—Has estado muy bien —dice Chon—. ¿Crees que sospechan de nosotros?
—Si sospecharan algo, habríamos visto al tío de la sierra mecánica.
Regresan a la cafetería.
—Para que lo sepas —dice Chon—, en realidad me da la impresión de que, más que destruir matrimonios, los consolido.
—¿De verdad?
—Pues sí.
Dicen que, en el narcotráfico, las apropiaciones son un delito perfecto, porque las víctimas no pueden denunciar el robo a la policía.
Eso es un mito.
Es posible que no presenten una denuncia formal, pero eso no quiere decir que no lo comuniquen.
Claro que hay que saber a qué policías informar.
Resulta que Álex conoce a unos cuantos.
Por ejemplo, Brian Berlinger, el ayudante del
sheriff
del Condado de Orange, tiene una bonita casa prefabricada con estructura de madera en forma de A en Big Bear, a la que le gusta ir los fines de semana y en vacaciones, y por eso, en aquel preciso momento, está sentado delante de su ordenador, averiguando qué tiendas del condado venden máscaras de Leno y Letterman.
Para el robo siguiente, Ben se decide por estrellas de cine.
—Creo que me estoy volviendo gay —informa a Chon.
—No me extraña, pero en concreto...
—Le estoy cogiendo el gusto a esta cuestión temática —dice Ben, mientras examina las opciones que le brinda el catálogo por internet—. Si no me va bien con el chocolate y la pispa, podría dedicarme a organizar actos públicos.
—O a comer pollas.
—Siempre queda esa opción —reconoce Ben, mientras estudia las ofertas—. ¿Quieres ser Brad Pitt o George Clooney?
—Te pasas de gay. Haces que un homo parezca hetero.
—Vamos, escoge.
—Clooney.
Ben da al botón de «comprar».
Mientras tanto, Chon está en su propio portátil.
Google Earth le ofrece una vista aérea de la escena de su siguiente delito.
Esta vez los estarán esperando.
Estarán alerta.
Nada de paridas.
Lado ha hecho correr la voz: si veis algo en el arcén de la carretera, no paráis, no vais más despacio, apretáis el acelerador y ¡hala!
Seguís adelante, pase lo que pase.
Ben y Chon extienden la barrera de pinchos a través del camino de tierra y a continuación echan una palada de gravilla por encima.
Como todo el mundo, ellos también ven la serie
COPS
(«Bad boys, bad boys, whachoo gonna do...»).
Cuando acaban regresan al coche auxiliar que han dejado aparcado en un campo de aguacates cerca de Fallbrook.
—¿Quieres guacamole? —pregunta Ben.
De acuerdo, tío, no hace maldita la gracia.
Se empiezan a sentir los nervios previos a entrar en acción: las mandíbulas de Chon parecen apretadas con una llave inglesa y las rodillas de Ben suben y bajan como un martillo neumático desajustado.
Sin embargo, ahora entiende por qué al robo lo llaman «tope»: porque robar lo pone a tope.
Ben oye el ruido de unos neumáticos en el camino de tierra.
—Los tenemos —dice Chon.
Los neumáticos revientan, Chon detiene el coche auxiliar en el camino y ya está. Otra vez lo mismo (repetir y repetir y repetir): Chon con el conductor y Ben con el acompañante.
Ochocientos veinte mil no es mucho en comparación con lo que cobran Clooney y Pitt.
Es lo que gastan en una comida los chicos de
Ocean
, pero no está mal para un robo en un campo de aguacates.
—¿Brad Pitt y quién más? —pregunta Lado.
—George Clooney —responde el chófer.
—Ocean's Eleven
—añade el acompañante.
—Y
Twelve
.
—A ver si calláis de una puta vez.
Llama por teléfono a Álex.
«¿Qué pasa con esas máscaras?»
«La lista se ha reducido a cinco tiendas y Berlinger las está verificando», es la respuesta a su pregunta.
Lado conduce hasta el aparcamiento de la playa de Aliso.
—¿Qué pasa? —pregunta Ben.
¿No he estado produciendo la droga, no os he pasado a mis vendedores, no he hablado con mis clientes, no me he portado bien?
Lado mira a Ben a los ojos.
—¿Dónde estuviste anoche?
Ben no parpadea.
Lado lo mira. Sus ojos negros han obligado a muchos hombres a apartar la mirada, ha visto las mentiras en sus ojos, en la calle, en las habitaciones, los ha visto inventar colgados de ganchos de carnicero. No cualquiera es capaz de mentir mirando aquellos ojos negros.
Pero Ben no es cualquiera.
—En mi casa. ¿Por qué?
—Anoche robaron uno de nuestros coches.
Ben no cede y no aparta los ojos de los de Lado.
—No tenemos nada que ver.
—¿No?
—No —dice Ben—. A lo mejor tendríais que buscar entre los vuestros.
Lado resopla, como queriendo decir: «Mi gente sabe que eso no se hace».
Y tanto que lo saben.
Hace tres años, dos de los suyos organizaron un trabajo interno en un laboratorio de procesamiento de cocaína en National City.
Carlos y Felipe pensaron que eran muy listos y que se habían salido con la suya.
Sin embargo, resultó que no.
Lado los llevó a un depósito en Chula Vista. Obligó a Carlos a mirar, mientras metía a Felipe en un saco de arpillera, lo cerraba y lo izaba hasta una viga.
Después se pusieron a jugar a la piñata.
Golpearon el saco con un palo hasta que empezaron a caer al suelo sangre y astillas de huesos, como si fueran monedas y caramelos.
Carlos confesó.
Ben pone cara de aburrido.
Indiferente.
Mientras introduce a la fuerza en su cabeza los pensamientos.
«¿Quieres acojonarme con historias de terror? Ven al Congo, gilipollas. Ven a Darfur. Mira lo que han visto mis ojos y después prueba a ver si tus historias me hacen temblar.»
Lado no pretende asustarlo con sus historias. Se limita a decir:
—Si descubro que esto es cosa vuestra, vuestra
puta
está frita.
Ben sabe que Lado es capaz de detectar la más mínima señal de temor en sus ojos, de modo que lo mira fijamente a la cara y piensa: «Jódete».
Chon sigue a Lado después de la reunión.
El tío conduce hasta un bloque de viviendas en Dana Point Harbor, entra y está allí durante una hora, aproximadamente.
A Chon se le ocurre que podría entrar detrás de él y liquidarlo allí mismo, en aquel momento.
Pero sabe que no puede.
Lado sale al mismo tiempo que una mujer: una chavala guapa, puede que tenga unos treinta años, o tal vez menos. Lado se sube a su coche y la churri al suyo.
Chon memoriza la matrícula del coche de ella y después lo sigue a él.
Así llega hasta una empresa de jardinería en San Juan Capistrano.
«O sea que, cuando no corta cabezas, corta setos», piensa Chon.
—Tenemos que hacer algo —dice Ben.
Para desviar un poco las sospechas.
—¿Como qué?
—Vamos a ver —dice Ben—, nos están robando, ¿verdad?
—Se podría decir que sí.
«Nos han quitado todo lo que podían robarnos.» (Disculpe usted, señor Dylan.)
—Entonces tenemos que robarnos a nosotros mismos, para demostrarles que no se pueden salir con la suya.
(Disculpe usted, señor Sahl.)
Gary es el encargado del cultivo en aquella casa situada en la parte oriental de Mission Viejo, cerca de las colinas. Es un tío agradable, de unos veintitantos años, con gafas y forofo de la biología, que no tardó en descubrir que podía ganar mucho más y con mucho menos esfuerzo creando una droga de diseño para Ben que enseñando Introducción a la Botánica a un puñado de estudiantes de primer año que, en realidad, no tienen ningún interés en aprender.
—¿Está lista para salir? —pregunta Chon a Gary.
—Sí —confirma Gary, con el ceño fruncido.
A Gary le hace maldita la gracia vender aquella obra de amor exquisita y sofisticada al cartel de Baja, al que considera una empresa de bárbaros toscos, incapaces de apreciar las sutilezas de aquella mezcla en particular.
—Tómate la noche libre —dice Chon—. Nosotros nos ocupamos.
—¿De verdad? —pregunta Gary, agradecido.
—Vete, cabeza de chorlito —dice Ben—. ¡Largo de aquí!
Gary se larga.
Una hora después llegan los muchachos del cartel de Baja con la furgoneta.
La transacción es rápida.
Dinero a cambio de droga.
Unos minutos después de su marcha, Ben dice:
—¡Manos arriba!
Y después:
—Que sí: esto es un asalto.
—Corta el rollo.
Pero Ben está en racha:
—Al suelo todo el mundo. Si todo va bien, no os va a pasar nada. Que nadie trate de hacerse el héroe y todo el mundo podrá volver a casa con su mujer y sus hijos.
—Ya está bien —dice Chon.
Ben llama por teléfono a Álex y le dice que tiene un problema.
—¿Me choriceas y, encima, me choriceas? —protesta Ben—. ¡Venga ya, Álex! Hay codicias y codicias, pero mangarme con el precio y después venir a birlarme lo poco que me habéis pagado, eso es un descuento del cien por cien. ¡Es el colmo!
Están sentados uno frente a otro en una mesa con bancos adosados en la terraza de Papa's Tacos, en South Laguna. Si uno quiere comer unos tacos de pescado realmente deliciosos, tiene que ir a Papa's. Si no, puede ir a cualquier otro sitio.
—Pero ¿qué dices? —pregunta Álex.
—¡Coño! Que, apenas cinco minutos después de que vuestros tíos vinieran a buscar la mercancía —dice Ben entre dientes—, vino otro grupo de tíos y se alzó con la pasta.
—¿Me lo dices en serio?
—¿Te parece que estoy de coña?
Álex se pone en abogado:
—Oye, que una vez hecha la transferencia, ya no es cosa nuestra.
—Pero es que ha sido un trabajo interno.
Desde un punto de vista técnico, tiene razón.
—¿Qué te hace pensar que ha sido un trabajo interno? —pregunta Álex, empalideciendo.
—¿Quién más lo sabía?
—Vuestra gente.
—Llevo ocho años en esto —dice Ben— y mi gente jamás me ha mangado.
—¿Qué aspecto tenían?
—Pues idiotas no eran, porque llevaban máscaras.
—¿Qué clase de máscaras?
—Madonna y Lady Gaga.
—No es momento para bromas.
—Estoy de acuerdo —dice Ben—. No dijeron gran cosa, pero lo poco que dijeron sonaba un poco al sur de la frontera, me parece.
Álex se queda pensando un instante, pero no quiere ceder su posición.
—Tal vez tendríais que reforzar vuestra seguridad —sugiere.
—Tal vez —dice Ben, mientras envuelve su taco y se pone de pie— tendríais que revisar la vuestra. Ponte en contacto conmigo cuando sepas algo y espero que no se repita.
Álex decide pasar a la ofensiva:
—¿Ya tienes el dinero para pagar el rescate?
—Estoy en ello —responde Ben con brusquedad.
—No me lo puedo quitar de encima —dice Álex a Lado.
Están en la antecocina de uno de los puestos de tacos de Machado, en San Juan Capistrano. A Álex no le gusta, porque huele a pollo crudo y el pollo crudo está lleno de bacterias peligrosas. Intenta por todos los medios que su chaqueta no roce el mostrador.
Lado se da cuenta de su incomodidad y la goza.
El
pendejo
metrosexual debería recordar sus orígenes.
—¿Y qué? —pregunta Lado.
—Que nos echa la culpa.
—¿Y?
—Que no me lo puedo quitar de encima.
—Ya me lo has dicho.
Un chaval se acerca a buscar una lata de pulpa de tomate, pero Lado lo mira como si estuviera grillado y el chaval, asustado, se vuelve atrás.
—Tú enviaste a los tíos —dice Álex—. ¿Es posible que uno o dos de ellos quieran montar un negocio por su cuenta?
—Lo investigaré.
—Porque eso causa prob...
—Ya te he dicho que lo investigaré.
Lado está de mala leche: lo estaba cuando se despertó por la mañana, lo está ahora y es probable que lo siga estando cuando se vaya a la cama. Dolores empezó a meterse con él en cuanto despertó —que si hay que limpiar los canalones, que si Júnior ha sacado un insuficiente en álgebra—, abriendo la boca sólo por hablar.
Él quiere gritarle: «Yo tengo problemas de verdad. ¡Ha habido otro
tumbe
...!».
Después, tres
cabrones
no se presentaron a trabajar aquella mañana y tuvo que salir corriendo al centro comercial a contratar a tres espaldas mojadas del aparcamiento. ¿Y ahora le dan tres patadas en los cojones? ¿Que los
güeros
lloriquean porque los atracan? Bienvenidos al club.
—Lo investigaré —repite.
Sale de la antecocina, compra un burrito y un zumo para el camino y regresa al coche. Ya son las doce y media y Gloria sólo dispone de una hora para comer. Trabaja como estilista en una peluquería de Dana Point Harbor pero, por suerte, su casa queda prácticamente al otro lado de la calle.
Él tiene llave y ella lo está esperando en la cama cuando llega. Sólo lleva el sujetador y las braguitas marrón oscuro que a él le gustan, un conjunto que él le compró y que destaca sus tetas firmes y su culo en pompa.
—Llegas tarde, cariño —dice ella.
—Date la vuelta.
Ella se apoya en los codos y las rodillas. Lado se desviste, se arrodilla en la cama detrás de ella y de un tirón le baja las braguitas hasta los tobillos. Le enorgullece que se le ponga gorda sin que ella lo toque o sin tener que tocarse él mismo: está bien para un hombre de su edad.
Le pasa los dedos por la espalda y siente que ella se estremece. Su piel es como la mantequilla. Entonces le separa las piernas y se la cepilla hasta que ella gime de placer y él siente la tensión en sus cojones; entonces sale y le da la vuelta.
Ella le come la polla y lo hace venir con la mano.
Lado se niega a usar condones y tampoco quiere tener más hijos.
Gloria sale del cuarto de baño y se tumba a su lado en la cama, le pasa la mano por el pelo y le dice:
—¡Qué greñas! Deberías venir a que te corte.
—Iré.
Ella se levanta y empieza a vestirse.
—Tengo una clienta a las dos.