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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (36 page)

BOOK: Ritos de muerte
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La sección de sucesos de todos los periódicos fue más o menos unánime en sus conclusiones. Algunos lo decían sin ambages, otros sólo lo insinuaban al trasluz. El caso se había resuelto tras la entrada en el equipo investigador de un inspector de Gerona, un hombre preparado, de métodos modernos, un auténtico profesional. Faltaría a la verdad si dijera que con sus declaraciones García del Mazo alentó semejante deducción, pero también es cierto que nada hizo por negarla, le venía muy bien. De la noche a la mañana se convirtió en un personaje popular, concedió entrevistas, se dejó fotografiar, gozó de sus instantes de gloria.

Ana Lozano montó un follón considerable en su programa. Con la ayuda de actores hizo una reconstrucción dramatizada de los hechos que yo me negué a ver. Pero Garzón me dijo que no faltaba detalle, todo muy verosímil, muy cuidado, una obra de arte en el terreno de la crónica negra.

Por fin el juez, para preservar la intimidad de la acusada, decretó el secreto sumarial. Todo el mundo descansó. Luisa empezó a recibir ayuda psiquiátrica en la cárcel. Estaba cayendo en una depresión acelerada. Fue inútil que el facultativo encargado de su caso rogara a su madre adoptiva que acudiera a visitarla. «
Jamás lo haré
», contestó una digna señora Jardiel encerrada en su casa, amargada, envejecida de pronto. Una historia sórdida, triste, estancada, de aire viciado, oscuridad.

García del Mazo volvió a Gerona. Nunca llegó a celebrarse la propuesta cena de confraternidad. Yo me reintegré a mi grupo y, despistada por completo, intenté recordar cuál era el sistema de trabajo, que me parecía ahora lejano, casi borrado. Sin embargo, el juez o el grupo de Homicidios nos reclamaba a Garzón y a mí de vez en cuando, para aportar más detalles, precisiones, para ampliar la redacción del sumario.

A pesar de haber visto acallados los ecos de la prensa, mi compañero continuaba cabreado y batallador, francamente insoportable. Un día me harté.

—¡Basta, Fermín!, me tiene usted hasta los cojones con todo este asunto. No importa quién se haya apuntado los méritos. Para nada necesito que me restituyan el honor, ya ve a qué extremos puede llegarse por culpa del jodido honor. Si quiere usted adornarse el historial no tiene más que pasarse por las bolas la resolución del juez y dar su propia rueda de prensa. Ahí pone usted todas las cosas en su lugar, pero a mí ni me mencione, ¿entendido?

—¡Lástima que ahora guarde toda su furia para mí!

Estaba seriamente enfadado. Dio media vuelta y se largó sin despedirse. Al día siguiente me llamó por teléfono al servicio de documentación.

—¿Qué hace a la salida, inspectora?

—¿Qué me propone?

—Tomar una cervecita en La jarra de oro.

—Allí estaré.

No mencionó las intemperancias de nuestro último encuentro, pero no estaba del todo normal, había sustituido la vehemencia reivindicativa por un desánimo cínico de corte existencialista.

—Todo es basura —me dijo en cuanto sacó los labios de la cerveza.

—¿Todo, qué?

—La policía, el deber, el trabajo, todo.

—¡Bah, olvídese de esta historia, pronto las cosas volverán a la normalidad!

—Petra.

—¿Sí?

—Hay algo que debo decirle.

—Adelante, le escucho.

—Aquí en la barra, no. Vayamos a aquella mesa apartada.

Transporté mi jarra preguntándome qué mosca le habría picado ahora a aquel gran buey. Nos sentamos, me miró.

—Se trata del alijo.

Puse cara de no comprender.

—El alijo de tabaco, ¿no recuerda?

Asentí.

—De confidente en confidente he llegado hasta el meollo de la operación. Sé dónde están las cargas, cómo operan, con quién contactan.

—¡Eso es magnífico!, no esperaba menos de usted.

—Ahora viene lo que tengo que decirle. Me ofrecen dinero por mi silencio, y no sé qué hacer.

Estaba asombrada.

—¿Mucho dinero?

—Un buen montón.

Bebí un sorbo, crucé las manos sobre la mesa.

—Acéptelo, Garzón. Como usted acaba de decir, eso del deber no es más que un engaño.

—Quedarme callado y seguir en la policía queda descartado, no sería capaz. La vergüenza que caería sobre mí si llegara a saberse no me dejaría vivir. El tema es largarse, coger el dinero y cruzar la frontera, empezar de nuevo en otro sitio, creo que la cantidad da para eso.

—No me parece mala idea. Coja el dinero, márchese. Vaya a los Estados Unidos junto a su hijo.

—¡Ah, no, ¿qué pinto yo allí?! A no ser que... a no ser que usted se venga conmigo, Petra.

Alguien hizo retumbar en mí el sonido de un gong.

—¿Yo?

—Usted habla inglés, y le gusta cambiar. Podríamos montar un bar para hispanos, parecido al de Pepe y Hamed. No estoy haciéndole ninguna proposición amorosa, Petra, no me atrevería, cada uno viviría en su apartamento. Pero los dos somos seres solitarios, nos compenetramos bien, acabaríamos agradeciendo el uno la compañía del otro.

Sonreí, me aparté el pelo de la cara, resoplé.

—¡Me ha cogido por sorpresa, no sé qué decirle!... es complicado. Verá, con este maldito caso acabo de darme un buen baño de realidad. En estos momentos sólo deseo una vida ordenada, regar los geranios, estar sola. Los pequeños detalles cotidianos empiezan a parecerme un privilegio. Creo que, por una vez, no deseo cambiar los propósitos que había hecho, ahora más que nunca los veo acertados, pienso que no me equivoqué. No, hoy por hoy, seguiré como estoy, Fermín.

Un buen chorro de cerveza bajó en tromba por su gaznate.

—La comprendo.

—Y usted, ¿va a atreverse?

—Tendré que pensarlo seriamente, no puedo demorarlo más.

Nos quedamos embarazosamente callados.

—Le agradezco de verdad lo que me ha propuesto.

Hizo gestos de restar importancia.

—Hablo en serio. Y quiero que sepa que es usted un hombre estupendo, un compañero perfecto, un auténtico sol. Pero yo no haría más que complicarle la existencia.

—¡Eso es lo que he estado deseando toda mi vida, un poco de complicación!

—Hágame caso, inténtelo solo, Fermín, seguro que tendrá suerte.

Soltó una carcajada imprevista.

—Quizá lo haga, ¡qué carajo!, antes de una semana tomaré una resolución. A lo mejor monto un chiringuito de paellas debajo de la estatua de la Libertad.

Se limpió los gruesos labios, almohadillados y caseros como cojines de sillón.

Aquel mismo sábado Pepe y Hamed nos invitaron a cenar en el Efemérides, y cuando el trasiego de clientes se hubo tranquilizado, se sentaron en nuestra mesa para tomar el postre y el té. Estaban muy impresionados por la resolución del caso. Hubo brindis y felicitaciones, comentarios. Hamed sentía miedo de que todas las mujeres se sintieran impulsadas por aquella historia a salvar por sí mismas su honor y el de sus hombres. Podía tratarse de una hecatombe si ocurría, porque la mujer es inflexible en sus decisiones y no se arrepiente jamás.

—De modo que la mujer ya no te parece una flor.

—Para mí siempre lo será, al menos mientras tenga fe en el amor y la ternura.

—El amor tampoco estaba aquí claro —comenté—. Es ambiguo, enfermizo. El amor entre Luisa y Juan, ¿de qué tipo era, apasionado, fraternal? El amor entre Juan y su madre, ¿sentimientos incestuosos soterrados, amor-odio?, la gratitud de Luisa hacia su madre adoptiva, ¿no implica venganza encubierta el haber matado a su hijo?

—Un asunto morboso.

—Malsano. ¿Por qué pensáis si no que interesó tanto a la prensa?

—Eso es demasiado decir —Pepe estaba picado.

—Por cierto, ¿qué tal está tu amiga periodista?

—Perfectamente. Me mudo a su casa la semana que viene.

—¡Vaya, eso está muy bien!, ¿por mucho tiempo?

—Sin plazo fijo, quizá para siempre.

—¡Magnífico, felicidades!

Me miraba con desconfianza. Intervino Garzón:

—¡Un brindis por eso!

Mi antes tierno ex esposo estaba desafiante. Le sonreí comprensiva, había llegado a la conclusión de que equivocarse es al fin y al cabo lo único que puede hacer el ser humano con cierta libertad. Probablemente se equivocaba pensando que sería feliz con aquella mujer, como volvería a equivocarme yo, como se equivocaría Garzón, como se había equivocado Hamed pensando que todo lo femenino era puro y etéreo.

—Brindemos por las flores —propuse—. Aunque tengan espinas —añadí.

A la salida Garzón estaba pensativo. Me acompañó a casa. Se puso solemne.

—Bien, Petra, a lo mejor la despedida de hoy es definitiva. De este fin de semana no puede pasar mi decisión. Si el lunes va usted a comisaría y no estoy... Quiero que sepa que ha sido un placer trabajar con usted, que he aprendido cosas sobre las mujeres, que... en fin, ¿para qué extenderme más? usted ya comprende lo que quiero decirle.

—Fermín, si es la despedida, ¿por qué no me tutea por una vez?

—Eso no me lo pida, jamás. Mientras los dos seamos policías usted es una inspectora y yo un subinspector.

—Está bien, déjelo. Le deseo que tenga mucha suerte, que sea feliz. Escríbame alguna carta, cuénteme qué tal le va, felicíteme al menos por Navidades.

—Descuide, lo haré.

Le di un beso en la cara carnosa, que olía a talco como el trasero de un niño. Salí del coche y, sin volverme, oí cómo se alejaba calle abajo. Garzón era un buen hombre, tenía el corazón sincero de un perro pastor. Deseé que, allí donde fuera, encontrara un poco de paz en la que vivir.

Pasé el domingo completo trabajando en tareas domésticas. Mi casa era como una región devastada, o como un territorio colonizado aún sin habitar. Abrillanté el parqué, limpié los cristales, coloqué mis libros (Pepe ya no lo haría) y busqué en el directorio telefónico el número de alguna empresa que viniera una vez por semana a ocuparse de mi hogar. Me organicé, justo como hubiera debido hacerlo meses atrás. Pero la vida está llena de paréntesis, o mejor sería decir que, entre un propósito y su realización, puede existir un prolongado lapsus intermedio.

Regué el jardín. Los geranios estaban llenos de brotes fuertes que eclosionarían con toda su intensidad en cuanto llegara la primavera. Me derrumbé en el sofá, estaba cansada, la mente perezosa y errática. Los placeres de la vida cotidiana, un poco de sedentarismo reconfortante. Encendí el televisor, un desfile de modelos en París. Chicas largas como espingardas andando con elegancia sobre una alfombra roja. Cabellos brillantes. Miré por la ventana, se estaba bien allí. Cuando cayera la noche me prepararía un té. Podía felicitarme a partir de ahora por que la dureza del mundo no me azotara cada mañana al despertarme. La realidad está formada por muchas caras del mismo prisma, pero no hay motivo para pretender abarcarlas siempre. No pensar en crímenes ni violaciones a no ser en un plano teórico, y, sobre todo, olvidar a la legión de jóvenes que lavan cabezas, reparten paquetes o fabrican tuercas en algún lugar oscuro de la ciudad. Días plácidos y parecidos entre sí, esta vez cualquier cambio sería para peor. Pensé que el mal no es sino una materia más formada de locura, incultura, miseria moral, dolor acumulado, pobreza heredada, dureza, orfandad interior. En la pantalla una maniquí lucía un vestido riquísimo de inspiración oriental. Pensé que estaba bien, por muy injusto que fuera, era consolador que una mujer pudiera alguna vez sentirse una emperatriz.

Dormí bien. El teléfono no sonó inquietando la madrugada. Pude despertarme oyendo el timbrazo del reloj. Desayuné y salí a trabajar, justo lo que suele hacerse en un mundo corriente. En el departamento de documentación había muchos papeles acumulados. Me di cuenta de que había perdido la costumbre de aplicar un método por culpa de haber pasado tanto tiempo siguiendo el zigzag de los hechos. Sería necesario recomenzar. Clasifiqué, organicé, pero a las diez de la mañana no podía aguantar más la curiosidad, ¿se habría largado Garzón? Podía hacer una pausa y tomar un café.

Recorrí los tortuosos pasillos de comisaría y llegué hasta las instalaciones del grupo de Homicidios. Busqué en el despacho de los interrogatorios, en la sala de juntas, en la antesala del comisario. De pronto, pensé en los archivos, abrí la puerta y... allí estaba Garzón, le habían puesto una mesa de despacho entre los grandes muebles de archivadores.

—¡Fermín! ¿Qué demonio está haciendo en esta habitación?

—Me han dado un despacho provisional.

Lo miré directamente a los ojos.

—¿Ha triunfado el deber?

—Ya ve, aquí estoy.

—Eso está bien.

—No esté tan segura, quizá dentro de unos meses me arrepienta.

—Me preguntaba si tendría tiempo de tomar un café.

—¡Por supuesto que sí!

Se levantó como un rayo, se puso la cumplida americana y se apartó para dejarme pasar.

Cruzamos la calle hasta La jarra de oro, el guardia de la puerta nos saludó, ya estaba acostumbrado a vernos juntos.

—Esto del café a las diez deberíamos hacerlo todos los días —dijo Garzón—. Además, el desayuno de la pensión es horrible y yo a estas horas ya tengo un hambre canina.

—Lo que tiene que hacer es buscarse un apartamento, Fermín, no me cansaré de repetírselo. Eso de las pensiones ya no se lleva.

Se echó a reír.

—¡Ahora sí que me ha dado una buena razón! Sí, sí, tendré que empezar a pensarlo muy en serio, estar anticuado me fastidia. ¿Quiere usted leche con el café?

Dio la orden al camarero con su voz de Júpiter tonante. Miré el traje a rayas que llevaba, la panza sobresaliendo por el pantalón, y comprendí que, aunque nunca llegáramos a tutearnos, habíamos sentado los cimientos de una larga y hermosa amistad.

Barcelona, 29 de noviembre de 1994

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