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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (33 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Esto no tiene nada que ver con los intereses de Galaxy Pictures —apostilló Frederick.

Me pregunté por qué habría considerado necesario darme aquella explicación. Lo que él hiciera o dejara de hacer con respecto a Galaxy Pictures no era de mi incumbencia.

Tío Ota y Frederick hablaron sobre las oportunidades que había en las poblaciones rurales, pero lo único que yo oía eran las palabras de Beatrice resonando en mi cabeza: «Últimamente, Philip parece distraído. Temo que haya otra persona...».

Frederick me hizo un gesto señalándome la bandeja de frutos secos. El sonido del piano de Klára flotó por el aire.

—¿Qué es esa música? —preguntó.

—La Danza ritual del fuego, de Manuel de Falla —respondí.

—Manuel de Falla —repitió Frederick, pronunciando las vocales para imitar mi pronunciación del nombre del compositor español—. Al principio han sonado unas notas que zumbaban de forma extraña, como un enjambre de abejas reuniéndose para atacar.

Me divirtió la descripción de Frederick de aquella música. Él era el que no había querido volver al trabajo tras el concierto de Grieg porque le había resultado conmovedor. No utilizaba los términos que hubiera empleado alguien que supiera de música clásica, pero me gustó que sus reacciones, aunque bruscas, fueran sinceras.

—Es de un ballet llamado El amor brujo. Trata de gitanos y de hechicería —le expliqué—. A una joven la persigue el fantasma celoso de su difunto marido. La Danza ritual del fuego es para desembarazarse de él.

Frederick se quedó desconcertado.

—¿Trata de desembarazarse de él?

—Él la trataba de forma cruel, y ella ahora tiene un joven y apuesto amante.

Frederick se pasó el dedo pulgar por los nudillos. Tuve la impresión de que estaba almacenando la información para emplearla en el futuro. Se volvió hacia tío Ota.

—Tiene usted dos sobrinas con mucho talento —comentó—. Una pianista y la otra fotógrafa.

Me pregunté de dónde habría sacado Frederick la idea de que yo iba a hacerle un retrato. ¿Acaso había visto alguno de mis trabajos en casa de alguien de la alta sociedad o quizá Philip le había mostrado el retrato que yo les había hecho a él y a su padre? Pero si le preguntaba eso, haría que iniciáramos otra conversación, cosa que yo quería evitar por todos los medios.

El aroma de la cena que Ranjana estaba preparando inundó el ambiente desde la casa: cúrcuma, ajo y canela. Aquellos eran olores que nunca salían de otros hogares en nuestra calle. Durante un tenso instante, pensé que tío Ota invitaría a Frederick a quedarse a cenar, aunque no podía imaginármelo apañándoselas para comer
kofta
de verduras y
sag paneer
.

—Si viene usted el jueves por la mañana puedo fotografiarle —le dije a Frederick, rezando para que percibiera la indirecta en mi voz de que me sentía cansada y que sería mejor que se marchara.

Para mi alivio, se puso en pie.

—Será un placer que me haga usted una fotografía, señorita Rose.

Miré a Frederick mientras caminaba hasta la puerta del jardín y lo vi montándose en su coche. Saludó con la mano después de encender el motor.

—¡Nos vemos el jueves!

Contemplé el automóvil doblando la esquina y lamenté la brusquedad con la que le había hablado. Frederick era descarado, pero educado a su manera, y a pesar de lo estridente de sus trajes, no dejaba de ser un hombre atractivo. Probablemente no era fácil ser estadounidense en una cultura que no apreciaba a la gente que decía lo que pensaba abiertamente.

Le dije a tío Ota que no me encontraba bien y le pedí a Ranjana que me dispensara de la cena. Mi cama era el lugar en el que más deseaba estar esa noche. Presioné el rostro contra la almohada y lloré todas las lágrimas que había estado conteniendo. Me sentí maldita por haber conocido a Philip cuando él y Beatrice ya se habían prometido. Me di la vuelta y miré fijamente el techo. Me llegó el sonido de carcajadas desde el comedor y escuché a Thomas preguntando dónde estaba yo. Podría haber estado en Japón, ya que en esos momentos me sentía alejada de todos los demás.

Anhelaba sincerarme con Klára, pero el agotamiento pudo conmigo y me quedé dormida antes de que terminara la cena y ella subiera a nuestro cuarto. Me desperté a la una de la mañana con Klára dormida junto a mí. Contemplé su pacífico rostro y fui incapaz de decidir si debía despertarla o no. Entonces recordé que al día siguiente tenía un examen de piano y no quise molestarla.

Me deslicé fuera de la cama y caminé en silencio por el pasillo hasta la sala de estar de la planta de arriba. Tío Ota se había dejado la luz del porche encendida. Bajo el resplandor del farol volví a ver al fantasma de Louis junto a la puerta del jardín. Igual que la otra vez, llevaba su uniforme militar y estaba mirando hacia el interior de la casa. «Ambos estamos fuera de la vida, mirando hacia dentro de ella», pensé.

—¿Así que su tío es coleccionista? —preguntó Frederick cuando llegó para que le hiciera su retrato.

Estaba de pie junto a una balda llena de máscaras africanas.

—Mi tío ha ido reuniendo todos esos objetos en el curso de sus viajes —le conté—. Y ahora tenemos nuestro propio museo. Esa máscara roja y negra proviene del Congo. Los jefes de tribu se las ponen para hacer sacrificios en honor de sus ancestros.

Frederick cogió una máscara de resina y examinó la talla. No pude evitar sonreír: llevaba un traje de cuadros rojos y negros. Volvió a colocarla en su gancho y se paseó junto a las baldas de libros, que se combaban bajo el peso de nuestra biblioteca común. Pasó la punta de los dedos por las obras de Shaw e Ibsen y los volúmenes de Nietzsche.

—«El hombre del conocimiento debe poder amar no solo a sus enemigos, sino también odiar a sus amigos» —dijo, citando al filósofo alemán. Después se volvió hacia mí—. ¿Los ha leído usted todos?

—Mi tío los leyó durante sus viajes, pero yo también estoy familiarizada con ellos —le respondí—. Y a ti, Frederick, ¿te gusta leer?

Me di cuenta de que lo había llamado Frederick en lugar de señor Rockcliffe. Del Café Vegetariano y de Beatrice había adquirido la costumbre de tutear y emplear los nombres de pila. Pero no pareció importarle.

Apareció una sonrisa en su rostro y negó con la cabeza.

—No dispongo del tiempo libre suficiente como para leer. Pero trato de frecuentar la compañía de aquellos que sí lo hacen.

Recordé una conversación entre mis padres cuando yo era niña. Padre había descrito a un conocido suyo como «un hombre hecho a sí mismo». Se suponía que los caballeros despreciaban a los hombres que se ganaban el pan por sus propios medios, pero mi padre claramente admiraba a aquel hombre, del mismo modo que tía Josephine sentía un gran respeto por las mujeres que obtenían su propio sustento. Frederick Rockcliffe era un joven decidido a prosperar en el mundo.

Decidí que su retrato debía tener un enfoque muy definido y debía tomarlo desde abajo. Había dos espacios en el saloncito en los que colocaba a los clientes que no deseaban que los fotografiara a domicilio. El primero era una esquina con un sofá tapizado en brocado rosa y una naturaleza muerta con un marco dorado colgando sobre él. Ese era el lugar elegido por la mayoría de las damas de la alta sociedad. El otro espacio era contra una pared blanca, completamente desnuda. Allí era donde planeaba situar a Frederick.

—¿Y por qué no con la librería de fondo? —preguntó cuando le mostré dónde pretendía que se sentara.

Su traje desentonaría con la decoración, por eso quería mantener el fondo lo más simple posible. Pero a él le proporcioné una explicación más diplomática:

—Este retrato tiene que ser sobre usted, no sobre los libros, especialmente si no tiene costumbre de leer. Simular que es algo que no se es no demuestra confianza en uno mismo.

Sabía que había dado en el clavo cuando sonrió. Quería parecer poderoso, no tonto. Mi fotografía le ayudaría a conseguirlo, y algún día tendría que hablarle además sobre sus trajes.

Frederick se sentó en la banqueta contra la pared.

—Su tío me ha invitado al estreno de su película —me dijo—. Me ha hecho una entusiasta crítica de ella y confío en su opinión. Puedo hacer que la distribuyan.

—No es más que un corto —le respondí.

—Los cines también necesitan de esos, ya sabe.

Reflexioné sobre la oferta de Frederick mientras ajustaba la cámara. Yo deseaba hacer cine y quizá él podría ayudarme. Pero a medida que transcurría la sesión fotográfica decidí que trabajar con él seguramente resultaría demasiado difícil. No adoptaba ni la más mínima postura sin cuestionar por qué debía hacerlo. Le pedí que girara el cuerpo mientras miraba hacia la cámara y terminamos discutiendo sobre ello durante media hora.

—Parezco poco honrado —se quejó—. Da la sensación de que voy a echar a correr en lugar de enfrentarme a las cosas de forma directa.

Apreciaba que Frederick fuera consciente de lo que quería, pero no me gustaba su manera de conseguirlo. Acabó por agotarme. Me encontraba ajustando las luces cuando volvió a citar a Nietzsche:

—«Ningún precio es demasiado alto por el privilegio de ser uno mismo».

Me puse en pie y lo contemplé fijamente.

—¿Perdón?

—Ese es mi lema. Sé tú mismo.

Las fotografías que le había hecho conseguirían hacer que Frederick pareciera dueño de sí mismo. Resultaba interesante que pudiéramos tener el mismo objetivo en mente cuando nuestros puntos de vista para conseguirlo eran tan diferentes.

—Creo que le gustará el resultado —le aseguré.

—Sé que me gustará —me respondió para mi sorpresa—. Usted sabe lo que hace.

—¿Cuándo quieres ver las impresiones, Frederick?

No podía creerme que hubiera vuelto a tutearle y a utilizar su nombre de pila otra vez.

—Por el amor de Dios, llámame Freddy —me dijo con una gran sonrisa—. Pareces mi madre cuando me llamas Frederick.

—Entonces tú tienes que llamarme Adéla —le contesté.

No me hacía sentir cómoda el hecho de tutear a Freddy, pero no podía hacer nada para remediarlo. Era enteramente culpa mía.

Se llevó la mano al bolsillo y sacó un cigarrillo.

—Puedo pasarme este sábado y llevaros a Klára y a ti a la fiesta.

—¿Qué fiesta?

—¿Ya se te ha olvidado? La que Robert celebra en honor de su orquesta autómata.

 

 

 

En Praga, las reuniones sociales para tomar el té de la tarde eran celebraciones íntimas con unos cuantos invitados reunidos alrededor de una mesa con un surtido de tartas y sándwiches. Cuando Klára y yo llegamos con Freddy a la casa de Robert en Lindfield, íntimo no era precisamente el adjetivo que describía al grupo de personas desperdigadas por las terrazas de la mansión con tejado de tablillas, o de pie en el césped y la pista de tenis. Por el número de Packards, Bugattis y Delages aparcados en el exterior junto a la valla adiviné que debía de haber como mínimo cincuenta invitados. Nos detuvimos ante la puerta del jardín y miré a mi alrededor para ver si veía a Philip, pero no logré encontrarlo. La conversación con Beatrice me había desestabilizado. ¿A quién de las dos amaba realmente?

—¡Bienvenidos! —nos saludó Robert, apresurándose a acercarse hacia nosotros y abriendo el portón—. ¡Pasad!

El jardín de Robert reflejaba su personalidad elegante y estrafalaria. La casa estaba situada junto a un enorme árbol lili pili. Sobre sus ramas se habían posado dos papagayos reales australianos rojos y verdes. Los robles, aunque carecían de hojas debido a que era invierno, proyectaban su sombra sobre el césped y el camino hasta la casa estaba bordeado por lavandas en flor. El sendero se hallaba formado por baldosines con la silueta geométrica de un emú. Aquel diseño se prolongaba hasta el final, donde se erigía una estatua gigante del ave, cuyas patas tenían forma de arco. El aire era fresco, pero sin rastro de sal. La tierra despedía un aroma embriagador, pero diferente al del terreno rocoso de Watsons Bay.

A Freddy lo llamaron para que se uniera a una partida de cróquet que estaba celebrándose en el jardín.

—Vamos, compórtate como un caballero —le dijo Robert—. Yo cuidaré de Klára y Adéla.

—Disculpadme —dijo Freddy dirigiéndose hacia nosotras.

—No hay de qué —le respondió Klára.

Percibí que Freddy nos abandonaba con desgana y me pregunté cuál sería la razón. Entre los jugadores había varias mujeres jóvenes. Quizá estaba más interesado en la orquesta autómata de Robert de lo que yo había supuesto.

—Venid a conocer a mi madre y a mi hermana —nos dijo Robert conduciéndonos hacia la casa—. Son terriblemente tímidas. Me animan a celebrar fiestas, pero siempre desaparecen y se esconden en cualquier parte. Estoy seguro de que no pensarán que charlar con vosotras represente ningún peligro.

Pensé que a madre le habría encantado aquella casa: los suelos pulidos de madera de jarrah, los sillones de orejas, el papel pintado de las paredes de color crema con relieves y las chimeneas de azulejos. El interior contenía elementos de inspiración inglesa en las cenefas del techo y las galerías de cuadros, pero era luminosa y bien ventilada, y producía un efecto tranquilizante.

Robert nos dirigió hacia la sala de estar, donde dos mujeres de amplia frente que llevaban el cabello arreglado de forma inmaculada bebían té en tazas de porcelana Royal Doulton.

—Madre, Mary, me gustaría que conocierais a mis amigas —les anunció Robert—. Las señoritas Adéla y Klára Rose.

Si Robert no nos hubiera advertido de que su madre y su hermana eran tan tímidas, probablemente me habría sentido intimidada por aquellas dos mujeres de rígida pose que nos devolvían la mirada.

—Robert me ha contado que su tía es india —comentó la señora Swan.

—Es cierto —respondí.

Me pregunté si la señora Swan iría a expresar su desaprobación y me preocupó pensar en cuál sería mi respuesta. Robert me gustaba y no quería avergonzarlo, pero tampoco iba a dejar que su madre infravalorara a Ranjana.

La señora Swan me sorprendió cuando comentó:

—A mi difunto marido le destinaron a la India, donde contrajimos matrimonio. Algunos de mis recuerdos más felices son de Bombay.

La señora Swan no se sentía a gusto conociendo a gente nueva, me di cuenta por la manera en la que le temblaba la barbilla mientras hablaba. Pero me impresionó su amabilidad.

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