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Authors: Jean-Pierre Andrevon

Tags: #Ciencia Ficción

Retorno a la Tierra (9 page)

BOOK: Retorno a la Tierra
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Yo estaba pálido de rabia; lo notaba en las aletas de mi nariz, tensas como nunca, y no pude replicar ni una sola palabra. Aquel hombre se habría reído en mi cara. A él y a sus marinos, yo les había llevado al planeta originario prometiendo mostrarles la cumbre de la cultura humana. Y ahora vivíamos peligrosamente entre plantas semovientes y hostiles…

—Estos vegetales —había declarado poco antes— por su alimentación obedecen a reglas que evidentemente no han establecido ellos mismos. Estos curiosos recipientes de tierra, centrados en una cúpula de material desconocido, demuestran la existencia, al menos en el pasado, de una cultura exterior a la planta, por autónoma que ésta sea. Es preciso descubrir el secreto de esa tecnología que aún funciona. Entonces, y sólo entonces, comprenderéis la exactitud de mi tesis.

—No me gusta ofender a nadie —ironizó Martson—. Pero, Maestro, le conviene escuchar una lección que merece desde hace mucho tiempo. Usted se hace llamar hombre de ciencia. Pues bien; lo admito. Para lo tocante a su especialidad, se entiende. Pero cuando se deciden unas coordenadas espaciales en base a viejos mitos, aplicando conclusiones sacadas de un simbolismo hipotético, por desciframiento de textos ininteligibles, mi deber es gritar: ¡Alto! Usted ha logrado predecir la existencia de un tercer planeta alrededor de este astro, y la presencia del mismo en este cuadrante. Sea. Pero ¿dónde están los «semejantes» que nos había prometido? ¿Cree que las «legumbres» que pueblan este territorio son capaces de navegar por el cosmos?

A estas palabras, ciertos murmullos burlones habían surgido entre el auditorio. Fue entonces cuando pedí la votación…

Aflojé la parte anterior de mi casco y me desabroché el peto de la combinación impermeable. Por vigésima vez sequé el sudor de mi cara y cuello, procurando llegar hasta los hombros todo lo posible. En aquel planeta, en efecto, hacía un calor horrible, a pesar de la elevada latitud septentrional a que nos hallábamos. Fue lo que más me sorprendió. El estudio de los legajos antiguos de cincuenta planetas me había conducido a teorías muy distintas de lo que estaba descubriendo, desde el punto de vista climático. Pero había transcurrido mucho tiempo. ¿Y si la estrella de aquel sistema había modificado su radiación? Quizás el vapor establecía un efecto de invernadero.

Además, los continentes eran mucho menores de lo que suponía la tradición, aunque esto concordaba con mis suposiciones y fortalecía mi posición. Consulté el reloj: faltaban quince minutos aún. Entrecerré los ojos, escrutando la niebla en la lejanía: en efecto, dos sombrillas se acercaban al depósito de vida, distante doscientos metros. Su gran sombrero estaba abatido hasta casi cubrir sus múltiples pies. Tenían sed. A medida que se aproximaban, distinguí cada vez mejor los detalles de su anatomía: siluetas verde oscuro bajo el halo dorado del sol, en medio de las tierras blancas y secas que separaban las lagunas destellantes de donde se elevaban ligeras nubes de vapor. El lecho de estas extensiones de agua estaba rodeado de elevaciones construidas con una piedra inalterable, que almacenaban el calor y mantenían el agua a una temperatura más elevada que el aire circundante. Esto era lo que producía aquella sensación de ahogo, debida a la elevada temperatura —veintiocho a treinta grados— de una atmósfera mantenida siempre a saturación de humedad.

Por lo demás, sin tales condiciones atmosféricas no quedaría viva ni una sola sombrilla, forma de vida enteramente adaptada al clima excepcional de aquellas islas del hemisferio norte. Aquellos seres, sin embargo, necesitaban reponer agua y sales minerales a intervalos apenas superiores a una hora de tiempo–patrón.

Mientras vigilaba la aproximación de los dos grandes vegetales, verifiqué distraídamente el lanza–agujas de repetición. Prank, nuestro químico jefe, me había asegurado que los proyectiles dosificados por él servirían para inmovilizar durante más de una hora, sin matarlas, a las mayores «legumbres ambulantes», como las llamaba el comandante. También había preparado tres tipos de municiones, clasificados mediante etiquetas azules, verdes y rojas, y adaptados a las tres tallas más corrientes de sombrillas. Introduje cinco cartuchos rojos en el cargador, pues las dos que llegaban eran del tamaño máximo.

Un súbito remolino en el aire y un silbido penetrante me anunciaron la llegada de un helicóptero. Me volví profiriendo una maldición.

—¿Qué diablos venís a hacer aquí? —grité—. ¡Largaos!

El pasajero era el capitán Vbur, quien se apeó del aparato en compañía del piloto.

—Venimos a buscarte, Philippe —dijo, sonriendo.

—Callad y echaros al suelo, por el amor de Dios —dije con rudeza—. ¡Con tal de que vuestro maldito aparato no haga huir a mi presa!

Regresé a mi posición de vigilancia, tendido en el suelo.

Los dos hombres obedecieron. Vbur se me acercó enseguida y también lanzó una ojeada hacia las sombrillas. Afortunadamente, éstas no se habían desviado de su ruta.

—Philippe —dijo el capitán—, te lo suplico. No seas tozudo. Martson está muy enfadado contigo. Un subalterno le ha dado parte de nuestra última conversación. ¡Déjalo, amigo!

—¿Cómo? ¿Abandonar? ¡Estás loco si crees que lo haré! Mira. —Con mi dedo apunté a las dos sombrillas. Una de ellas se había adelantado y llegaba tranquilamente al emplazamiento de riego más cercano—. ¿Sabes cómo se dirige el chorro de agua sobre su sombrilla?

—No, la verdad. Dijiste algo de una tubería, pero no veo… —Al contrario; está a la vista. Ahora ya lo sé. Hace una hora he contorneado el tronco de una sombrilla aquí mismo, justo antes de que se alejara. Y he visto…

—¡Ha sido una imprudencia, y eso es precisamente lo que hemos venido a evitar!

—Esta vez lo haré de otro modo —dije sin contemplaciones—. ¡Utilizaré el anestésico!

—¡Déjame hablar de una vez! —aunque hablábamos en susurros, noté un acento histérico en mi voz. Procurando sosegarme, proseguí—: El agua sale de un tubo pintado de rojo. Sí, capitán. Un vulgar tubo como los que nosotros fabricamos diariamente. ¿Qué te parece? ¿Crees posible que estas «legumbres» puedan fabricar tubos capaces de salir y entrar en el suelo sin dejar la menor huella?

Por unos instantes aparté los ojos de las dos sombrillas; la más próxima se estaba instalando bajo la cúpula y metía las patas en el lodo.

—¡Gran Dios! Jacques —dije a mi compañero—, ¿no te has acordado de ponerte un traje impermeable?

—Ya ves que no. No lo necesitamos, pues te prohíbo que te acerques a estas criaturas.

—Pero, cabeza dura, ¿no comprendes lo que acabo de contarte? ¡Un tubo artificial es la demostración evidente de que el hombre existe o ha existido sobre este antiguo planeta! Hemos de encontrar el modo de meternos debajo de esta corteza —le mostraba el suelo a nuestros pies— y descubrir la maravillosa maquinaria que lo mueve todo. ¡Tengo la prueba! ¡Mi teoría es correcta! Podéis iros o quedaros. Al fin y al cabo, me importa poco. En ningún caso me impediréis que actúe.

—Siempre sueñas, y ahora también, mi pobre amigo. La naturaleza es más ingeniosa que todo cuanto pueda inventar el hombre, y aquí claramente nos hallamos ante un fenómeno natural. Comprendo tu decepción. ¡Cuidado! No…

Ya no le escuchaba. La sombrilla se había inmovilizado esperando su maná; su manto se arrastraba por el suelo a su alrededor. El chorro de vida brotó de su centro y empezó a bañarla, dándole brillo y devolviendo el vigor a la superficie exangüe.

Entonces apunté con mi arma y disparé.

Al principio no ocurrió nada. Aquella sombrilla era muy grande, en realidad medía más de ocho metros de altura. Su cúpula, una vez abierta, debía exceder los diecisiete metros de diámetro. El agua caía en brillante catarata, arrancando destellos a la ocre luz del sol ligeramente velado. Salí de nuestro embudo y con el arma siempre en la mano, pero bajando la visera de mi casco y ajustándome el cierre hermético del traje, empecé a correr hacia mi víctima. Entonces vi que el gran cuerpo verde se detenía. El borde de la sombrilla recubrió como un manto los pies profundamente enterrados, que permanecieron inmóviles. Me volví hacia Vbur:

—Supongo que no vas a disparar contra mí para salvarme la vida, ¿verdad? —dije con dura sonrisa—. Confiesa que tienes miedo y que por eso no has cogido un traje impermeable. Confiésalo. Pero yo no tengo dudas. Ya has visto que el ser vegetal no ha explotado. Se ha dormido, al menos por una hora. Voy a explorar el centro de su sombrero.

—Esto es falso. Me atribuyes horribles intenciones —gritó Jacques—. Desde luego, temía que este cuerpo estallara como estallaron las primeras víctimas de nuestros lanza–agujas. Si pudiera, te acompañaría. Te lo juro.

—Te creo —le dije—. ¡Hasta la vista!

Apoyé mis botas con cuidado sobre el borde de la gran sombrilla. El chorro líquido caía sobre mi casco e inundaba mi visera, nublando la visión. ¡Me hacía falta un limpiaparabrisas! Pero la caída del agua no era violenta, ni impedía ninguno de mis movimientos.

Pronto comprobé que mi plan era bueno y que era perfectamente posible para un hombre el caminar sobre aquella materia plástica; cedía bajo el peso, pero la presión se repartía alrededor. Empecé mi ascensión inclinado hacia delante para resistir el peso. Mientras subía, no lograba dejar de pensar en Vbur. En estos momentos le creía; no me impidió disparar ni temió verse alcanzado por el líquido corrosivo, lo mismo que su acompañante, el cual tampoco se había embutido su traje impermeable. Apenas les quedaba tiempo para el viaje, y no pudieron ni soñar en equiparse. Daba igual. Yo no había vacilado en lanzar mi carga sobre el monstruo verde. Pensé que Vbur aprobaría mi tentativa. Pero en el fondo él también era un Bien.

Verdaderamente, se trataba de una tubería. Y ésta, como la anterior, estaba cubierta con una capa de pintura rojo vivo. Un hombre podría introducirse en ella. El agua brotaba de un orificio circular que le daba la forma de un talón, cayendo en forma de cúpula gracias a la presencia de un disco que sólo dejaba una rendija circular en la periferia del mismo. La presión de salida debía ser muy tuerte, ya que el chorro subía como un embudo a tres o cuatro metros de altura antes de volver a caer, apenas roto, sobre toda la superficie de la sombrilla. Era muy ingenioso, ya que estaba adaptado a las dimensiones del animal y ofrecía la seguridad de que todo el sombrero–manto recibiría el líquido bienhechor.

Las membranas superiores, tan delgadas que cuando la sombrilla avanzaba se movían agitadas por el viento, en aquel momento estaban fuertemente adheridas a la superficie del tubo misterioso. Rodeé todo el perímetro del tubo, alzando la cabeza para observar la salida del líquido y, a la vez, permitir que mi cámara captase todo el fenómeno. Por un momento me hizo dudar la idea de meter la cabeza «dentro» de la película a presión, agarrando el borde del enorme difusor. Pero temí que mi equipo no lo resistiera.

En ese momento de mis reflexiones me volví para hacer un signo victorioso con el brazo hacia el capitán, cuando mis ojos me informaron de algo que mis piernas, acostumbradas a mantener un equilibrio inestable, no me habían transmitido: aunque el riego no había terminado y los efectos del anestésico teóricamente aún debían durar, los bordes de la inmensa sombrilla habían empezado a levantarse, palpitantes, como ocurría «después», normalmente mucho después, de que la ducha hubiera concluido. En pocos segundos dejé de ver a Vbur y al piloto, a quienes vi hacer grandes gestos antes de que la membrana verde oscuro se alzase sobre el nivel de mi visión. Me volví de nuevo. El tubo rojo había dejado de lanzar su néctar y se retiraba rápidamente hacia abajo, desapareciendo entre las membranas.

Luego una serie de rápidas sacudidas me informaron de que los pies de la sombrilla se arrancaban del humus. Mi víctima se agitó y al mismo tiempo una sombra se abatió sobre mi cabeza, la luz se reducía a un círculo de tres o cuatro metros, que seguía disminuyendo poco a poco.

—Vamos a lanzarte una cuerda de nudos —gritó una voz.

Era Vbur, hablando a través de un megáfono. El helicóptero dio varias pasadas sobre mí… Una cuerda golpeó un lado de la sombrilla invertida, se alejó, regresó y empezó a descender. Tres segundos más tarde me apoderé de ella y empecé a izarme febrilmente.

Y volví a caer de espaldas sobre el centro de la planta. El líquido corrosivo había roto el cable. Me incorporé. Una de mis piernas parecía ser aspirada por una boca; se había incrustado en el orificio superior de la sombrilla, y vi con terror que las membranas la recubrían.

Por fin, con un poderoso esfuerzo, logré arrancarla del magma. Por fortuna el revestimiento de mi traje era, además de impermeable, resistente a los ácidos, incluso concentrados al 99%.

«A última hora —pensé— que se apañen con su helicóptero». De pronto me sentí extraordinariamente satisfecho de mí y de mi situación. Había querido conocer aquellas plantas ambulantes; pues, bien, ¿cómo conseguirlo mejor sino viajando montado en una de ellas? La luz se había vuelto lechosa, de un verde opalescente. Era maravilloso, pero significaba que, por encima de mi cabeza, la sombrilla que me había capturado se cerraba del todo.

¿Prisionero? Mejor decir invitado a vivir con ella. Yo estaba seguro que pronto lo aprendería todo sobre los misterios de aquel planeta. Todo iba bien y me sentía dulcemente balanceado, de izquierda a derecha, y luego de derecha a izquierda, en una gran cuna, acogedora y cálida. Habría preferido que fuese roja. ¡Qué importaba! Al menos el tubo era rojo. ¡Qué rojo más bonito, y qué maravillosa tubería, aquel tubo rígido y colorado penetrando la húmeda dulzura de aquella tierna masa verde para lubrificarla!

Estaba en un buen apuro e intenté recobrar la razón. Tal actitud no concordaba con mis actos anteriores. Aquella planta extraña no me era demasiado favorable, no más que a mis congéneres. ¡Sus semejantes habían matado a algunos de mis compañeros! ¿Por qué me sentía tan confiado? ¡Qué tontería! Una idea taladró mi cerebro, que me parecía reblandecido: ¡respiraba una droga! El aire lo tomaba del exterior, a través del casco. Mi traje era impermeable a los líquidos, pero no poseía respiración autónoma. Sabíamos que la atmósfera de aquel planeta era idónea para nosotros —demasiado idónea en realidad—, por lo que no se precisaba semejante carga suplementaria.

Mi raptora emitía vapores tranquilizantes. Tal era la razón de mi cambio de opinión con respecto a ella.

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