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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (2 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Ahora abarcaba un diámetro de aproximadamente siete mil años luz, federando débilmente mundos muy diversos, pero todos ellos poblados por Waites. Cierto que las proporciones físicas, el color de los cabellos y de los ojos (¡ah!, las rubias mujeres de Vanir, y sus ojos verdes como el mar de Orok) y la pigmentación de la piel variaban, pero todos eran de tez blanca. Los antropólogos afirmaban que entre los refugiados de Madissa había algunos individuos de piel oscura, pero si esto era cierto debieron ser absorbidos, y sus genes diluidos.

En el año 4005 de la Federación,
La Bella Lia
, una astronave exploradora del espacio, se tropezó con una expedición análoga de los Melanios en Tari, un pequeño mundo sin importancia. Al principio el encuentro fue pacífico. Los Melanios parecían casi humanos, a pesar de su piel negra y su ancha nariz. Después, nadie sabe qué pasó. ¿Qué pelea de marinos ebrios, que fútil conflicto desencadenó la guerra?
La Bella Lia
no era una astronave de combate (había muy pocas en aquel tiempo), sino un vehículo de exploración. Volvió a puerto, en Armhor, y ninguno de los supervivientes pudo decir exactamente cómo había empezado aquello. Durante los meses siguientes, media docena de astronaves desaparecieron sin dejar rastro. Hubo represalias. Y mientras tanto, cada planeta se rodeaba, sin reparar en gastos, de una flota de guerra cada vez más numerosa. No se podían correr riesgos después de la matanza de Blondor: tres mil millones de muertos en una sola noche; el planeta despachurrado por una bomba N.

Pero los Waites no se quedaron cruzados de brazos, y dos mundos Melanios tuvieron el mismo fin que Blondor antes de que los Negros aplicasen a sus planetas la misma técnica de protección. Luego, ambas partes se limitaron a emplear bombas de fusión teleguiadas (las bombas N debían montarse sobre el terreno) relativamente inofensivas: la paz de la noche perforada por el resplandor insoportable, el gran hongo mortífero remontándose en la atmósfera. Y más a menudo, batallas de flotas, con rápida retirada al Espacio II, después de lanzar los torpedos. «¡Alabadas sean las Potencias!, pues aún no se ha inventado el modo de llevar allí la guerra», pensó Varig.

Ambas partes también efectuaban incursiones contra los planetas menos defendidos, durante las cuales no se empleaban bombas a fusión, pues su objeto era el pillaje y la captura de prisioneros. Tales misiones corrían a cargo de los Hermanos del Espacio, curiosa combinación de meros piratas en busca de lucro (algunos incluso atacaban los puestos avanzados Waites), de corsarios con patente de la Federación, y de jóvenes aventureros que se embarcaban en viejas astronaves armadas de cualquier modo, y que a menudo desaparecían para siempre.

Varig se encogió de hombros. El había sido uno de estos últimos, pero había triunfado. Ahora poseía su
Aventurera
y la suerte no le abandonaba. Algunas penetraciones profundas y afortunadas en el espacio Melanio le habían proporcionado fama de hombre valeroso pero prudente, que preparaba cuidadosamente sus ataques sin arriesgar jamás inútilmente la vida de sus hombres. Esto le permitía escoger, entre los Hermanos del Espacio, una tripulación segura y fanáticamente fiel. Y también le valió la misión que actualmente desempeñaba.

¿Por qué la había aceptado? Poco provecho podía esperarse de ella, salvo quizá la gloria; pero a los cuarenta y cinco años la gloria poco le importaba ya. Empezaba a estar cansado de aventuras. (¡Ah, Moya, Moya de largas piernas, flor de mi juventud! ¿Por qué preferiste a Yoni?) ¿Acaso esperaba contribuir al fin de la guerra? El partido de la paz, cada vez más activo en Federa, la capital, últimamente se había sacado un as de la manga: el informe Felseim. Este profesor de la Universidad era uno de los que investigaban apasionadamente los orígenes de la humanidad.

Todos los biólogos estaban de acuerdo y los arqueólogos también: el hombre no había evolucionado en ningún planeta de la Federación. Los únicos vestigios arqueológicos anteriores a los documentos escritos se encontraban en Nera, y eran obra de una raza indígena desaparecida, muy distinta del hombre. Felseim se pasó la vida analizando las leyendas, hurgando en los archivos. Dedujo que el mundo de origen debía localizarse fuera de las actuales fronteras de la Federación, hacia el borde de la galaxia, y probablemente en el sector de la constelación del Ramo. Pero, aun habiendo recopilado más documentos que ningún otro antropólogo, aun disponiendo de los estupendos ordenadores de Federa, sus argumentos no convencieron a todos. Pero hacía un año le había sonreído la suerte. El humilde museo de Tonala, pequeña ciudad de un insignificante planeta, recibió en legado a la muerte del viejo capitán Yan Melron una heteróclita colección que éste había reunido en el curso de sus vagabundeos espaciales. Dicha colección incluía una placa de metal corroída por la milenaria exposición a las radiaciones y al polvo cósmico, y que había hallado en un pequeño vehículo primitivo abandonado en el vacío. Dicha placa mostraba, muy reconocibles todavía, las siluetas de un hombre y una mujer, así como otros datos. El conservador del museo pensó inmediatamente en Felseim y le envió una copia. Felseim recibió el paquete, se puso colorado y se precipitó hacia su tele. El conservador del museo de Tonala vio cómo le quitaban la placa original por orden federal, y en su lugar le ofrecieron todo un lote de estatuas de Jon Keremor, el famoso escultor del siglo xxx.

El laboratorio de dataciones físicas de la Universidad emitió rápidamente su informe: el objeto se remontaba por lo menos a doce mil quinientos años de antigüedad, quizá trece mil. ¡Era anterior al desastre de Madissa! ¡Y las coordenadas que indicaba, y que los ordenadores se esforzaban con ahínco en descifrar, podían ser las del planeta originario, por tanto!

Pero los engranajes de la administración, cuanto más grandes tanto más lentos. El partido de la paz lo intentó todo: si se localizaba el planeta madre, quizá pudiera demostrarse que Melanios y Waites eran del mismo origen. Y si ambos habían nacido bajo el mismo cielo, era necesario detener cuanto antes la guerra fratricida. Quedaría rebatido el máximo argumento de los belicistas: que los Melanios eran funcionalmente diferentes, monstruos incomprensibles. Pero el Ministro de Astronáutica, como es lógico, no contaba entre los partidarios de la paz. Entonces Felseim pensó en Ron Varig.

Ron había sido uno de sus más brillantes discípulos, y fue con triste estupor como, veintitrés años antes, le vio abandonar los estudios por un desengaño amoroso y enrolarse con los Hermanos del Espacio. Luego se habían visto raras veces, pero de vez en cuando Ron suministraba a su viejo profesor tal documento o tal objeto que podían interesarle. Aun así, Felseim estaba muy lejos de opinar que la infidelidad de la bella Moya hubiera sido providencial.

Y así fue como Ron aceptó una misión oficial para la Universidad de Federa: buscar Terra. A bordo fue instalado un ordenador especial cuya memoria contenía todos los datos de las leyendas recogidas en los diversos mundos Waites, sus diversas interpretaciones, y muy principalmente las coordenadas deducidas de la Placa Melron. Como resultado de todo ello, se encontraban a algunas docenas de años luz de su presunto objetivo, y acababan de descubrir que los Melanios también frecuentaban aquellos parajes. ¿También buscaban ellos el planeta Terra? ¿O pertenecía a su imperio aquella zona?

—Finalizadas las observaciones, capitán. Podemos saltar.

La voz del teniente Dupar le sacó de su meditación. Regresó al puente de mando; las pantallas mostraban el helado esplendor del negro vacío constelado de estrellas.

—¿Se han hecho las reparaciones?

—¡Naturalmente, capitán!

El joven oficial adoptó un aire ofendido que divirtió a Ron.

—¡No te ofendas, teniente! ¡Y no hagas restallar los tacones, que ya no estás en la flota, sino en una astronave corsaria!

—Temo no poder acostumbrarme.

—En el combate o en la vida diaria, ¿has observado alguna cosa que te haga pensar que nuestra eficacia sea menor que la de vuestros cruceros?

—No, no lo creo. Pero confieso que, cada vez que uno de los hombres me tutea…

—¿Esto te extraña? Ya te acostumbrarás. Nosotros podemos prescindir de una estricta disciplina porque somos una tripulación libremente elegida. Todos saben que yo no vacilaría en matar a quien por dejadez, egoísmo o mala fe hiciera peligrar el navío. Por mi parte, sé que mi autoridad es aceptada porque es justa y eficaz. Aquí no necesitamos muestras externas de respeto. ¿Cuáles son nuestras coordenadas?

—Estamos a ciento cuatro años luz del objetivo. Velocidad máxima, ocho décimos.

Ron tamborileó con los dedos sobre la consola del ordenador.

—Por tanto, llegaremos a la zona buscada dentro de cuatro horas. Está bien. Su guardia, teniente.

Abandonó el puesto de mando, cambió algunas palabras con los hombres que estaban en la crujía central y se sacó una llave de su bolsillo. Al introducirla en el cuadro de mandos notó la breve sensación de vértigo que acompañaba siempre a la transición espacial. Luego entró en una cabina pequeña pero confortable, provista incluso de una pantalla de televisión que sólo mostraba la negrura sin estrellas del Espacio II. Un hombre estaba sentado en un sillón leyendo un libro. Era un hombre de piel negra, un Melanio.

—Te saludo, Nam Unkumba.

El Melanio levantó la vista del libro.

—Yo también te saludo, capitán Varig.

—Dentro de cuatro horas estaremos cerca de nuestro objetivo.

—¡Cuatro horas! ¿No es raro que también sean cuatro horas para mí?

Hablaba el federal correctamente, pero con acento gutural que casi lo convertía en otro idioma.

—Sí. Es muy curioso que nuestras horas–patrón sean las mismas. Quizá sea correcta la teoría de Vange, según la cual nuestras dos razas procederían del mismo mundo.

—Entre nosotros, algunos piensan lo mismo. ¡Pero no gozan de mucha popularidad!

—Vosotros nos odiáis, ¿verdad?

Unkumba se encogió de hombros.

—¡Kongo y Wana eran dos hermosos planetas!

—Es posible. ¡Blondor también!

—¡Nosotros no atacamos sino después de vuestras incursiones sobre Dar Erui!

—Seis de nuestras astronaves desaparecieron misteriosamente.

—Algunas de las nuestras también desaparecieron. ¿Estáis seguros de que fuimos nosotros los responsables?

—¿Y quién si no, en aquel sector de la galaxia? Pero no era esto lo que venía a discutir, sino el objeto de mi misión, de nuestra misión.

—¿Nuestra misión? ¡Yo sólo soy tu prisionero!

—A partir de este momento considérate libre. Sé que eres antropólogo, y por eso Felseim te sacó del campo de Teleren. Para ayudarnos, si encontramos Terra, a demostrar que es la cuna común de nuestras dos razas.

—Entonces, ¿por qué me has encerrado hasta ahora en esta cabina? Sí, la prisión es confortable, pero prisión al fin y al cabo.

—Francamente: hemos tenido que cruzar una parte de vuestro territorio. Y a mis hombres no les habría gustado que, mientras corríamos el peligro, un enemigo anduviera suelto por la
Aventurera
.

—De acuerdo, capitán. Si encontramos Terra os ayudaré.

En las pantallas telescópicas, el planeta (¿Terra, quizás?)

aparecía como un mundo azul estriado de nubes. Un enorme satélite lo acompañaba. Todo esto concordaba con las informaciones almacenadas en el computador.

—¿Qué hacemos ahora, capitán? —dijo Stan Dupar—. Primero lo observaremos durante algún tiempo. Aunque sea Terra, la legendaria cuna de los hombres, ignoramos quién la habita actualmente, e incluso si está habitada. Blondel, ¿has captado señales?

El oficial de radio negó con la cabeza:

—Silencio absoluto en todas las bandas de ondas electromagnéticas. Nada tampoco en las ondas de Kler–Busnel.

—Tampoco hay emisión de neutrinos —añadió Abul, el físico encargado de los detectores.

—¿Un mundo muerto? ¿O que se hace el muerto? —Deberían detectarnos tan pronto como salimos del Espacio II. En cuanto a los neutrinos, nadie ha conseguido enmascarar su emisión. Vayamos a verlo, pero con prudencia. Aunque creo que llegamos demasiado tarde, si realmente es Terra. Exploremos antes el satélite.

Era un mundo desolado, acribillado de cráteres meteóricos. Primero sobrevolaron la cara oscura, que en este momento coincidía con el lado que desde el planeta central no verían jamás. La oscuridad no era obstáculo, pues los radares ultrasensibles de la
Aventurera
proporcionaban una imagen tan detallada como la que se habría podido obtener a la luz del sol. Nada, sólo montañas, cráteres y grietas.

—¡Ron! ¡En la pantalla fotónica! ¡Una luz! Lejos y hacia delante, una luz rompía la oscuridad sobre la superficie del satélite. Ron aumentó la aproximación. Era una mancha azulada, en forma de elipse muy achatada, que fue creciendo poco a poco a medida que la astronave se acercaba a ella. Luego, cuando se situaron en el cénit de la misma, vieron que era un círculo. Ron se quedó boquiabierto. Su mirada se hundía hasta perderse en un monstruoso túnel de más de cien kilómetros de anchura que se sumergía en línea recta hacia el centro del satélite, bañado por un resplandor azulado. Las paredes eran limpias, lisas, como cortadas a cuchillo, y con algunas concavidades negras e irregulares de trecho en trecho. —¡Es artificial!

—Pero ¿quién ha podido hacer esto, y cuándo?

—¡Llamad al Melanio!

—¡Esto no lo han hecho ellos, Ron! ¡Si los Melanios estuviesen tan adelantados, todos habríamos muerto hace mucho tiempo!

—¿Qué hacemos ahora?

Ron contempló a sus oficiales, reunidos a su alrededor en el puesto de mando: Stan Dupar, el teniente delegado por la flota federal (¿aliado o espía?), Blondel el radio, Abul el físico, Bornet el biólogo, Duru el antropólogo, Gueden el joven alférez que vivía su primera aventura. Recordó a su viejo amigo Gunnarson, encerrado en su cámara de tiro, listo para disparar los rayos de la
Aventurera
; a todos los marinos en sus puestos. Luego miró a Unkumba, que llegaba en aquel instante.

—Esto no lo habéis hecho vosotros, ¿verdad? En fin, amigos, ¡vamos a explorar ese túnel!

Puso en marcha el intercomunicador general.

—¡Hermanos del Espacio! Alguien o algo ha abierto un gigantesco túnel en este satélite. Desconocemos la utilidad de ese trabajo de titanes, así como los medios empleados. Vayamos pues a verlo de cerca. Que todos estén alerta en todo momento; nuestra vida quizá dependa de ello. He terminado. ¡Stan, ordena la maniobra!

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