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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (7 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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—¡Precisamente! ¡Lucháis, matáis, y ni siquiera sabéis por qué! Nosotros defendemos a Utopía. Dentro de algunos milenios probablemente la raza humana ya no necesitará guardianes ni
sudra
. ¡Entonces se abrirán las puertas de nuestros laboratorios y podremos emigrar pacíficamente a las estrellas!

—Hallaréis sorpresas desagradables. Además de las Confederaciones Waite y Melania existen otras razas, ¡y no todas pacíficas!

—Si somos atacados, nos defenderemos. Poseemos el arma absoluta, capitán. Pero los utópicos no lucharán entre sí como vosotros, y jamás serán los primeros en comenzar una guerra. Y ahora debo poner en tu conocimiento la decisión que se ha tomado sobre vosotros y que no te gustará. No abandonaréis jamás Terra, seréis recluidos en una isla para vivir y morir en paz. No queremos que vuestras bárbaras Confederaciones se enteren de nuestra existencia. ¡Y no es que no sepamos defendernos! ¡Aunque hubieras venido con toda una escuadra, y no con una sola astronave, lo mismo habríais sido destruidos!

—Tal vez. ¡Tenemos armas muy poderosas!

—Capitán, voy a enseñarte el arma absoluta que te he mencionado. ¡Acompáñame!

Se puso en pie. Era alto y delgado, y parecía aún más alto con su túnica negra. Apretó un botón y entraron dos guardianes con las armas a punto.

—Pertenezco a la sección científica y no a la militar de los guardianes, conque no sabría defenderme. Pero Gona y Ruki son campeones de tiro. No lo olvides, y sígueme.

Pasaron por otra puerta y tomaron un ascensor que conducía a una cúpula blindada. En medio de ella y apuntando al techo se veía un disco cóncavo de unos diez metros de diámetro, formado por una malla de metal blanco brillante, en cuyo centro había un cono truncado de metal rojo; cobre sin duda. La periferia del disco estaba a un metro del suelo aproximadamente, y a través de la malla se adivinaba una fosa poco profunda. Fon Kebelda señaló el aparato.

—Esta es nuestra arma absoluta. Este espejo, que puede girar sobre su base oculta para cubrir un radio de treinta grados, es un excitador de Espacio III.

—¿Espacio III?

—Sí, capitán Varig. Vosotros utilizáis el Espacio II con vuestras astronaves, ¿verdad? En el Espacio II la velocidad de la luz es el cuadrado de la normal. Podéis hacerlo sin peligro porque el Espacio II está vacío, y sin dejar de respetar las leyes del físico protohistórico Einstein podéis recorrer el Cosmos. Pues bien, los terranos hemos descubierto el Espacio III, donde la velocidad de la luz, o mejor dicho, la máxima velocidad de transmisión de información es tal, que no hemos podido medirla. Seguramente es finita, pero nuestros instrumentos son demasiado imperfectos. De todos modos, poco importa, pues el Espacio III no está vacío, pero por lo poco que sabemos resulta extraordinariamente hostil a la materia tal y como nosotros la conocemos. Así pues, tenemos toda una serie de proyectores barriendo el cielo y cubriéndolo por completo a partir de una altura suficiente para que nada pueda alcanzarnos. Uno de ellos, montado en el Ecuador, hace 2510 años hizo aquel agujero en Luna que tanto te intrigó. Fue la única vez que se usó un excitador a gran escala para verificar una hipótesis: algunos de nosotros pensaban que más allá de ciento cincuenta mil kilómetros la energía era demasiado débil para traspasar la materia al Espacio III. El experimento demostró que se equivocaba.

—¿Y cuál es el alcance máximo?

—Teóricamente, veinte millones de kilómetros. En Marte o Venus estaríais a salvo, pero no sobre Luna.

—¿Y actúa a través del techo?

—Claro que no. Desaparecería. Pero lo abrimos así.

Kebelda pulsó algunos mandos y, con lenta rodadura, el techo de metal giró sobre sí mismo y se hallaron a cielo abierto. Debía ser tarde, pues el sol caía oblicuo y sólo iluminó la parte superior de la cúpula. Kebelda hizo ademán de cerrar. Una idea germinó en el cerebro de Ron, una idea loca, pero sin duda era su última oportunidad. Si saliera bien…

—¡Espera! Nunca volveré a tener ocasión de ver uno de estos proyectores, y todo cuanto se refiere a las armas me fascina. ¿Se podría hacer una demostración?

Kebelda vaciló.

—Eso consume mucha energía y gran cantidad de aire, dejando algo de radiactividad, débil de todos modos. Pero, por otra parte, una demostración te hará más persuasivo cuando expliques a tus hombres que no podéis hacer nada, que debéis resignaros a vuestra suerte. De acuerdo. Toma este manual de instrucciones que se halla sobre esta repisa y cuando el proyector esté activado, arrójalo sobre el espejo. Hazlo rápido, pues de lo contrario el aire al volatilizarse puede desencadenar un tornado. Ya te avisaré cuándo debes lanzar el libro, pues aunque el proyector funcione no se ve nada. Sobre todo, no pases la mano por encima del espejo si deseas conservarla. ¿Estás preparado? Ron tomó el libro y se acercó al espejo. Kebelda sacó una llave de su bolsillo, abrió el cuadro de mandos y dio vuelta a un conmutador. Una aguja se desplazó sobre el cuadrante, fijándose entre dos líneas rojas.

—¡Atención! Cuando te diga, arroja el libro. Apretó un botón rojo. —¡Ahora!

En vez de obedecer, Ron, que era quien estaba más cerca del espejo, se echó hacia atrás y se volvió.

—¡Eh! Esta luz en la base del cono, ¿es normal? Intrigados, los dos guardias se acercaron, e inesperadamente Ron les empujó sobre el proyector. Kebelda ya cortaba la energía, pero era demasiado tarde: Gona estaba muerto, con la cabeza y un hombro desaparecidos; Ruki contemplaba con aire asombrado el muñón de su brazo izquierdo, del que brotaba sangre con fuerza. Ron se precipitó sobre el láser, que Ruki había soltado para sujetarse la muñeca con la mano derecha, y se volvió con el arma en la mano.

—¡Cierra la cúpula! Y atiende a ese desgraciado. Si no, morirá desangrado.

Mientras el terrano obedecía, Ron examinó su arma. Era un láser de gran potencia, análogo al modelo IV de las flotas de la Confederación. Lo empleó metódicamente para inutilizar el proyector, destrozando las barras de metal, fundiendo los mandos y cortando los cables de alimentación.

—Ahora bajaremos a tu despacho, y luego me conducirás personalmente a donde están mis hombres. Tu vida dependerá de tu cooperación.

—Te felicito, capitán. He caído en tu trampa como un imbécil. Pero mi vida no tiene la menor importancia. No soy más que un guardián.

—No dudo de que sacrificarías tu vida y la de este infeliz. Pero falta saber hasta qué punto eres capaz de soportar el dolor físico. Nosotros somos corsarios, y aunque personalmente no apruebo la tortura, no he podido evitar que los más rudos de mis hombres la empleen para hacer confesar a sus prisioneros Melanios dónde esconden su fortuna. Como decías, a veces hay que tomar medidas lamentables.

—De acuerdo; admitamos que la carne es débil y que yo ceda
aquí
. Pero cuando encontremos a los demás guardianes, no dudaré ni un segundo en darles la orden de disparar, pues la muerte no me espanta. Un segundo de angustia, quizá de dolor, y luego la nada…

Ron se rascó la cabeza, pensativo.

—Veamos, intentemos otro sistema. ¿Por qué no quieres dejar que nos vayamos?

—Hemos conseguido la estabilidad gracias a terribles esfuerzos. Por primera vez en su historia, la humanidad tiene tiempo de vivir, de reflexionar…

—¿Ese rebaño de drogados?

—No, aunque alguna que otra vez realizan aportaciones válidas. La droga, como la llamas, no altera su inteligencia. Pero nosotros contamos con los guardianes. Investigan todos los campos de las ciencias físicas y humanas, y obtienen resultados. Si quisiéramos, podríamos conquistar la galaxia. Imagina una flota de astronaves armadas con proyectores de Espacio III. Pero únicamente saldremos de Terra cuando hayamos alcanzado nuestro objetivo, que es dejar de ser fieras conquistadoras como vosotros, para llegar a una forma de inteligencia, a una manera de ser más elevada. Nos queda mucho quehacer. Para ello necesitamos que nuestro refugio no sea descubierto; todavía necesitamos algunos milenios de aislamiento y de estabilidad. ¿Qué ocurrirá cuando tú regreses a tu belicosa Confederación? Nos invadirán los curiosos, algunos locos intentarán conquistarnos, y tendremos que defendernos. No sé qué le ocurre a un ser humano proyectado al Espacio III, pero debe ser bastante horrible. ¿Quieres que sean millones?

—Me parece que te engañas acerca del interés que pueda presentar vuestra Terra para nosotros, los galácticos. Tan sólo la hemos buscado con un fin determinado: verificar si era auténtica la teoría de que Waites y Melanios proceden de la misma evolución sobre un planeta, y así tratar de frenar nuestra guerra absurda. También nosotros, a nuestra manera, queremos alcanzar un nivel superior de humanidad. Pero ¿y vosotros? Vuestros ciudadanos drogados, vuestros guardianes con aire infeliz…

—En efecto, a veces lo son. Su deber les obliga a hacer cosas desagradables. Saben que son esclavos de un orden superior a ellos, de un objetivo que no verán realizado. ¡Pero también tienen sus momentos de exaltación!

—De todas maneras, lo que quiero hacerte comprender es que, en nuestra Confederación, Terra sólo interesa a algunos arqueólogos. Si dejas que nos vayamos pacíficamente, vuestras coordenadas serán un secreto bien guardado. Y si alguno vuelve a descubriros por casualidad, pues bien, ¡admito que tenéis derecho a defenderos!

—Me gustaría creerte, Varig. Pero no puedo correr ese riesgo. Y yo no soy el Supremo Guardián, no puedo tomar sobre mí…

La puerta de la cúpula se abrió, y Gunnarson y Bruck aparecieron armados, acompañados de un guardián también armado. Se detuvieron en el acto.

—¡Ya veo que no nos necesitas, capitán! —gritó alegremente el coloso—. ¡Vaya estropicio! —continuó admirativamente, contemplando las ruinas del proyector—. ¿Qué era esto?

—Un arma terrible, Niels. Pero ¿qué ha pasado?

—Este hombre nos ha liberado y nos dio armas —respondió Gunnarson—. De momento, somos los amos.

—¿Es verdad eso, Halor? —exclamó Kebelda—. ¿Será posible que un guardián nos haya traicionado? ¡Responde!

—Es cierto, Mariag.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué haces correr un terrible peligro al Plan? ¿Te das cuenta de lo que has hecho?

El hombre respiró hondo.

—¡Por la libertad, Mariag! Para vivir como un hombre y no como esclavo de un plan concebido antes de que yo naciera, y cuyo fin no veré. ¡Y porque aquí se aburren hasta las ovejas!

—Pero ¿cómo? Tú eres uno de nuestros mejores físicos. En tu laboratorio tienes cuanto necesitas. Has realizado descubrimientos…

—¡Que han ido a pudrirse en los archivos! Y allí permanecerán hasta el día glorioso, lejos, lejos en el futuro, en que alguien tendrá el valor de anunciar que el plan se ha realizado, si es que eso ocurre. No, Mariag, aquí somos prisioneros de este único planeta. ¡Ellos tienen el Universo!

—¡También tienen la guerra!

—Me han explicado por qué, y cómo esperan detenerla. Y además, Mariag, quizá no existan los dioses, pero creo que los antepasados, los grandes, los que trazaron este plan que seguimos, usurparon los atributos de la divinidad. Quizá tuvieran razón, pero ¿quién puede asegurarlo? Nada os impedirá continuar este experimento. Los galácticos también realizan otro, con sus tragedias, claro, como el nuestro. Pero al menos ellos son libres.

Kebelda se encogió de hombros con aire cansado.

—De acuerdo, pero seréis aniquilados cuando intentéis abandonar Terra. Este proyector está inutilizado, pero antes de que os alejéis lo suficiente para pasar con seguridad al Espacio II, entraréis en el radio de acción de los proyectores vecinos.

—Los cuatro proyectores vecinos también han sido saboteados, Mariag. Podremos pasar.

Kebelda pareció darse por vencido.

—Entonces, ¿no estás solo? ¿Es una traición organizada?

—Somos doce y nos iremos con ellos. ¿Una traición? No, una evasión. Digamos que los barrotes de la jaula han desaparecido por unos instantes, y que aprovechamos la oportunidad.

—El tiempo apremia, capitán —cortó Gunnarson—. Dominamos la situación, pero sólo momentáneamente.

—¡Tienes razón! Sigúenos, Kebelda. Vamos a embarcar en la
Aventurera
, y allí te dejaremos. Pero antes debo pasar por mi alojamiento para recuperar los documentos de Akero.

—Ya está hecho, capitán —dijo Bruck—. Ya está a bordo. Y con una pequeña sorpresa para ti…

Mientras la puerta de la esclusa se cerraba lentamente, Ron lanzó una última mirada sobre aquel valle terrano que jamás volvería a ver y donde se hallaba la tumba de Gueden; luego contempló el rostro angustiado de Kebelda.

—No te preocupes. Te prometo que nadie sabrá dónde se encuentra Terra.

Luego, cerrando la escotilla, se dirigió al puesto de mando.

—Stan, despegue inmediato. Ascenso en vertical hasta los cien kilómetros, y paso al Espacio II. Ya sé que corremos algún riesgo al ingresar tan cerca de una masa planetaria. Pero ignoramos qué otras armas poseen sus arsenales, aparte de los proyectores que pusimos fuera de combate.

No quedó tranquilo hasta que la negrura absoluta del Espacio II apareció en las pantallas de visión. Entonces se volvió en su asiento de mando, suspiró y dijo:

—Bien, amigos. Hemos salido de ésta con el mínimo de desperfectos, ¡pero por los pelos! Dime, Unkumba, ¿qué valor tienen estos documentos de Akero?

—Son indiscutibles —respondió el antropólogo—. Haremos copias y Unkumba podrá llevarlas a su Gobierno. Sin duda esto no bastará para detener la guerra, pero podrá contribuir notablemente, si al mismo tiempo hacemos proposiciones aceptables de paz.

—¡Estupendo! ¿Y qué ha sido de los guardianes que nos han seguido?

—Repartidos en diversos compartimientos, y vigilados por nuestros hombres. Pero los creo sinceros —dijo Gunnarson—. ¿Son doce?

—Sí. La crema de los guardianes científicos, conocedores de las técnicas del Espacio III.

Ron silbó.

—¡Habrá que explicarles que es mejor no hablar de eso por el momento!

—Akero también ha querido venir con nosotros, junto con algunos más. Cuando supieron que nos íbamos, algunos terranos pidieron que nos los llevásemos. Debido a que en ese momento no lo podía consultar contigo y el tiempo apremiaba, decidí aceptarlos en proporción con las plazas disponibles. Son veintiuno en total.

—Me pregunto si nuestros mundos les gustarán más que el que han dejado. En fin, es asunto suyo. ¿Hay mujeres entre ellos? —Tres.

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