¿Sabes que te quiero? (24 page)

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Authors: Blue Jeans

Tags: #Infantil-Juvenil, Romantico

BOOK: ¿Sabes que te quiero?
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¡Y la semana que viene tiene que entrevistar a Katia!

Sonríe. Es como
Regreso al pasado
.

—Me encanta esta escena —le comenta en voz baja Sandra, ajena a los pensamientos de su novio. Y acomoda su cabeza en su hombro.

El periodista no dice nada. La película no está mal, pero entre que Paula no deja de aparecerse en su cabeza y que siente que le está ocultando algo a Sandra, preferiría estar en otro lugar. Sin embargo, su novia está disfrutando muchísimo.

—¿Tú crees que Bella acabará finalmente con Edward? —insiste Sandra, sin alzar el tono de voz.

—¿Qué?

Ángel sí que ha hablado un poco más alto de lo permitido y enseguida le recriminan con un «shhh» desde la fila delantera. Una quinceañera que ha ido con su novio, con el que lleva toda la película intercambiando risitas y besos, es la que se ha girado indignada.

—Pero si vosotros no habéis parado de...

Otro «shhh» interrumpe las palabras del chico, en esta ocasión procedente de la fila de atrás. Ángel se encoge en su asiento y decide no hablar más. Se muerde los labios y suspira. Sandra sonríe y le da un beso en la mejilla para tranquilizarle.

—No les hagas caso. Son críos —susurra en su oído.

¿Críos? Tendrán uno o como mucho dos años menos que Paula.

La película continúa y los chicos de delante vuelven a liarse. Más risitas, más besos. Ángel está empezando a ponerse nervioso. El chaval introduce sin disimulo la mano dentro de la camiseta de ella y le acaricia la tripa. Y otra risa. El periodista trata de mirar hacia la pantalla, pero sus ojos se desvían ineludiblemente hacia las butacas de delante. ¿No tienen intención de parar? Pues no, porque repiten beso en la boca, este más largo y sonoro.

—¿Quieres que hagamos nosotros lo mismo? —le pregunta Sandra, que se ha dado cuenta de lo que está pasando.

—No —murmura Ángel—. Lo que quiero es que paren.

—Déjalos. No tendrán adonde ir y aprovechan la oscuridad del cine.

—Pues que no me digan nada a mí.

—Son críos.

—¡Son maleducados!

La voz de Ángel se escucha en toda la sala. Los que están a su alrededor miran hacia él y los que se sientan más lejos buscan al tipo que ha dado ese grito en plena tensión sexual entre Bella y Edward.

El periodista se muere de vergüenza y se entierra en su asiento.

—Este se cree que está en el salón de su casa —dice la chica de delante a su novio, con el tono de voz más elevado, aprovechando el momento de murmullo en el cine.

—Ya ves —le responde el chico, y vuelve a acariciarle la tripa.

Sandra no puede evitar una carcajada cuando oye a la pareja.

Entonces Ángel no lo resiste más. Hasta su propia novia se burla de él. Se pone de pie y, sin despedirse de ella, atraviesa la penúltima fila hasta el pasillo central, ante la protesta de la gente que se queja molesta.

Ha perdido los nervios. Está fuera de sí. Como aquella fastuosa noche de abril en un hotel de Disneyland-París.

Una noche de abril, en un lugar de París.

El taxi se detiene en pleno centro de París. Ángel paga y se baja del coche. Le duele bastante la mano con la que hace un rato ha golpeado a aquel tipo. Pero no es lo que más le duele. Hay una parte de él completamente rota.

Pasea bajo las farolas, con las manos en los bolsillos, dentro de la noche parisina. Hace frío y no hay demasiada gente por la calle. Siente tristeza, abatimiento, vergüenza y decepción. Se arrepiente de lo que ha hecho. Perdió el control de sí mismo por primera vez en su vida. Porque por mucho que Alan (cree recordar que se llama así) le estuviera provocando, no hay excusa posible que justifique sus actos. Nunca antes le había pegado a alguien.

Un mendigo le pide una limosna y camina junto a él varios pasos, hablándole en francés. Apenas puede entenderlo. El indigente se cansa de seguirle y se va a por un señor mayor con bastón, que le da un par de monedas de diez céntimos para que lo deje tranquilo.

Definitivamente, ir hasta allí ha resultado ser una mala idea.

Sus tripas rugen. Tiene hambre. Son muchas horas sin comer nada consistente. Mira a su alrededor y en la esquina de enfrente divisa una tasca llamada La Maison Rouge. Su aspecto no es demasiado bueno, pero seguro que es barato y necesita cenar algo cuanto antes. Cruza la calle y entra.

Es un antro algo más grande de lo que esperaba, con poca luz y con el suelo lleno de papeles. Prácticamente está vacío. Solo ve a un hombre cuarentón con bigote que conversa con una señora regordeta. Están sentados en la barra y comen unos palitos rebozados, posiblemente de queso. La pareja observa despectivamente a Ángel cuando pasa por su lado y guarda silencio. Un intruso al que nunca han visto. El chico no les hace caso y se acomoda en un taburete al final del local. No es muy cómodo, pero sí es mejor que estar de pie. Examina el menú de comidas y bebidas y espera a que le atiendan. Por una puerta lateral aparece un camarero jovencito, como mucho de dieciocho años, que le da la bienvenida y le pregunta lo que va a tomar.


Je veux une omelette et un Coca-Cola
—responde Ángel, tratando de pronunciar lo mejor posible.

El chico le entiende y da un grito anunciando el pedido. Desde la habitación de la que salió antes, le responden con otro grito dando el visto bueno. A continuación, el muchacho saca de una nevera una botella de cristal de Coca-Cola y la sirve en un vaso de tubo con dos tres hielos y limón.


Merci beaucoup
—dice el periodista, que enseguida toma un trago.

El frío del vaso alivia el dolor de su mano derecha, que cada vez está más hinchada. El camarero se da cuenta y arquea las cejas.


Un combat
?

Ángel no entiende lo que dice y niega con la cabeza para dárselo a entender. El muchacho le señala la mano morada y hace un gesto como si le diera un puñetazo a alguien. El periodista sonríe y asiente.

Aquel chico debe estar acostumbrado a que por su garito aparezca gente que se haya metido en peleas porque se lo toma con mucha tranquilidad. Se acerca hasta la nevera y saca una bolsa de hielo. La golpea dos veces contra el fregadero para partirlo y coge un trozo grande que envuelve en un paño.


Tiens, c'est bon pour ta main
.


Merci
. Ángel sonríe. Toma el trapo y se lo coloca sobre su mano derecha. Mientras el frío del hielo traspasa poco a poco la tela, percibe cómo el señor con bigote y la mujer regordeta lo observan desde la otra punta de la barra. Seguramente estén hablando de él. Sin embargo, no le da importancia. Ahora tiene cosas más importantes en las que pensar.

Cada minuto que pasa está más arrepentido de lo que ha hecho. Pero es cierto que, aunque no haya sucedido nada entre Paula y aquel chico, le ha molestado que cenaran juntos y que entre ellos hubiera tanta confianza en tan poco tiempo. No es justo que él estuviera sufriendo en casa, y su novia, ex novia o lo que fuera, disfrutara con otro. ¿Era eso lo que le quería? ¿Tan rápido desaparecen los sentimientos? Creía que Paula no era así. Pero a pesar de todo, la quiere. Sigue enamorado de ella. Y necesita pedirle disculpas. Sí, eso es lo que debe hacer: pedir perdón.

Saca su teléfono del bolsillo de la chaqueta y la llama. Ángel espera ansioso a que responda pero solo escucha silencio. Parece que no hay cobertura. Se pone de pie y camina por el interior de la tasca, buscando un lugar donde su móvil funcione. Es inútil. Y así se lo indica el camarero desde detrás de la barra, moviendo negativamente el dedo y la cabeza. La pareja observa al extranjero y protesta en voz baja.

Desesperado, el periodista regresa a su taburete. Sin embargo, antes de sentarse descubre un teléfono de pago colgado en la pared junto a la puerta del cuarto de baño.

—¿Puedo usarlo? —le pregunta en castellano al muchacho, señalando el aparato—.
Ça marche
?

El chico responde afirmativamente y hace un gesto para que lo utilice si quiere. Ángel le da las gracias en francés nuevamente y se dirige al telefono. Introduce un euro y marca el número del teléfono de Paula. Unos segundos de silencio y suena el primer bip. Y el segundo, el tercero... Y dos más. Y entonces, por fin, responden. Es su voz: «Hola, soy Paula, pero ahora mismo no te puedo coger el móvil. Si quieres, déjame un mensaje y en cuanto pueda te llamaré. Muchas gracias». Y suena la señal.

Ángel escucha el pitido y se queda en blanco unos instantes. Duda si decir algo o no. Charlar con un contestador automático no le agrada demasiado. Pero, sin saber muy bien por qué, comienza a hablar.

—Hola, Paula. Soy yo..., Ángel. Estoy en París... en una tasca. No es un sitio demasiado bonito. He venido a cenar..., bueno, seguro que no te interesa esto —hace una pausa de varios segundos en la que suspira y piensa lo que va a decir. Luego continúa—. Perdona. Antes me he comportado como un salvaje. Nunca le había puesto la mano encima a nadie... y estoy muy arrepentido por lo que he hecho. Espero que ese chico esté bien y que no le haya roto nada... Soy un completo estúpido y tienes razones para estar enfadada conmigo.

El joven camarero le hace un gesto desde la barra para indicarle que ya está preparada la tortilla y pone el plato en el lugar en el que el periodista estaba sentado. Ángel lo ve y alza el dedo pulgar de su mano izquierda. Sigue hablando:

—Estos días sin ti han sido los peores de mi vida. Sé que te quiero. Y que te necesito a mi lado. Y no sé si alguna vez podrás perdonar lo que he hecho. Siento que me hayas visto perdiendo los nervios de esa manera. Todo se me ha acumulado en un instante. Los días solo, el viaje, lo que pasó en tu cumpleaños... y ahora lo de Alan. Es muy difícil explicar cómo me siento... Espero que cuando lleguemos a España... —Entonces Ángel piensa algo—. ¿En qué avión te vas, por cierto? Yo en el de las 11... El caso es que quiero hablar contigo en persona y...

Suena otro pitido y una voz que indica que el tiempo del mensaje ha finalizado.

—... aclararlo todo —concluye Ángel, que cuelga el auricular y resopla resignado.

Pensativo, se dirige de nuevo al taburete donde el humo de la tortilla caliente asciende hacia el techo del local. La pareja extraña ya no está. Sí sigue allí el camarero jovencito, que lo recibe con una sonrisa. Ángel le corresponde con otra, a pesar de que no tiene ganas de reír. Le duele la mano, aunque el hielo le está aliviando bastante. Sin embargo, en el pecho sufre un dolor intenso, que no se quita, y que el paso del tiempo solo hará que se intensifique.

Capítulo 40

Una tarde de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.

La tarde avanza y las sombras se extienden. Ya no hace tanto calor, incluso la suave brisa que sopla es agradablemente fresca.

Alan, Cris, Miriam y Armando se dirigen a las pistas de tenis. El francés le ha tomado prestada la raqueta a su prima, que no ha tenido más remedio que cedérsela. También ha cogido las de sus tíos. El lleva la suya, una magnífica Head con la empuñadora tricolor, en homenaje a su país.

—¿Vosotras sabéis jugar? —pregunta Alan a las chicas mientras entran en la pista 1, donde está dando menos el sol.

—Yo di clases de pequeña —responde Cris, tímida.

—Y yo, pero solo tres meses. Y hace dos años o así que no juego —añade Miriam.

—Bueno, entonces sí que más o menos sabéis de qué va esto. ¿A ti sí se te da bien, verdad? —intuye Alan, dirigiéndose a Armando.

—¡Es buenísimo! —exclama la mayor de las Sugus, agarrando del brazo a su novio—. Siempre gana el torneo del instituto.

El señalado no dice nada. Simplemente sonríe y saca la raqueta de su funda. Examina el cordaje y la gira varias veces sobre la empuñadura.

—Sí, parece muy bueno —dice Alan mientras abre los botes con las pelotas—. ¿Con doce nos vale?

Armando da el visto bueno y estira. El francés lo observa y sonríe. Va a ser divertido.

Los cuatro terminan de prepararse. Cris y Miriam se colocan cada una en un lugar de la pista.

—¡Hey! ¿Qué haces? —le pregunta Miriam a Alan, que se ha ido a su lado de la cancha.

—¡No quieres ir conmigo?

—Bueno, yo...

—¡Venga! Aprovecha para darle una buena paliza a tu novio. Así luego podrás restregárselo.

—¿Qué dices? Él es muy bueno. Nos ganarán seguro.

—Trataremos entonces de que sea por la menor diferencia posible.

La chica resopla y acepta finalmente ser la pareja del francés. Armando termina de estirar y camina hacia el otro lado de la pista junto a Cristina.

—Parece que me toca contigo —comenta, sonriente.

—Sí.

Cris esboza también una gran sonrisa y siente un cosquilleo por dentro. ¡Va a ser la pareja de Armando! ¡Genial! Alan la mira y le guiña un ojo. Lo ha hecho a propósito para que estén juntos.

—¿Peloteamos un poco? —grita Alan, que coge una pelota del suelo, elevándola con el exterior del pie derecho, y se guarda dos más en los bolsillos de su pantalón corto.

—¡Dale! —exclama Armando.

El chico suelta la bola y tras un bote la golpea flojito hacia el otro lado de la pista. Cris la devuelve hacia donde está Miriam, que también consigue pasar la red. Armando da un paso hacia delante y con una elegante derecha dirige la bola a la zona que cubre Alan. Este sonríe y vuelve a golpearla.

El peloteo dura cinco minutos, en el que todos tocan la pelota entre risas y declaraciones de intenciones.

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