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Authors: Donald Kingsbury

Tags: #Ciencia-Ficción

Rito de Cortejo (6 page)

BOOK: Rito de Cortejo
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En tierra, la vegetación se alzaba hasta la cintura de Oelita, densa y espinosa, más alta allí que en el interior. Ella llevaba gruesas polainas para protegerse de los arañazos ponzoñosos. Estaba buscando una flor veteada que era muy buena para estimular a los bebés que sufrían de la enfermedad del sueño.

Su morral ya estaba bastante abultado. Cuando hubiese atravesado el lecho del río, se desviaría hasta la granja de Nonoep. Él era un Stgal renegado que vivía solo, un alma maravillosa, y uno de sus amantes favoritos. Educado como sacerdote, sabía mucho de bioquímica y siempre estaba dispuesto a extraer cualquier medicamento que ella necesitase de sus humeantes botellas. Algunas veces le daba semillas para los campesinos.

A cambio, ella le cocinaba alguno de sus platos especiales o le preparaba pan, y luego se tendían en el jergón para gozar del amor. A él le agradaba escuchar rumores sobre la aldea, y también discutir con ella sobre religión. Nonoep le decía que era la mujer más sensual que conocía, y ella disfrutaba con la calidez de sus palabras aunque no supiese si eran ciertas o no.

El se dedicaba a cultivar plantas pero no se consagraba a las variedades de las Ocho Sagradas, sino que se concentraba en las especies silvestres. Muchas de las plantas profanas ofrecían productos comestibles si se trituraban, se disolvían y se filtraban... pero por lo general el tratamiento resultaba demasiado caro. Nonoep cultivaba distintas variedades para luego estudiar sus componentes comestibles y venenosos, y reproducía las variedades que eran más sencillas de procesar.

Cuando Getasol ya había flotado tres cuartas partes de su camino hacia el horizonte del mar, Oelita llegó a una pequeña granja que estaba oculta detrás de un risco que la protegía del viento. Sin duda pertenecía al clan Nolar, a juzgar por la forma en que habían despejado la tierra y por la forma de construir la vivienda. Frente a ella no había la suficiente tierra cultivada para mantener a cinco personas, aunque seguramente debían de ser al menos quince. Oelita dejó su morral en el suelo y lo cerró bien para que los niños no pudiesen abrirlo.

La choza tenía altos muros de arcilla que sostenían una superestructura de juncos trenzados.

Oelita entró en la casa sin esperar invitación. La familia estaba sentada, golpeando las ramas de una planta que proporcionaba fibras textiles. Se sentó entre ellos con las piernas cruzadas, y cogiendo una piedra comenzó a golpear una rama para luego colocar las fibras en una tina. Oelita empezó a charlar mientras los demás la miraban tímidamente.

Todas las mujeres estaban embarazadas y avejentadas por el veneno. Apenas si vivían el tiempo suficiente para reproducirse. La familia no despejaba tierra suficiente para conseguir una cosecha adecuada de las Ocho Sagradas, e insistía en comer demasiado de la sabrosa vegetación silvestre que crecía en torno a su granja.

Oelita nunca trató de cambiar la dieta de esta gente. La religión era demasiado fuerte. Ellos
sabían
que su dieta los mataba, pero el clan Nolar poseía un nivel extraordinariamente alto de kalothi, sólo por su gran tolerancia a los venenos naturales de Geta. Sin eso no serían nada, y por lo tanto se aferraban a los alimentos que los mataban. Los sacerdotes de los clanes los alentaban y les llevaban a sus mujeres con propósitos reproductivos. A Oelita le resultaba repulsivo.

En esta región, el clan Nolar tenía una estructura social peculiar. No se conformaban con el matrimonio de grupo normal. Al llegar a la pubertad, los niños eran vendidos a otra familia o los casaban en una ceremonia dentro de la propia.
Todos
los varones adultos compartían esposas y
todas
las mujeres adultas compartían maridos. El hombre más viejo, y por ende más inmune al veneno, era quien tenía prioridad sobre las jovencitas que comenzaban a menstruar. La endogamia se consideraba deseable porque era rápida para sacar a relucir los recesivos letales. Los niños que morían servían de alimento a los demás.

Mientras machacaban las fibras, estos Nolar cantaban los Salmos del Conocimiento, que eran tan simples como la mente de un bebé. Oelita no creía en el mito que hablaba de una Era de Inocencia, cuando sólo los niños poseían kalothi, pero sin duda las canciones más antiguas eran infantiles.

Los Salmos enseñaban a despejar la tierra, a plantar las Ocho Sagradas y a incrementar el kalothi mediante la reproducción para mantener a la Raza con vida. Algunos eran simples relatos rituales. El más famoso era uno mnemotécnico que relacionaba las formas de las letras del alfabeto con su sonido. Algunos hablaban del deber y el honor. Otros ensalzaban al kalothi. El Salmo de las Fases, tan extenso que se lo conocía en innumerables versiones, narraba la travesía del Dios de los Cielos. Había Salmos de escaso significado, como el dedicado al Caballo de Ajedrez, aunque su monótona vaciedad era útil para golpear las rocas contra la fibra.

—Un caballo tiene cascos, uno, dos, tres, cuatro; un caballo come trigo, uno, dos, tres, cuatro; un caballo tiene carne, uno, dos tres, cuatro; un caballo sabe resoplar, uno, dos...

Cuando hubo triturado la suficiente fibra para confeccionar una camisa y después de hacer reír a todos con sus historias, Oelita comenzó a examinar a los niños. De cada cuatro Nolar, tres morían antes de llegar a la pubertad. Una pequeña se encontraba tan débil que había olvidado cómo caminar y se estaba muriendo. Con gran dulzura, Oelita amamantó a la niña.

Ella mantenía sus pechos llenos y productivos. Siempre había algún niño, un amante o un amigo a quien alimentar. Se sentía feliz de proporcionar un lujo semejante. Si no había nadie que aliviase el dolor, se ordeñaba a sí misma y preparaba un queso delicado.

Luego extrajo un saco de alimentos medicinales de su morral y se lo entregó a la madre junto con las instrucciones para salvar la vida de la niña. Algún día regresaría para conversar sobre aquella extraña forma de religión.

Uno de los niños le tironeó del brazo. Tenía algo especial que enseñarle. Oelita ya había notado cómo le brillaban los ojos cada vez que ella mencionaba los insectos que coleccionaba su padre. Cuando estuvieron fuera, en el pobre trigal, el muchacho le mostró unos escarabajos, unos coleópteros comunes, como si se tratase de un gran misterio.

—¿Son Caballos? —le preguntó sin convicción.

—¿Por qué habrían de ser Caballos? —respondió ella con suavidad.

—¡Comen trigo!

Y era verdad. El escarabajo era un insecto muy estúpido, y se sabía que en ocasiones comía trigo a pesar de que éste le producía la muerte. Oelita recordó su propio entusiasmo cuando llevaba escarabajos comunes a su padre, segura de que había encontrado algo muy especial para la colección. Pero en esta ocasión el ojo entrenado de Oelita notó algo extraño. Había docenas de escarabajos comiendo... y sin embargo ninguno yacía muerto en el suelo.

Qué singular.

Oelita recogió algunos escarabajos para llevárselos a Nonoep, recompensó al muchacho con un obsequio y no volvió a pensar en el asunto. Ya había amanecido y tenía que partir. Deseaba llegar a la granja de Nonoep antes del atardecer bajo, de modo que pudiera dormir en sus brazos, aunque sospechaba que estaba demasiado lejos. Comenzó a caminar y a recolectar plantas, con la mente ocupada en sus pensamientos. Cuando descansaba ponía por escrito su cosecha de ideas religiosas.

Su padre había sido analfabeto, más que nada por obstinación, así que ella había aprendido por sí sola a leer y escribir. Sin embargo
él
le había enseñado cómo pensar. Había sido un hombre brillante, dedicado al estudio de los insectos. Su mayor fascinación era el eipa, que pasaba la vida en el mar y luego se metamorfoseaba en una forma que volaba tierra adentro, donde una variedad de plantas carnívoras lo devoraba en busca de su agua y, a cambio, incubaba sus huevos. Los pichones volaban de vuelta al mar y a su vez se transformaban en la forma marina original, completando el ciclo. El modo en que su padre deducía estas cosas había significado para ella la introducción a la lógica.

Oelita había andado mucho junto a su padre, y conocía aquellas tierras desde el mar hasta el desierto. Él había convertido el aprendizaje en una aventura. Ahora lo extrañaba. Aunque era vegetariana y se mostraba contraria a cualquier forma de canibalismo, cuando la torre envió el mensaje de que su padre estaba muerto recorrió el trayecto de varios días, en su mayor parte corriendo, sólo para estar presente en su Banquete Funerario. Con cierta amargura había observado a los otros que comían de él, sin conocer su fuerza, su dulzura ni su constante sentido del humor. Todavía llevaba consigo trozos de su carne en salazón, que sólo comía cuando necesitaba fuerzas sobrehumanas. El mejor de sus abrigos estaba hecho con la piel de su padre, y la empuñadura de su cuchillo con algunos de sus huesos.

Oelita escribía en forma obsesiva y nunca permitía que le faltasen el papel y la tinta. Muchas veces hacía que sus discípulos copiasen lo que había escrito, para que las palabras quedasen grabadas en sus mentes. Ella no tenía miedo de los Stgal, pero temía que alguna vez llegasen los Kaiel para juzgarla por hereje. Siendo quien era, ella no se arrepentiría ni se retractaría. Y siendo quienes eran, los Kaiel se la comerían. O en el caso de que no se decidiesen a invadir sus tierras, los sacerdotes marinos Mnankrei llegarían en cualquier momento para capturar a los Stgal. Ellos sí le cortarían la lengua y las manos.

Oelita temía que sus palabras fuesen olvidadas. Quería que sus cartas y sus pequeños libros fuesen copiados y enviados a todas partes, de tal modo que los sacerdotes nunca pudiesen silenciarla destruyéndolos todos. En sus sueños ella alentaba a la gente para que escribiese más rápido, y en sus mejores ensoñaciones poseía una máquina de imprimir.

Hacia el atardecer todavía no había llegado a la granja de Nonoep y se sentía cansada porque ya había pasado despierta dos amaneceres. Después de encender un fuego, calentó una sopa y se tendió sobre su manta a dormir un poco. El sol rojizo murió en su Suicidio Ritual, tornándose más oscuro a medida que aparecían las estrellas, una a una, creando su Templo celestial. En ocasiones se sentía sola durmiendo a cielo abierto. Extrañaba ser una religiosa tradicional. Geta poseía una mitología tan rica sobre las estrellas. Ella todavía hablaba de los antiguos héroes en los relatos que escribía.

Rápidamente, el Dios de los Cielos apareció y comenzó a recorrer el firmamento. En un trance, ella siguió Su marcha hasta ver cómo se posaba sobre el horizonte.
¡Ah, los humanos!,
suspiró. Cuando el hombre perdía toda esperanza ante las penurias de la vida, alzaba los ojos hacia una roca resplandeciente y la adoraba, sólo para volver a encontrar la esperanza, en lugar de buscar la salvación en sus propios actos.

Capítulo 7

Jugar al juego del Kol es un deber sagrado. De otro modo, ¿cómo podría la Raza recordar las luchas por la Unión Total de Geta bajo el Cielo de Dios? ¿Cómo recordaría la Raza que la Unión sólo puede alcanzarse a través de una lealtad total hacia los sacerdotes de los clanes? ¿Cómo recordaría que, para triunfar, un hombre debe violar las reglas, pero que violar las reglas es el mayor riesgo que un hombre puede afrontar?

Del Templo del Destino Humano,
Manual de Juegos

La lámpara de aceite pugnó por seguir con vida como una vieja abeja que agita sus alas erráticamente sobre el suelo. Teenae yacía junto a Joesai, observando cómo se quedaba dormido. Se lo veía tan apaciblemente perverso. Ella sabía muy poco sobre él. Había sido un provocador profesional, un veterano que había afrontado con éxito muchas misiones por tierras ajenas a su clan. ¿Era justo lanzarlo a él y a quince de los suyos contra una mujer desprevenida?

Unas extrañas laderas rocosas los habían guiado hacia la costa. Teenae sonrió complacida por su amor a ese hombre, protegida por su experiencia y por la corpulenta agilidad de su cuerpo. Ella no deseaba contrariarlo, pero con la calidez del amor que todavía latía en su pecho comenzó a organizar sus propios planes.

Estaba segura de ser mejor estratega que él, incluso considerando que no tenía ninguna experiencia. ¿No lo vencía siempre al juego del Kol? Y no sólo era capaz de vencer a Joesai, también ganaba a Aesoe. ¿Qué sabían aquellos dos acerca de las emociones humanas? Debía de ser posible que la hereje se les uniese como aliada, sin necesidad de casarse con ella. Entonces Aesoe tendría lo que quería, ellos no perderían a Kathein y nadie debería morir. ¿Por qué aquellos que no poseían una mente matemática eran incapaces de comprender la optimización? De todos modos, Teenae besó un pezón de Joesai.

El sueño no quería llegar, y ella continuó evaluando las distintas alternativas. Estaban tan cerca de Congoja que disponía de poco tiempo. Después de un rato, su profunda concentración le provocó sudores, hambre y demasiados nervios. No podía permanecer quieta. Sin hacer ruido, Teenae se escabulló fuera de la tienda, desnuda, y comenzó a hurgar entre las provisiones a la luz de Luna Adusta, que ya estaba casi llena debido a lo avanzado de la noche.

Al entrar en el Valle de los Diez Mil Sepulcros la luna desapareció como si se la hubiesen tragado las montañas, pero de pronto se alzó dominando el cielo, más alta que Kaiel-hontokae. Frente a ellos el río serpenteaba hasta la costa; hacía mucho que había eliminado todos los obstáculos que se interponían en su camino hacia el Mar Njarae.

El resplandor rojizo de la luna brillaba sobre la franja rasurada de su cabeza, otorgando un matiz aún más oscuro a su cascada de cabellos negros. Las sombras resaltaban los diseños que cubrían su cuerpo, y casi parecía estar vestida mientras permanecía allí, arrancando los trozos de pan duro con los dientes. Experimentaba un intenso placer bajo la brisa fría de la montaña. El viento gemía entonando la antigua canción de las Montañas de los Lamentos.

Uno de los mozos Ivieth, tan alto como Joesai pero más corpulento y más largo de piernas, notó su presencia y se levantó de su jergón.

—¿Está todo bien?

Ella le sonrió.

—Tenía hambre.

—Pronto tendremos caldo caliente. Mira, el eclipse ya ha comenzado. —Le señaló la luna—. Casi amanece. Vuelve con tu hombre.

Ella se encogió de hombros, sonriendo. Los Ivieth eran humildes, salvo cuando debían hacerse responsables de alguien en un viaje. Las rutas que ellos construían y custodiaban eran seguras.

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