Rumbo al cosmos (23 page)

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Authors: Javier Casado

BOOK: Rumbo al cosmos
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Un viaje muy perturbado

Como hemos visto, toda misión espacial se ve sometida a distintas fuentes de perturbaciones de su trayectoria y su orientación en el espacio, que será preciso corregir por medio de impulsos de los motores de la nave a lo largo de la misión. Pero un caso muy especial, en el que las posibles perturbaciones adquirieron la máximo importancia, fue el vivido por la tripulación del Apollo 13 durante su épica vuelta a la Tierra a bordo de una nave gravemente averiada:

Tras habérselas ingeniado para efectuar las necesarias maniobras que lo pusieran rumbo a nuestro planeta gracias a los motores del módulo lunar (los del módulo servicio se encontraban inoperativos), los técnicos de tierra tenían el temor de que cualquier pequeña perturbación pudiese afectar a la trayectoria del vehículo, amenazando la seguridad de la misión. Para evitarlo, se solicitó a los astronautas que se abstuvieran de expulsar cualquier desecho al exterior, como solía hacerse habitualmente; como sabemos, debido al principio de acción y reacción, la expulsión de cualquier masa provocaría un pequeño movimiento de reacción en la nave Apollo, algo muy delicado en la situación en la que se encontraba la tripulación del Apollo 13. El problema que se encontraron los astronautas era dónde almacenar la orina: cuando llegaron a la Tierra, algo tan simple como esto se había convertido en un grave problema, pues para entonces ya habían agotado su imaginación sobre posibles bolsas y recipientes donde acumularla durante los seis largos días que duró su odisea espacial.

La reentrada en la atmósfera

Una de las fases más críticas de una misión espacial la constituye la reentrada en la atmósfera, si es que ésta tiene lugar, algo que se da solamente si el vehículo debe introducirse en la atmósfera de un planeta para descender sobre su superficie. Los casos más típicos son los regresos a la Tierra de cualquier misión espacial tripulada, o el descenso de sondas sobre la superficie de otros planetas para su exploración.

Como decimos, la reentrada es una de las fases de mayor riesgo en una misión espacial, pero evidentemente el caso más crítico lo suponen las misiones tripuladas, tanto por la presencia de seres humanos a bordo como por los grandes tamaños de los vehículos involucrados.

El problema de la reentrada es que, en un espacio relativamente corto, el vehículo es frenado por el rozamiento con los gases de la atmósfera desde unas altísimas velocidades orbitales hasta una velocidad de aterrizaje inmensamente más reducida. Estas fricciones a alta velocidad originan un aumento de temperaturas tal sobre la superficie del vehículo, que éste podría desintegrarse si no estuviera adecuadamente protegido y con su trayectoria de reentrada cuidadosamente calculada. Aunque por otro lado, el efecto de frenado de la atmósfera puede considerarse beneficioso, pues bien aprovechado evita tener que utilizar motores para el frenado del vehículo en su descenso sobre la superficie del planeta.

Reentradas balísticas y sustentadoras

Inicialmente, en las primeras misiones orbitales de los proyectos Mercury o Vostok, las cápsulas no tenían capacidad de maniobra en el espacio, y la reentrada se producía muy bruscamente, siguiendo una trayectoria parabólica que producía enormes deceleraciones y calentamientos. Una vez incorporados sistemas de maniobra a las naves espaciales, se pudieron aprovechar para realizar reentradas más suaves, siguiendo una trayectoria más plana, aprovechando la sustentación aerodinámica generada por la propia atmósfera para producir un pequeño efecto de planeo (las anteriores misiones caían “como una piedra”, por así decirlo). De este modo se reducen las aceleraciones sufridas por el vehículo y sus ocupantes, así como el calentamiento exterior del mismo. Los primeros tipos de reentradas, que siguen una trayectoria parabólica análoga a la que seguiría una bala de cañón, se denominan reentradas balísticas, mientras que las segundas, que utilizan la sustentación aerodinámica que ofrece la atmósfera para suavizar la trayectoria, se denominan sustentadoras.

La incorporación de sistemas de guiado a las naves que hizo posible la utilización de reentradas sustentadoras permitió pasar, por ejemplo, de las 8-9 g de deceleración media que soportaban los astronautas del proyecto Mercury durante la reentrada, a unas muchísimo más soportables 3 g en el proyecto Gemini. Pero este procedimiento de reentrada en la atmósfera requiere un control muy preciso de la trayectoria del vehículo: una desviación de la trayectoria prevista podría destruir la nave o matar a sus ocupantes. En el caso de misiones tripuladas, y más concretamente, en el caso de la reentrada del transbordador espacial norteamericano, el ángulo de reentrada se halla en el entorno de los 2-3º de inclinación, y el margen de variación es muy pequeño: ángulos mayores provocarían la destrucción del vehículo debido a las fuertes deceleraciones y el calor producido, mientras que ángulos menores provocarían su “rebote” en la atmósfera terrestre, como sucede con una piedra lanzada de forma rasante a un estanque.

El bloqueo de las comunicaciones

Además de estos problemas que presenta la reentrada, hay otro que se suma a ellos para terminar de dificultarla, especialmente en el caso de misiones tripuladas: se trata de la pérdida de contacto por radio con tierra que se produce durante cierta fase del descenso. La razón es la ionización del aire que rodea a la nave espacial durante la etapa de máxima deceleración, debido a las enormes temperaturas provocadas por el rozamiento con la atmósfera. Durante un cierto periodo de tiempo, el vehículo se encuentra literalmente rodeado por una nube de plasma incandescente que provoca interferencias en las comunicaciones por radio con la base terrestre, llegando a bloquearlas por completo durante algunos minutos.

Este efecto, experimentado desde las primeras misiones Vostok y Mercury hasta nuestros días, se vio ligeramente atenuado con la entrada en servicio del transbordador espacial norteamericano: su trayectoria de reentrada y, sobre todo, su forma, atenuó el efecto a un periodo ligeramente inferior al de misiones anteriores. La pérdida de comunicaciones intentó minimizarse también colocando las antenas del transbordador en la parte superior del mismo, alejadas de la zona de máximo calentamiento; de este modo, el tiempo de incomunicación quedó en unos 13 ó 14 minutos, pero seguía siendo un periodo delicado, durante el cual los astronautas permanecían aislados por radio con el exterior, mientras en el control de la misión dejaban de recibirse no sólo sus comunicaciones, sino todos los datos de los diversos sensores y sistemas del vehículo.

La solución vino en 1988 con la introducción de una red de satélites de comunicaciones dedicados específicamente al servicio de las misiones espaciales, tanto para permitir las comunicaciones cuando la nave se encontraba fuera del área de cobertura de las estaciones de seguimiento, como para ayudar durante la etapa de bloqueo de la radio durante la reentrada. Aprovechando que la forma del transbordador deja durante la reentrada un “agujero” en la nube de plasma por su parte superior, las ondas de radio pueden “escapar” por allí en dirección a un satélite, que a continuación las reenvía hacia la Tierra. Aunque siguen existiendo interferencias y comunicaciones a veces algo entrecortadas, con este sistema se ha conseguido eliminar definitivamente el periodo de incomunicación por radio durante los últimos años de operación del transbordador espacial.

Protegiendo al vehículo

En cualquier caso, el problema del calentamiento durante la reentrada es uno de los que más se ha investigado para lograr reducirlo lo más posible. El mayor inconveniente que presenta, aparte de su efecto en las comunicaciones y del evidente peligro que supone para el vehículo, es la necesidad de incorporar pesados escudos térmicos que suponen un costoso lastre para la misión. Para minimizarlo, la forma del vehículo y la trayectoria que sigue están perfectamente estudiadas en vías a lograr un menor aporte de calor al revestimiento exterior, pero finalmente el calor recibido por éste debe ser soportado por algún sistema que evite su transmisión al resto de la nave. Existen varias soluciones posibles para lograrlo, como la utilización de escudos refractarios, formados por un material muy resistente al calor (generalmente cerámico) que irradia éste al exterior. Es el caso del transbordador espacial norteamericano, cuya parte inferior se encuentra recubierta por cerca de 30.000 losetas de cerámica que soportan temperaturas de hasta 1.600 ºC durante la reentrada.

Imagen: El descenso a través de la atmósfera de un planeta genera temperaturas elevadísimas alrededor del vehículo, que podrían llegar a desintegrarlo si no se encuentra adecuadamente protegido. (
Imagen: NASA
)

Otro sistema utilizable como protección térmica es la utilización de un recubrimiento con materiales que tengan una gran capacidad de absorción de calor (alto calor específico), como pueden ser el berilio o el molibdeno. El problema es que este sistema implica un peso considerable para vehículos de cierto tamaño, y sólo es apto para reentradas rápidas, con altos ángulos de entrada en la atmósfera (misiles balísticos, por ejemplo), lo que en general lo hace poco apto para misiones tripuladas. No obstante, este método fue utilizado en algunas de las primeras misiones suborbitales del programa Mercury, en las que, al no alcanzarse velocidad orbital, la deceleración y por tanto el calor generado durante el descenso era menor.

Otra posibilidad es el recubrimiento con materiales que se destruyan por acción del calor, ya sea por sublimación (evaporación directa desde el estado sólido) o por fusión y posterior evaporación; en este proceso se absorbe calor, pero presenta como inconvenientes, entre otros, la imposibilidad de reutilización, y la variación de masa y geometría externa del vehículo. A pesar de ello, este tipo de escudos son la solución más sencilla y económica, y han sido los utilizados en todas las naves no recuperables hasta la llegada del transbordador espacial. De hecho, incluso se los considera como una interesante alternativa de cara a futuros diseños de naves reutilizables, que podrían ir equipadas con escudos térmicos desechables que se renovarían en cada misión; sería una forma de evitar los problemas de fragilidad de los escudos refractarios cerámicos que causaron la tragedia del Columbia.

Existe una alternativa adicional como sistema de protección térmica durante la reentrada, aunque hasta ahora nunca se ha utilizado de forma operativa: se trata de la inyección de gas desde el interior del vehículo a través de una serie de orificios colocados en el revestimiento del mismo, de forma que se genera una película de gas fresco que actúa como aislante. Aunque su efectividad es bastante elevada, presenta el inconveniente de una alta complejidad, peso y, por tanto, coste, y estas razones son las que lo mantienen, por ahora, apartado de las alternativas realistas como posibles sistemas a corto plazo. De todas formas, aunque no se utiliza en vehículos espaciales, este sistema sí es utilizado con éxito en los álabes de turbina de los motores a reacción, para protegerlos de las altas temperaturas de los gases de escape.

El aterrizaje

La reentrada del vehículo espacial en la atmósfera finaliza con la reducción de su velocidad, por efecto del rozamiento con los gases atmosféricos, hasta llegar el momento en que pueden utilizarse medios más convencionales para continuar el descenso. Los procedimientos más utilizados son el empleo de paracaídas para amortiguar la fase final del descenso, o el planeo como un avión convencional, si bien se han realizado misiones (hasta ahora, sólo en misiones no tripuladas a otros planetas) en las que la fase de descenso final ha sido amortiguada por retrocohetes o por una especie de colchón de aire que se infla por debajo o alrededor del vehículo para amortiguar su impacto con el suelo, a modo de
airbag
. Este último sistema es de introducción relativamente reciente, pero ha sido utilizado con éxito, combinado con paracaídas, en varias de las últimas misiones a Marte.

En ocasiones también se han utilizado los sistemas anteriores para misiones tripuladas, aunque siempre combinados con paracaídas. Es el caso, por ejemplo, de la cápsula Soyuz, la cual desciende frenada por un paracaídas, pero amortigua el impacto final con el suelo mediante el encendido de unos retrocohetes; o las cápsulas del proyecto Mercury, que también descendían en paracaídas, pero frenaban el impacto con el mar mediante el despliegue de un colchón neumático en su base a modo de airbag, desplegado entre el escudo térmico y el casco de la nave al soltar los cierres del primero.

Imagen: La nave Soyuz utiliza para su aterrizaje una combinación de sistemas, el paracaídas, que actúa como elemento principal, y un sistema de retrocohetes que realiza un frenado final para un aterrizaje suave. En la fotografía se observa la nube de polvo levantada por la activación de este sistema de retrocohetes instantes antes de tomar tierra. (
Foto: NASA
)

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