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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (3 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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La
Aventurera
se inmovilizó a la entrada del túnel. Una rápida telemetría dio noventa y siete kilómetros de anchura. Y comenzó la fantástica exploración. Vistas de cerca, las paredes todavía eran más impresionantes por su pulido de espejo.

—Esto no se ha conseguido por fusión; es demasiado regular —dijo por último Abul—. Y el túnel es perfectamente circular. En cuanto a la luz azul, se debe a una radiactividad bastante intensa, pero inofensiva para nosotros con nuestras pantallas protectoras.

La pared desfilaba monótona sobre la pantalla, mostrando tan sólo pequeñas irregularidades, disimuladas casi por el pulimento. A setenta y cinco kilómetros de profundidad, una obstrucción cerraba el túnel. Las rocas habían cedido bajo la enorme presión, y el tapón se hallaba cubierto de un amasijo de materias desmoronadas, fragmentos desprendidos aquí y allá de la pared y acumulados por la gravedad.

—¡Subamos! Stan, conduce la
Aventurera
al punto diametralmente opuesto de la cara iluminada. Tengo una idea; tal vez sea una locura, pero quiero verificarla.

Una hora más tarde, la astronave flotaba sobre la boca de otro enorme túnel, esta vez a oscuras, abierto en la llanura quemada por el sol.

—¡Bueno! Resulta que mi idea no era tan loca. Algo, o mejor dicho, alguien, manejando energías inconcebibles para nosotros, ha perforado esta luna de parte a parte. Como aquí la entrada es más estrecha que la salida del otro lado, dicha energía seguramente adoptaba forma de haz cónico…

Se interrumpió un instante, hizo cálculos con el ordenador y leyó la solución.

—Y el vértice de dicho cono se hallaba en la superficie de este planeta, que sin duda es Terra.

—La perforación sin duda fue instantánea, o casi —dijo Abul, asombrado—. Las rocas no tuvieron tiempo de fluir antes de solidificarse. Sólo después, la presión formó un tapón a setenta y cinco kilómetros de profundidad.

—¿Creéis que allí abajo tengan todavía a su disposición…? —empezó Dupar, apuntando al planeta.

—¡Lo ignoro, pero vamos a verlo!

Aunque era muy peligroso ingresar en el Espacio II en las cercanías de una masa importante, Ron mantenía su mano sobre la palanca de mandos, mientras pensaba que de producirse un ataque, éste sería seguramente tan súbito que no le daría tiempo a reaccionar. La
Aventurera
flotaba a cien kilómetros de altura, escrutando el suelo. Pero sólo había mares, montañas, ríos y principalmente selvas, sabanas o estepas, según las latitudes. Nada de ciudades, pueblos o caseríos, ni tan sólo casas aisladas; salvo algunos rastros enterrados, borrados por el tiempo, de canales y carreteras, nada indicaba que este mundo hubiera estado habitado alguna vez. De vez en cuando, ciertas irregularidades en el colorido o la disposición de la vegetación indicaban el probable emplazamiento de ciudades desaparecidas. Algunas debieron ser inmensas. Si bien no se veía rastro humano, en cambio la vida animal proliferaba: grandes manadas de herbívoros en las estepas y las sabanas; seres furtivos entrevistos en las lindes de los bosques.

—Si realmente es Terra, está abandonada —dijo Ron.

—No obstante, hay algo curioso —respondió Bornet—. Esos bosques, allá abajo…

—¿Y bien?

—¡Pues, que no parecen naturales! Tienen aspecto de estar cuidados, al menos en algunos puntos. No son selvas, en modo alguno.

—¿Te refieres a una civilización vegetal?

Bornet se encogió de hombros.

—Francamente, no ¡Una civilización vegetal es casi tan improbable como una civilización mineral! Pero todo parece indicar que hasta hace poco tiempo alguien se ocupaba de estos árboles. Mira allí, justo delante de nosotros. Parece un parque.

—¡En efecto!

—¡Bajemos!

—Todavía no. Primero quiero dar un rodeo completo al planeta.

—Subamos hacia el norte —dijo una voz desde abajo.

—¡Hombre, Boren! ¿Dónde estabas? ¿Y por qué al norte?

—Para ver mejor estos casquetes glaciares —dijo el geólogo—. Estaba comprobando las características de Terra. Por lo visto era un planeta sometido a glaciaciones más o menos periódicas, y precisamente este mundo tiene aspecto de hallarse en plena glaciación. Hay enormes icebergs que descienden hasta cerca de los sesenta grados de latitud.

—¡Sea! ¡Rumbo al noroeste! Y también vamos a descender; si hubiéramos de ser atacados, pienso que habría ocurrido mucho antes. Sobrevolaremos a una altura de diez kilómetros.

Por ser la
Aventurera
una nave corsaria, estaba construida para maniobrar tanto en una atmósfera como en el vacío, por lo que continuó su vuelo a unos mil kilómetros por hora hacia los cuarenta y cinco grados de latitud. Sobrevolaron una inmensa llanura rodeada al sur por montañas, atravesaron muchos mares menores, luego países de lo más variado y una gran cordillera orientada norte sur, dejando a la derecha un viejo macizo muy erosionado que debía ser volcánico.

—¡Allí, allí! Una humareda —gritó Dupar.

—¡Alto!

La
Aventurera
se detuvo, sostenida por sus campos antigravitatorios.

—¿Dónde está esa humareda?

—Hemos pasado de largo. Alrededor de cincuenta kilómetros atrás.

Era un paisaje de colinas y hondonadas, con cañones abruptos por los que corrían ríos de mediana importancia. La flora era esteparia, con algunos bosquecillos de árboles aquí y allá, e incluso bosque espeso en las partes abrigadas. Numerosas manadas pacían en ellos. Ron aumentó la ampliación.

Bueyes, caballos, ciervos, se dijo. Y allá un grupo de leones, y más lejos un oso.

Todos estos animales le eran familiares. Algunos existían en los planetas de la Federación, pero principalmente podían ser estudiados en el antiguo tratado de zoología que conservaba la biblioteca universitaria de Federa, y que se consideraba copia de una obra original procedente de Terra.

—Parece que hemos encontrado al planeta madre, pero sin duda llegamos demasiado tarde. ¡Ya no hay hombres!

—La humareda, capitán. Sale de aquella gruta de allí —indicó Dupar.

Ron orientó los visores. La entrada de la gruta era oscura y tan sólo un hilo de humo salía por arriba, rozando las rocas, como posible indicio de actividad humana. Mientras tanto… sí, aquel montón claro al final de la cuesta era indudablemente un rimero de huesos de animales.

—¡Hombres, Ron!

El índice de Duru apuntaba a la pantalla de la derecha. Allí, en la linde de un bosque, una docena de figuras verticales, hombres indudablemente, se acercaban sigilosamente a un grupo de bueyes que pacían tranquilamente a un centenar de metros.

—¡Llevan arcos!

—Y hachas de piedra —agregó Unkumba.

—Esto explica el silencio de la radio —exclamó Blondel—. ¡Han regresado al estado salvaje!

—¿Por qué?

—Una guerra atómica, tal vez. ¡Ah, qué tiro tan precioso!

Abajo, a diez kilómetros, los cazadores habían lanzado una nube de flechas y dos bueyes rodaron por el suelo. El resto de la manada huyó, sin que los cazadores intentasen perseguirla.

—Hay que entrar en contacto pacíficamente —dijo Duru—. Buscar un individuo aislado, capturarlo si es preciso, sin hacerle daño.

—¡De acuerdo! Cuando anochezca aterrizaremos allí —indicó un macizo boscoso con un claro—, y una patrulla armada con paralizadores tratará de capturar un individuo aislado.

Aunque mediaba el verano boreal, la noche era fría. Ron y tres hombres se ocultaron en un bosque de pinos y helechos, al final de la cuesta y a la derecha de la gruta. El resplandor de unas fogatas había iluminado ampliamente la entrada, pero ahora no era más que un rescoldo junto al farallón bañado por la luna. Poco a poco el cielo oriental tomó un color más claro, y antes de amanecer el humo volvía a salir de la caverna.

—Ya despiertan —dijo uno de los astronautas en voz baja.

—Sí, Bruck —respondió Ron—. Con el fuego como única iluminación, han de acostarse temprano y levantarse con el sol. ¡Atención, aquí se acerca uno!

Una figura frágil apareció sobre la pendiente, se estiró alzando los brazos por encima de la cabeza y desapareció de nuevo en la gruta. Luego salió llevando alguna cosa oscura y blanda.

—¡Un odre! Va a buscar agua —continuó Bruck—. Es una muchacha. Tiene buen tipo, por Dios. ¡Buen trabajo haría con ella!

—¡Bah!, debe apestar como todos los salvajes —añadió uno de sus compañeros.

—¡Silencio! Está acercándose al río. Corramos por la derecha; la acorralaremos al borde del agua. ¡Y nada de brutalidades!

Ocultos entre las altas hierbas de la orilla, la vieron llegar con paso cadencioso, arrastrando el odre tras ella. A aquella hora, la claridad ya era suficiente y pudieron ver que pertenecía a un tipo físico que les era desconocido: ni Waite ni Melanio. Era bastante alta, de una piel morena, de largos cabellos lacios que por detrás le llegaban hasta la cintura. Vestía una túnica de cuero adornada con pieles, y un collar de conchas rodeaba su cuello. Los rasgos eran regulares, los ojos oscuros y la nariz, estrecha en su raíz, era de aletas dilatadas, sin ser tan ancha como la de los Melanios.

—Tenías razón, Bruck. Es preciosa —dijo Ron—. Y muy joven además; tendrá unos quince o dieciséis años.

—¡Espere, capitán! Voy a hablarle. —Y antes de que Ron pudiera impedírselo, el marino se precipitó hacia la muchacha.

Esta se detuvo en el acto. Bruck era un gigante rubio, oriundo de Soomi, con una presencia impresionante que, según afirmaba, le aseguraba el éxito con las mujeres. Soltando el odre, la muchacha sacó de su cinturón una larga lámina de sílex con mango de hueso. Lanzando un grito con voz clara, se abalanzó sobre el coloso. Bruck detuvo el viaje como pudo, aulló de rabia y dolor y dio un paso atrás, despejando así la línea de tiro. Sin vacilar, Ron apretó el gatillo de su paralizador y la muchacha cayó en la hierba. Pero tres hombres armados de jabalinas ya bajaban corriendo por la pendiente. Bruck, con aire de sorpresa, contemplaba alternativamente el cuchillo de sílex que había arrebatado con su mano izquierda, y su antebrazo derecho herido, del que manaba sangre en abundancia.

—¡Rápido! ¡Retirada hacia el bosque! El módulo vendrá a rescatarnos. Llevaos a la chica mientras yo os cubro.

Los atacantes ya estaban muy cerca y una jabalina lanzada con fuerza fue a clavarse a los pies de Ron. Aunque actuando a disgusto, los derribó a los tres y corrió a reunirse con sus hombres. La nave auxiliar ya aterrizaba.

—¡Todos a bordo! ¡Bruck, que te curen y luego cumplirás cinco días de arresto, para que aprendas a desobedecer mis órdenes! ¡Estuviste a punto de estropearlo todo!

Los efectos del paralizador eran brutales, pero pasajeros, y apenas el módulo regresó a la
Aventurera
, la muchacha recobró el conocimiento. Miró a sus captores con aire feroz, pero sin miedo, y prorrumpió en una diatriba vehemente, en un idioma muy sonoro. Sus ojos no se apartaban de los hombres que la rodeaban pero, cosa rara, no parecía interesarle en absoluto la cabina de mando donde se hallaba y donde tantos aparatos misteriosos, pantallas de visión, cuadrantes, luces piloto, deberían asustarla o al menos intrigarla. Pero cuando quisieron ponerle en la cabeza el casco del hipnolingual, se necesitaron tres hombres robustos para dominarla. Luego el aparato hizo su efecto; ella se relajó y se durmió casi enseguida.

—Dentro de cuatro horas habrá aprendido suficiente galáctico básico para contestarnos —dijo Duru—. Sin más inconvenientes que un leve y pasajero dolor de cabeza.

—Bien; despeguemos. No conviene que los hombres de la tribu descubran la
Aventurera
. Altitud, diez kilómetros, sin desplazamiento horizontal.

Sólo Duru y Unkumba, en su condición de antropólogos, asistieron al interrogatorio. En lo posible, Ron no quería asustarla. Por la misma razón, el interrogatorio tuvo lugar en la sala de oficiales, más confortable y menos extraña que el puesto de mando.

—¿Cómo te llamas?

—Soy Dará, hija de Kair Elón, jefe de la tribu roja. ¿Y tú?

—Ron Varig. ¿Sabes dónde estás?

—Sí, en una máquina como las que tienen los del Centro. Pero tú no eres del Centro; tu piel es demasiado pálida o demasiado oscura.

—Los que son del Centro, ¿tienen máquinas voladoras?

—Sí, pero sólo acuden cuando les necesitamos. Y vosotros, ¿qué venís a buscar en la tierra de los Hombres?

—Y ¿cuándo tenéis necesidad de los hombres del Centro?

—No de los hombres, de las gentes.

—No veo la diferencia.

—¡Sólo los hombres de las tribus son verdaderos Hombres!

—Comprendo. Y ¿cuándo acuden?

—Cuando un cazador está demasiado enfermo para que nuestros Ancianos puedan curarlo. Entonces ellos se lo llevan en una máquina voladora. Por lo general regresa curado, pero no se acuerda de nada. Otras veces no vuelve…

—¿Dónde viven esas. gentes del Centro, Dará?

—Lejos; creo que al sur. En todo caso, es a donde dirigen sus máquinas, y de donde llegan.

—¿Y cómo son?

—Exteriormente, como nosotros. Pero no son verdaderos Hombres. ¡Ninguno de ellos sería capaz de matar un oso con una jabalina!

—¿Son físicamente débiles?

—No, pero carecen de valor. ¿Lo tendrías tú?

—Nunca he intentado cazar un oso. Pero he cazado fieras más peligrosas. A hombres como éste —dijo Ron, señalando a Unkumba.

Dará se llevó la mano a los labios.

—¡Oh, no! ¡Eso no se hace! ¡No se debe cazar a los hombres, ni siquiera a las gentes del Centro!

—¿Y si te atacan?

—Entonces es diferente. Hay que defenderse, como hice yo.

—Las cosas no siempre son tan sencillas, Dará. Nosotros creemos defendernos de los Melanios —señaló al negro— y ellos creen defenderse de nosotros. Deseamos entrar en contacto pacífico con tu pueblo. ¿Crees que esto será posible si te liberamos?

—Claro que sí. Pero ¿quiénes sois vosotros?

—Probablemente descendientes de los hombres que abandonaron tu mundo, hace mucho más tiempo del que podrías imaginar. En el cielo ocupamos gran número de tierras como la tuya o diferentes, que están iluminadas por las estrellas que tú ves de noche, y que son soles lejanos. Y seguimos descubriendo nuevos mundos, poblándolos…

—¡Ah, sí! Aquí también, cuando la tribu es demasiado numerosa, enjambra. Por desgracia, no todos los enjambres sobreviven. A veces hay enfermedades que ni las gentes del Centro pueden curar. El enjambre muere… Pero ¿todos los hombres del cielo tienen la piel pálida como la tuya?

BOOK: Retorno a la Tierra
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