas se hallan en perfectas condiciones, estarán más seguras en alta mar que en la playa. Además, por grandes que sean los temporales, en alta mar es posible salvarlas gracias al arte de la navegación; en la playa, en cambio, son destrozadas hasta por las olas de tempestades pequeñas. Y para sus propietarios empieza, entonces, una vida muy dura.

El experimento

La trayectoria pública del gran Francis Bacon acabó como una burda parábola del engañoso refrán que dice: «Quien mal anda mal acaba». Siendo juez supremo del reino fue declarado culpable de un delito de corrupción y encerrado en la cárcel. Los años en que fue Lord canciller se cuentan, con todas las ejecuciones, concesiones de perjudiciales monopolios, órdenes de arresto ilegales y aprobaciones de sentencias prescritas, entre los más negros y oprobiosos de la historia de Inglaterra. Tras su desenmascaramiento y confesión, su fama mundial como humanista y filósofo dio a conocer sus delitos mucho más allá de las fronteras del reino.

Era ya un anciano cuando le permitieron abandonar la prisión y volver a su finca. Su cuerpo se hallaba debilitado por los esfuerzos que le había costado arruinar a otros y los sufrimientos que otros le infligieran al causar su ruina. Pero nada más llegar a casa, se sumergió en el estudio intensivo de las ciencias naturales. No habiendo logrado dominar a los hombres, consagró las fuerzas que le quedaban a investigar cómo podría la humanidad dominar mejor las fuerzas de la naturaleza.

Sus investigaciones, centradas en asuntos prácticos, lo sacaban continuamente del gabinete de trabajo para llevarlo a los campos, jardines y establos de su finca. Se pasaba horas enteras discutiendo con los jardineros sobre las posibilidades de mejorar mediante injertos los árboles frutales, o daba instrucciones a las criadas sobre cómo medir la producción lechera de las distintas vacas. Y un buen día reparó en un mozo de cuadra. Un valioso caballo había caído enfermo y el joven informaba al filósofo dos veces diarias sobre el estado del animal. Su celo y sus dotes de observación fascinaron al anciano.

Pero una noche, al entrar en el establo vio a una mujer mayor que, de pie junto al muchacho, le decía: «Es un hombre malo, cuídate de él. Pese a ser un gran señor y a tener dinero a porrillo, es malo. Te da de comer, de modo que haz tu trabajo a conciencia, pero no olvides que es una mala persona.»

El filósofo ya no oyó la respuesta del chico, porque dio media vuelta rápidamente y volvió a casa, pero a la mañana siguiente no advirtió ningún cambio en la actitud del joven hacia su persona.

Cuando el caballo estuvo otra vez sano, Bacon empezó a hacerse acompañar por el mozo en muchos de sus paseos y hasta le encomendó pequeñas tareas. Gradualmente se fue acostumbrando a hablar con él de algunos de sus experimentos, y al hacerlo no utilizaba esas palabras que los adultos suelen considerar apropiadas al nivel de comprensión de los niños, sino que le hablaba como a una persona instruida. A lo largo de su vida había frecuentado a los más ilustres espíritus y raras veces lo habían comprendido, no porque fuera poco claro, sino porque lo era en demasía. No se preocupaba, pues, por las dificultades del joven, aunque lo corregía pacientemente cuando éste hacía sus pinitos con palabras extrañas para él.

El ejercicio principal del chico consistía en describir las cosas que veía y los procesos en los cuales participaba. El filósofo le hacía ver cuántas palabras había y cuántas eran necesarias para poder describir el comportamiento de una cosa de forma que fuera medianamente reconocible por la descripción y, sobre todo, que pudiera ser tratada en función de ella. También había unas cuantas palabras que más valía no emplear porque, en el fondo, no decían nada: palabras tales como «bueno», «malo», «bonito», etc.

Pronto se dio cuenta el mozo de que tenía muy poco sentido llamar «feo» a un escarabajo. Ni siquiera «rápido» era un calificativo suficiente; había que indicar cuán rápidamente se movía en comparación con otras criaturas de su talla, y lo que eso le permitía hacer. Había que ponerlo sobre una superficie inclinada y luego en otra plana, y hacer ruidos que lo ahuyentaran, o bien colocarle presas mínimas hacia las cuales pudiera desplazarse. Cuando uno llevaba un buen tiempo ocupándose de él, perdía «rápidamente» su fealdad. En cierta ocasión, el joven tuvo que describir un trozo de pan que llevaba en la mano cuando el filósofo se encontró con él.

—En este caso puedes emplear tranquilamente la palabra «bueno» —dijo el anciano—, porque el pan se hace para que los hombres lo coman y puede resultarles bueno o malo. Sólo cuando se trata de objetos más grandes, creados por la naturaleza no con fines determinados ni, mucho menos, para uso exclusivo de los hombres, resulta necio contentarse con palabras semejantes.

El joven pensó entonces en lo que le dijera su abuela sobre milord.

Fue haciendo rápidos progresos en la comprensión de muchas cosas, pues lo que había que entender era siempre muy tangible: que si el caballo había sanado por los remedios administrados, o si un árbol se secaba por culpa del tratamiento aplicado. También comprendió que siempre debía quedar una razonable duda respecto a si los métodos empleados eran realmente causantes de los cambios que se observaban. Aunque el chico apenas si captaba la importancia científica de las teorías del gran Bacon, la manifiesta utilidad de todas aquellas empresas lo entusiasmaba.

Entendía al filósofo de la siguiente manera: una nueva era había alboreado para el mundo. La humanidad acrecentaba sus conocimientos casi a diario, y todo este saber contribuía a incrementar el bienestar y la dicha terrenales. A la cabeza marchaba la ciencia, que exploraba el universo y todo cuanto existía en la Tierra —plantas, animales, suelo, agua, aire—, a fin de poder sacarle más provecho. Lo importante no era lo que se creía, sino lo que se sabía. Se creían demasiadas cosas, y se sabían demasiado pocas. Por eso tenía que examinarlo todo uno mismo, con las manos, y hablar tan sólo de lo que viera con sus propios ojos y pudiera ser de algún provecho.

Tal era la nueva doctrina, y cada vez más gente se adhería a ella, entusiasmada y dispuesta a llevar a cabo las nuevas tareas.

Los libros desempeñaban un papel muy importante en todo aquello, aunque también los había malos. El muchacho tenía claro que debería aproximarse a los libros si deseaba contarse entre quienes iban a emprender esas nuevas tareas.

Por supuesto que nunca logró acceder a la biblioteca de la casa. Tenía que esperar a milord frente a los establos. Lo máximo que llegó a hacer una vez que el anciano llevaba varios días sin aparecer, fue fingir un encuentro con él en el parque. No obstante, cada vez era mayor su curiosidad por conocer el gabinete de trabajo, en el que noche tras noche ardía hasta muy tarde una lámpara. Desde un seto que había frente a la habitación pudo una vez echar una mirada a las estanterías.

Hasta que decidió aprender a leer.

Lo cual no era nada fácil. El párroco al que comunicó su deseo lo miró como a un bicho raro.

—¿Es que quieres leer el Evangelio del Señor a las vacas? —le preguntó malhumorado. Y el joven pudo darse con un canto en los pechos de marcharse sin recibir un bofetón.

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