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Authors: Alica Giménez Bartlett

Tags: #Policíaco

Ritos de muerte (9 page)

BOOK: Ritos de muerte
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Para ganar tiempo simultaneamos la labor. Garzón interrogaría a algunos de aquellos hombres seleccionados en la sala de juntas y yo a otros en el despacho. Cuando alguien está en libertad provisional y lo llaman para declarar como posible sospechoso suele tomárselo bastante a pecho. Aprendí ese axioma tan fácil aquella mañana de enero, después de haber recibido más miradas de odio en un rato de las que me habían dirigido jamás. Advertí el cansancio inmenso que experimentaban aquellos individuos, cómo eran conscientes de que nadie esperaba verlos reformados. Estaban marcados de por vida, se habían convertido en carne de cañón y les era extraordinariamente arduo demostrar su inocencia de forma natural. Titubeaban, volvían la cara y hurtaban los ojos como algunos honrados ciudadanos que no pueden enfrentarse a un aduanero sin sentir culpabilidad. Me di cuenta de que, por mi parte, era cuestión de tener mucha paciencia, hablar despacio, insistir: «
¿A qué hora entraste? ¿A qué hora saliste? ¿Qué fuiste a hacer allí?
». Cualquier cosa que dijeran quedaba registrada en la grabadora. Horas y horas de voces gangosas, acentos achulados, de locuacidades que desataba el nerviosismo, de dudas y tartajeos. Y mi propia voz, que yo escuchaba presa de un cierto estupor, tono inquisitivo más de maestra de escuela que de policía, inmutabilidad, pausas que a mí me parecían significativas, una comedia un tanto patética.

En medio de uno de aquellos extenuantes tira y afloja la cara de Garzón se coló por la puerta.

—¿Da usted su permiso? —cantó, y aquella fórmula me pareció tan extemporánea que no supe qué decir.

—Que si da usted su permiso.

—¡Pase, Garzón, por Dios!

Rumió las palabras bajo su bigote, a un milímetro de mi oído y en voz muy baja:

—Un tipo acaba de confesar.

Lo miré con sorpresa, su cara estaba inexpresiva. Mandé a un guardia que se llevara al hombre que estaba conmigo y salimos al pasillo.

—¿De verdad ha confesado?

—Es un chalado con muy mala gaita, y agresivo. Supongo que está harto de que lo llamen para interrogatorios y ha decidido jugar un rato con nosotros.

—¿Y por qué me llama a mí?

—Él ha confesado y la jefa es usted, usted dirá qué hacemos.

Bien por Garzón, me echaba con toda consciencia a los leones. La jefa era yo, ahí le dolía, y ahí seguiría doliéndole por siempre.

—De acuerdo, vamos allá.

Me temblaban las piernas, un trastornado agresivo con antecedentes por delito sexual y en plan borde quizás era demasiado para mí. Cuando entramos un par de guardias lo hicieron ponerse en pie. Les ordené que salieran. Garzón me presentó:

—La inspectora Delicado, que va a interrogarte.

Me miró directamente a los ojos y pude verlo con total claridad. Era alto y bien parecido, desafiante.

—Siéntate.

Se sentó y puso las manos sobre las rodillas. Sonreía irónicamente.

—Así que lo hiciste tú.

—Sí, ya se lo he contado a este poli.

—Pues ahora cuéntamelo a mí.

—¡Vaya, otra vez!

El desprecio era en su boca como la saliva, una secreción natural.

—Empieza por decir qué hiciste en las fechas que nos interesan. Puso los ojos en blanco:

—¡Oiga, ya está bien! Todas esas historias ya las he contado, están grabadas ahí, ¿por qué no las escucha y me deja en paz?

—¡Háblale con respeto a la inspectora!

—Déjelo, Garzón, déjelo.

Me senté. Desabroché los botones de mi americana.

—¿Con qué las marcaste?

En silencio se arrancó una pielecilla de los dedos con total dedicación.

—Contéstame, por favor. Me lanzó una mirada burlona.

—No me acuerdo.

Garzón dejó de contenerse y se dirigió hacia él.

—Oye tú...

Lo atajé con suavidad.

—Por favor, subinspector, siéntese a mi lado, venga aquí. Dirigiéndome al detenido, pregunté:

—Haz un esfuerzo de memoria.

Concentró sus ojillos de acero y dijo:

—Con un reloj.

Mi mente empezó a acelerarse, reflexioné.

—Explícate mejor.

—Pues con un reloj. ¿O es que no sabe lo que es un reloj?

—¿Las marcaste con un reloj especialmente preparado, es eso lo que quieres decir?

—¡Pues claro, no iba a ser con un reloj normal!

—¿Puedes describir cómo era ese reloj?

—Sí, con dos manecillas, una esfera y una rueda para darle cuerda.

—Ya veo.

Desde donde estaba podía oír crujir las mandíbulas de Garzón.

—¿Y en qué sitio te lo prepararon?

Dejó de sonreír. Cogió el respaldo de su silla con ambas manos y dio un giro forzado de medio cuerpo. Elevó la voz.

—Mire, ya estoy hasta los cojones de tanta historia. Le diré lo que hice. Lo que hice fue clavarles la polla primero y el reloj después. Las tías nunca tenían bastante y pedían más, así que les abrí los asquerosos coños y se la metí, eso es lo que hice. Y se corrieron todas de gusto, no crea que lloraban.

Garzón se levantó, fue hacia él y empezó a zarandearlo. Le retuve por el brazo, le hice volver, sentarse de nuevo.

—Nada de violencia, por favor.

Carraspeé. Pregunté en un tono muy suave.

—¿Cómo te llamas de nombre?

—Tomás —contestó.

Encendí un cigarrillo procurando que no me temblara la mano.

—Estupendo, Tomás, ya no te haré más preguntas. Ahora lo que vas a hacer es desnudarte.

Se quedó estupefacto, sonrió.

—¿Está de cachondeo?

—No. Tenemos unas comprobaciones que hacer. Desnúdate.

—Ni hablar, usted no tiene derecho...

—Desnúdate.

Garzón cogió un cigarrillo de mi paquete y lo mantuvo dándole vueltas en la mano sin encenderlo.

—Desnúdate, por favor.

—¡Que no, coño, que no me desnudo, hay una ley, ustedes no pueden...

Me levanté, fui hasta la puerta, pasé el pestillo. El chico me miraba nervioso. Me acerqué a él y con una furia ralentizada que me hacía tener mucha fuerza lo cogí por la solapa de la camisa y tiré hacia mí.

—Si no te desnudas ahora mismo te juro por Dios que te hinchamos a hostias. Ésa es la ley.

Cedió. Empezó a quitarse la ropa sin decir palabra. De Garzón emergía el mismo calorcillo ardiente y estático que sale de la plancha de un bar. Se quedó en ropa interior.

—Los calzoncillos también, y ponte de pie.

Se quedó desnudo. Su carne joven y morena contrastaba con los ficheros y las paredes, la foto del Rey. Tenía un sexo hermoso, una bolsa escrotal plena y ubérrima como la vid. No sabía en qué postura ponerse ni donde mirar.

—Bien, empecemos otra vez. Dices que las marcabas con un reloj.

—¿Puedo sentarme?

—No. Las violabas y las marcabas con un reloj.

Puso las manos tapando su sexo.

—Las manos, detrás. Sigue hablando, te escuchamos.

Todo lo que había que hacer ahora era esperar. Se oía el reloj de la pared. Descargó el peso de su cuerpo sobre una pierna, luego sobre la otra.

—Oiga ¿esto va a durar mucho?

—Cállate.

El subinspector encendió el cigarrillo por fin, lanzó las señales de humo de su nerviosismo, tosió. Yo no levantaba la vista del hombre, miraba directamente hacia su sexo con total desfachatez. Encogió los hombros. A cada minuto que pasaba retraía su cuerpo un poco más.

—Esto no es legal —dijo.

—Tampoco lo es violar chicas y marcarlas con un reloj.

Titubeó.

—Yo no lo hice —soltó por fin.

—No decías eso hace un rato.

Echó mano de sus pantalones.

—Sólo lo leí en el periódico, luego ustedes me llamaron y pensé...

Lo interrumpí:

—Quieto, deja los pantalones, lo que tengas que decir dilo tal como estás.

Rebulló, su voz adoptó un tono nervioso e implorante.

—Yo no lo hice, ¿es que no lo ve? Pero ustedes me molestan continuamente desde que tengo la provisional.

—¿Querías darnos una lección?

—Sólo quería que se dieran cuenta de que estaban perdiendo el tiempo conmigo. Me he reformado, no soy un delincuente. Trabajo de repartidor en una empresa, ahí tengo el teléfono, pueden llamar para comprobarlo.

Garzón se levantó. Le lancé una mirada e hice una negación con la cabeza.

—No vamos a comprobar nada. Lo único que vamos a hacer es seguir así. ¿Por qué te condenaron, qué hiciste?

Bajó la cabeza.

—Metí mano a una niña que salía del colegio —hablaba muy flojo.

—¿Cómo?, no te oigo bien.

—¡Déjeme ponerme la ropa!

—No.

—¡Por favor!

—Sigue donde estás.

Garzón se puso en pie y pidió permiso para salir. Se lo concedí y volví a cerrar la puerta con cerrojo. El tipo estaba tan nervioso y desencajado que creí que iba a llorar. Pero no lo hizo, aguantó con los ojos desorbitados y las orejas encarnadas de humillación. Me forcé a aguantar veinte minutos más en la misma postura, sin dejar de mirarlo. Luego me levanté.

—Vístete, desgraciado. La violación no es algo para andar bromeando. Lárgate y no digas ni una palabra de esto o te emplumaré.

Antes de salir volví a preguntar:

—¿Lo hiciste tú?

Y él, desmadejado, respondió:

—Le juro que no, se lo juro.

En el pasillo me esperaba Garzón. Le sonreí como si nada hubiera ocurrido.

—Si le parece descansamos un rato y tomamos café.

Me siguió por el corredor, andando dos pasos por detrás de mí. Cruzamos la calle y entramos en el bar. Había estado muy silencioso pero, en cuanto hubo bebido el primer sorbo no pudo evitar decir con una sonrisita crispada.

—¡Vaya, inspectora, ha conseguido sorprenderme! La había visto en plan duro, pero este método de hoy no ha sido muy habitual.

Pasé por alto el comentario como si no lo hubiera oído.

—¿Qué le parece lo del reloj, Garzón? Yo creo que es una interesante posibilidad. Ese es un objeto que no se empuña, pero puede llevarse puesto y acercarlo a la piel, justo como sucedió. Quizás exista algún reloj en el mercado que esté orlado de púas, para la práctica de algún deporte, o de la caza, ¡qué sé yo! Deberíamos seguir por ahí, quizás ese mamarracho nos haya servido de algo.

—Usted sabe que si llega a entrar alguien cuando estábamos interrogándolo hubiéramos podido cargárnosla.

—¡Vamos, subinspector!, estaba usted tan alterado que ni siquiera se dio cuenta de que cerré la puerta con pestillo.

—¿Alterado yo?

—Creo que sí.

Nos mirábamos a la cara. Él tenía aún puesta aquella vibrante sonrisilla de metal.

—Bueno, la verdad Petra, puede que lleve razón, estaba algo alterado. Cada uno hace lo que le da la gana con su manera de interrogar, pero si he de serle sincero creo que esta vez ha ido demasiado lejos.

—¿Por qué?

—Qué quiere que le diga, inspectora, un hombre expuesto desnudo de esa manera... va contra los derechos del detenido.

—¿Y darle un mamporro, no?

—Por lo menos no se atenta contra su dignidad.

—No le hacía tan cuidadoso con la dignidad.

—Pues lo soy.

—¿Y no será que se siente usted solidariamente herido en su orgullo de varón?

La sonrisilla se le borró.

—No, seguro que no. Pero ahora que lo enfoca por ese lado pienso que lo que usted ha hecho allí dentro es aprovecharse de ser mujer.

Una nube de ira me nubló. Solté una carcajada teatral, elevé la voz:

—¡Vaya por Dios, ahora sí que me ha jodido, Garzón! De modo que toda la vida aguantando las afrentas históricas y ahora resulta que me aprovecho de ser mujer.

—No sé de qué me habla.

—Pues yo sí lo sé. ¿Le habría parecido más correcto de ser una chica la interrogada? ¿Cuántas veces ha visto poner en entredicho la dignidad sexual de las detenidas, cuántas? ¿Y cuántas ha oído dirigirles frases burlonas, de doble sentido, gestos y malicias? Más de una. ¿Cree que me trago que la policía es un club de campo donde todo el mundo se preocupa por la dignidad? Usted ha visto o incluso hecho muchas veces esas cosas, subinspector, estoy segura, sólo que le pareció tan normal que ni siquiera se fijó. ¿Sabe lo que le digo? Que si existe alguna posibilidad de aprovecharme de mi sexo voy a emplearla a fondo, de verdad.

Había tanto ruido en el bar que, afortunadamente, nadie estaba mirándonos. Garzón susurró una disculpa breve y se fue. Estaba rojo de indignación, tan enfadado que no pagó la cuenta como insistía siempre en hacer. Cuando iba a traspasar el umbral de la puerta le grité:

—¡Investigue lo de los relojes!

«
A la orden
» creo que masculló. Bien, ya estaban cometidos todos los errores que cabían y la batalla de los sexos se encontraba en pleno fragor. ¿Es inevitable todo lo que sucede? Y si hay que evitar algunas cosas ¿era necesariamente yo quien debía hacerlo? Seguramente sí, al fin y al cabo yo era su superior. Por otra parte no podía consentir que se me insubordinara ni una sola vez. Lo que pasaría a continuación era bastante previsible; Garzón visitaría al comisario y le pediría que pusiera a otro en su lugar. Lo cual le vendría de perlas a nuestro jefe para largarnos a los dos de una vez. Era lamentable, sobre todo por Garzón que, en el fondo, me caía bastante simpático. Un tipo original, contradictorio, con todas aquellas coñas de revivir geranios y ser partidario del contrato social.

De repente entró un guardia y se dirigió hacia mí.

—Inspectora, hay un hombre en comisaría que pregunta por usted.

—¿Sabe qué quiere?

—Es sobre las violaciones.

—Enseguida voy. ¿Le apetece tomar un café?, le invito.

Sonrió con simpatía:

—No, gracias, ya tomé un refrigerio al incorporarme al deber.

Me entusiasmaba el lenguaje oficial de los guardias, tan rígido y rebuscado como sacado de una instancia antigua, «
interfectos que pernoctan en sus domicilios
», «
inspección ocular
», como un legajo cargado de firmas y sellos.

—La aguarda en la sala de entrada.

Otra más perspicaz o con más experiencia hubiera sabido enseguida que se trataba de un periodista, yo tuve que verle para empezar a sospechar. Trabajaba en un programa de tema policial, en televisión. No le hacían ascos a ninguna especialidad: desapariciones, homicidios, robos... pero la joya de la corona eran las violaciones, algo capaz de conmover al espectador. Su jefa, directora y presentadora del engendro, era una tipeja de mi edad, aparentemente bella, que había visto alguna vez. Por descontado pensaban montar una gran serie de programas con nuestras violaciones y me pedían información, colaboración. El enviado se sorprendió mucho cuando le dije que no pensaba ayudarles.

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