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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (10 page)

BOOK: Ritos de muerte
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—Es el programa de Ana Lozano. Estamos en el número uno de audiencia.

—Lo siento.

—Nuestras emisiones influyen en la opinión pública.

—Me lo imagino.

—La policía suele ayudarnos siempre.

—Mire, éste es un caso complicado, delicado también. No podemos estar pasándoles datos ni andar preocupados con las informaciones que ustedes puedan dar.

—Le advierto que la serie de reportajes se hará igual con o sin su participación. Es más, si no nos dan datos de primera mano es posible que algo se nos pase, o que se refleje erróneamente.

—Si dicen algo inconveniente les demandaré.

Se encogió de hombros, sonrió. No estaba ofendido en absoluto, aquello era su rutina profesional.

—Bueno, pues me voy. Por cierto ¿saben ya alguna cosa del violador?

Le sonreí:

—Tómese algo a mi salud.

Lo dejé allí, apurando tan fresco mi réplica descarada que rezumaba por todos lados omnipotencia y chulería. Quizás estaba tomándole gusto a aquella historia del mando. Mandar estaba bien, creaba cierta adicción, podían decirse cosas que en otro contexto hubieran parecido una estupidez. Era como añadirle al jugueteo del destino un aliciente más. ¿Llevaba razón el subinspector? ¿había sido demasiado brutal haciendo que aquel tipo se desnudara? No sentía ningún remordimiento, al fin y al cabo no estaba usando la fuerza, sino la sutileza de invertir los términos de una situación. Garzón había dado un buen diagnóstico: me aprovechaba de ser mujer. El marco ya estaba creado: prejuicios, convencionalismos... para darle la vuelta a la escena sólo se necesitaba un poco de poder. Y ésa solía ser la parte que fallaba, la pizca de poder en manos femeninas. Pero yo ahora lo tenía, y si bien hasta el momento no había sido más que un instrumento que no sabía tocar, a partir de aquel día empecé a interesarme por descifrar la partitura e incluso me planteé la posibilidad de sacarle registros desconocidos al arpa, que tañida con sabiduría, podía llegar a emitir sonidos fastuosos.

5

Tal y como era de esperar, en el mercado no existían relojes que tuvieran cuchillas o punzones alrededor de la esfera. Nadie había oído hablar jamás de una cosa semejante. Siguiendo nuestra intuición deducíamos que quizás algún reloj diseñado para escaladores de alta montaña o para buzos..., pero no. En principio parecía otro fracaso, pero pensándolo bien era mejor así. Si se hubiera tratado de un reloj fabricado en serie cualquiera hubiera podido poseerlo. De este modo el arma conservaba todas las posibilidades brindadas por su singularidad. Y yo no quería apartarme de la hipótesis del reloj, me parecía demasiado verosímil como para dejarla de lado. Sin embargo, el camino estaba otra vez bloqueado y de nuevo no sabía por dónde tirar. Le propuse a Garzón que lleváramos a cabo un careo entre las tres chicas. Unas a otras podían provocarse la afloración de recuerdos enterrados, contrastar gestos, puntualizar, por fuerza tenía que ser esclarecedor. A Garzón, que misteriosamente no había pedido el relevo, le pareció bien y me ayudó a preparar la asamblea.

Localizó a las víctimas y procuró hacer coincidir sus horarios. Cada vez que las reclamábamos para algo había que prever negativas tajantes o bien excusas para no colaborar. Sin duda no era plato de su gusto volver sobre el pasado, revivir sensaciones. Supuse que ninguna de ellas tenía la más mínima fe en que nuestras pesquisas acabaran en una rápida resolución. Tampoco, y esto era llamativo, sentían deseos de vengarse, ver al culpable metido entre rejas no les provocaba reacciones positivas. Motivarlas por vía de la solidaridad: «
Encerrémoslo para que no ataque a nadie más
», era difícil también. Habían sufrido lo indecible, se las había sometido a una profunda vejación, y para ser solidario hace falta conservar intacta la dignidad. La humillación individualiza hasta límites insospechados, es la base del conflicto interior y el aislamiento. Como de los prolegómenos se ocupaba Garzón, evité enfrentarme a las primeras malas caras. Creía sinceramente que reunir a las chicas sería de cierta utilidad, de lo contrario no lo hubiera hecho, ya que me deprimía la simple idea de verlas juntas allí, añadiendo vergüenza pública a su situación indefensa.

Pasé por el gimnasio antes de acudir a comisaría. Necesitaba rebajar tensiones y sudar. Un atillo de demonios maniatados se había ocultado en mi interior y había que darle suelta. Pensando en el interrogatorio que me esperaba, las mancuernas me resultaban más ligeras que nunca. Empleé los músculos a fondo, me cansé. Al salir de la ducha reparadora una de aquellas jóvenes gimnastas se acercó. Vi que un grupito estaba mirándome con curiosidad.

—¿Eres policía? —preguntó sin preámbulos.

Me quedé helada. Nunca había comentado nada con ellas sobre mi profesión. Decir que eres policía suele ser suficiente para que se forme a tu alrededor un halo de desconfianza. Eres peor si especificas que te ocupas sólo de documentación, imaginan entonces que no quieres confesar la verdad, que formas parte de la secreta y te mueves en medio de ocultas misiones innombrables.

—¿Cómo lo has sabido?

—Tu nombre está en este periódico y como Petra Delicado no hay muchas...

—¿Puedo verlo?

Tenía el periódico doblado por la página justa. Deduje que había habido un montón de comentarios previos a su pregunta. El resto de las chicas permanecía expectante, con los gestos del aseo suspendidos, pendientes de mí.

«La inspectora Petra Delicado pertenece al servicio de documentación, del que nunca se ha movido desde su ingreso en la policía. El subinspector Garzón es una especie de ficha movible entre cuerpos e incluso entre comisarías. Cabría preguntarse si alguno de los dos tiene la experiencia que el caso requiere. Cabría sospechar si no están a punto de ser relevados de una misión que les viene obviamente grande. El caso del «violador de la flor» se ha complicado extraordinariamente y tiene un fuerte componente de alarma social. Muchos padres empiezan a preguntarse: «
¿no estarán nuestras hijas en constante peligro por el simple hecho de salir a la calle?
».

¿Quién firmaba aquello? Daba igual, el brazo de la prensa es mucho más amplio y largo que el brazo de la ley. La red que forman los periodistas es tan densa que ni el plancton podría colarse. Mi visitante del otro día me había dejado un mensaje claro que yo no supe descifrar: «
Si colaboras es posible que salgas jodida, pero si no colaboras puedes estar segura de que todos iremos a por ti
». El comisario se sentiría contento al leer aquello, porque lo leería, naturalmente, era cuestión de minutos que llegara a sus manos si es que no había llegado ya. Levanté la vista y allí estaban mis otrora alegres compañeras mirándome con ojos asustados. Yo era policía, inexperta además, me dedicaba a cosas horribles, transitaba por el lado oscuro de la vida. Ya nunca volverían a mirarme como antes, a canturrear junto a mí mostrándose en pelotas con camaradería. Las hubiera espantado como a lechuzas halladas en un desván.

—¿Tú crees que daréis con el culpable? —preguntó una.

—Por supuesto que sí.

De su cara joven, coloreada por el esfuerzo de la gimnasia, brotó una oleada de furia imprevista.

—Contra violación, castración —dijo por las buenas y fue a reunirse con el grupo.

—No os preocupéis, no sólo lo castraré sino que os enviaré sus cojones envueltos en celofán.

Se quedaron mosqueadas, sin saber cómo tomárselo. Yo recogí mis cosas de pésimo humor y me largué. ¡Estúpidas niñas felices en su simplicidad! Bien, había perdido un buen lugar en el que confundirme con el magma exterior. Tendría que cambiarme de gimnasio, suponiendo que, a partir de aquel momento, hubiera alguno en el que Petra Delicado pudiera seguir siendo una ciudadana anónima y normal.

Cuando entré en comisaría estaba tan cabreada que pasé por delante de Garzón sin verlo. Él me llamó.

—¿Ha leído lo del periódico? —le espeté.

—No.

—Nos ponen a parir.

—Ya.

—¿Se lo imaginaba?

—Desde que me contó su entrevista con aquel periodista pensé que pasaría algo por el estilo.

—Sinceramente, Garzón, no comprendo cómo se las apaña usted para ser tan insensible. Ni siente ni padece. Está acostumbrado a todo, ¿verdad?

—No. No había muchos periodistas en Salamanca.

—¿Y entonces?

—¿Por qué se enfada tanto? A la gente le gustan los escándalos.

—Hasta ahora he hecho mi trabajo en el total anonimato. Me horrorizo sólo al pensar que haya alguien metiendo las narices en mis cosas, hostigándome, queriendo saber.

—Es normal.

Llevaba un armado traje gris con rayitas muy finas, pero hubiera podido lucir la toga de los estoicos. ¡Dichoso él!, parecía impermeabilizado contra cualquier chaparrón. Nada lo frenaba o aceleraba a no ser los arrebatos de malquerencia que tenía contra mí. El resto del tiempo estaba en un gozoso punto muerto, por encima de la desdicha o la felicidad, por encima incluso de la opinión.

—Para ser un buen policía hay que evitar las pasiones —soltó.

—¿Y usted es un buen policía?

—He aguantado treinta años.

—¿Sabe lo que le digo, Garzón? Estoy hasta las pelotas de todo este asunto. Si ahora nos relevaran no estaría mal. Andamos metidos en plena oscuridad, sin pistas, sin intuiciones, sin un maldito rayo de luz. Y, encima, sólo nos faltaban los periodistas.

Puso cara inexpresiva. Volví a arrancar.

—Sí, ya sé, no me lo diga. Usted hará lo que le manden.

—Eso es lo que haré.

Aquellas muestras de impaciencia no hacían más que predisponer en mayor medida al subinspector en mi contra. Tendía a olvidarme de que no era mi aliado. Ni siquiera nosotros estábamos en el mismo saco, yo era su jefa y una maldita mujer. Estaba sola en aquella jodida investigación.

—¿Han venido todas las chicas?

—Están en la sala de reuniones, las tres.

—Pues vamos a ver si sacamos alguna puñetera idea para seguir adelante.

Mi impresión de que no había sido ninguna tontería reunir a las víctimas se confirmó. En primer lugar pude constatar ya muy claramente que su aspecto físico era de un tipo similar. Si bien no resultaban parecidas en absoluto nadie podía negar que producían idéntica sensación: una absoluta fragilidad. Delgadas, quebradizas, con ojos de perro lazarillo, atentos pero sin interés, era como si cayera sobre ellas una perpetua lluvia fina mojándolas a conciencia. Quedaba patente que nunca harían un gesto de autodefensa. Su total desamparo estaba impreso en sus cuerpos y les impedía reaccionar abriendo un paraguas o emigrando hacia tierras más secas.

Las saludé al entrar. En paradoja con la vida que les había tocado en suerte, todas habían recibido nombres hermosos, resonantes de lujo y seducciones. La hija de la cocinera se llamaba Salomé, Patricia la peluquera y Sonia la estudiante de confección y diseño. Estaban sentadas cada una por su lado, evitando cualquier grupo homogéneo. No se miraban a la cara, hurtaban el frente a frente. Nada que ver con otros afectados por desgracias comunes, víctimas de incendios o inundaciones. No iba a ser pan comido hacer que hablaran.

—Quizá no es necesario que repitáis vuestra declaración. Sin embargo, hay varios puntos sobre los que quiero preguntaros, estando las tres juntas podremos afinar más.

Ninguna respuesta.

—¿Me habéis entendido?

Seguían sin responder.

—¿No habla nadie?

Patricia elevó mínimamente la voz:

—Ya lo hemos contado muchas veces.

Busqué un tono maternal.

—No se trata de recordar las cosas malas porque sí. Estamos intentando cazar a ese tipo y cualquier detalle nos ayudaría.

¿Detalles?, pero si no habían podido ofrecer prácticamente ninguno. Miré de reojo a Garzón que fumaba como un cosaco. Esperaba que al menos apreciara mi cambio de tercio hacia la suavidad en los interrogatorios.

—Veréis lo que haremos. Yo iré resumiendo algunas cosas y si queréis rectificar o ampliar lo que digo, me paráis.

Tenía la impresión de estar dando una conferencia a coreanos sin disponer de servicio de traducción simultánea. Empecé.

—Era siempre de noche. Había poca luz. Llevaba la cara tapada por un pasamontañas. Casi no habló, y cuando lo hizo fue por medio de susurros. ¿Todo va bien?

Miraban cada una en una dirección distinta.

—Aunque no pudisteis verle la cara ni oír su voz con claridad, todas os disteis cuenta de que era un hombre joven, atlético, sin defectos físicos. ¿Es así?

Reinaba el silencio. Me armé de paciencia para continuar.

—No utilizó violencia.

Patricia dijo muy bajito:

—A mí me zarandeó.

Animada por aquella primera intervención Sonia dijo:

—A mí me dio un empujón y me tiró de la manga.

Levanté las manos:

—Queréis decir que, aunque no os diera ningún golpe, os trató con brusquedad.

Las dos cabezas tomaron ímpetu para decir sí.

—Bien, ahora quiero que penséis muy bien las tres...

Desviaron la vista de nuevo. «Las tres» era un colectivo que les costaba asumir.

—... cuando os clavó esos pinchos de la marca, ¿qué movimientos hizo?

Las invadió una parálisis momentánea. Patricia señaló tímidamente a Garzón.

—¿Puede salir él?

Aunque me había guardado de mencionar el hecho exacto de la agresión sexual, la dichosa marca funcionaba como un símbolo, quizás incluso más infamante que la propia violación. Las unificaba, las convertía en una especie de ganado listo para el sacrificio. Garzón rebufó imperceptiblemente de bigote para adentro. Pasó su abundante gravidez de un pie a otro, y esperó.

—¿No le importaría salir fuera un momento, subinspector?

Quizá no hubiera debido trasmitirle la orden, era consciente de que sumaba en mi contra un agravio más. Yo, que me había comportado en todos los interrogatorios con una rudeza inhabitual, me plegaba ahora ante los melindres de una niña que no tenía en realidad motivos para una exigencia semejante.

—Por supuesto —masculló.

Nada cambió después de su salida, la misma renuencia a hablar, la misma vergüenza culpable.

—¿Y bien?

La peluquera se levantó.

—Fue así como lo hizo.

Titubeó un momento para escoger a alguien que le sirviera de maniquí. Salomé se replegó sobre sí misma, fue Sonia quien le brindó su brazo. Patricia lo cogió con la mano derecha, lo inmovilizó con fuerza y le acercó el dorso de la mano izquierda, presionándolo.

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