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Authors: Belinda Alexandra

Tags: #Drama

Secreto de hermanas (59 page)

BOOK: Secreto de hermanas
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—Ya no es divertido proyectar películas australianas —me contó tío Ota—. No parece que los diferentes estados vayan a ceder su competencia para que la Confederación Australiana pueda implantar las recomendaciones de la Comisión Real. La producción de cine australiano se encuentra en su peor momento y nadie va a hacer nada para arreglarlo. Pero incluso aunque Estados Unidos no termine con la industria nacional, el cine sonoro le dará el golpe de gracia.

Durante la edición de
El Valle de la Esmeralda
, Ranjana, tío Ota, Thomas, Hugh y yo fuimos a ver
El cantor de jazz
al Lyceum. La cinta se promocionó como «la primera película sonora de la historia», pero yo ya había visto otras antes. Cuando estábamos construyendo el Palacio del Cine Cascade, un artista empleaba discos para acompañar sus películas. A Ranjana y a mí nos intrigaba aquella técnica y asistimos a su espectáculo una tarde. Las cosas empezaron bastante bien con una banda sonora y efectos acústicos, pero al principio de la segunda bobina algo debió de mover la aguja de su sitio y la película y el sonido se desincronizaron. Durante el resto de la proyección los efectos sonoros dejaron de corresponderse con las imágenes: se escuchaba un disparo cuando un hombre se sentaba en un sofá y un gallo cantaba cuando una mujer entonaba una canción... El artista sudó la gota gorda sobre el proyector, tratando de hacer que todo encajara de nuevo, pero ya había perdido la atención del público, que se estaba riendo a mandíbula batiente. Ranjana y yo nos tronchamos de risa durante el camino de vuelta a casa.

Era sábado por la noche en el Lyceum y nos esperaba un recital de órgano, un grupo de coristas y una banda de jazz que tocó unos cuantos números de la película. Después de interpretar
Dios salve al rey
y de un discurso del director del teatro, que nos aseguró que íbamos a ver algo que cambiaría nuestras vidas, las luces se apagaron y se iluminó la pantalla. Al principio parecía que
El cantor de jazz
era como cualquier otra película muda con una banda sonora pregrabada que incluía la música y los efectos sonoros, cuando de repente se detuvo y la película adquirió sonido propio y Al Jolson se puso a cantar. El público enloqueció y aplaudió con entusiasmo. «¿Eso es todo?», pensé yo estupefacta porque la voz de Al Jolson sonara áspera y atiplada, como la de una oveja balando.

Más tarde pasamos por el Café Vegetariano y charlamos sobre nuestras impresiones acerca de la «primera película sonora».

—El trabajo de la cámara es pobre —observó tío Ota—. Parecía estática.

—Eso es porque introducen la cámara en una cabina y ruedan a través de un cristal para que no capte el ruido ambiente ni el zumbido de las luces —explicó Hugh.

—Yo he oído que esconden micrófonos en los floreros y los teléfonos, y que los actores no se pueden mover del sitio —dijo Ranjana.

—Probablemente eso es por lo que me dio la sensación de que parecía una obra de teatro radiofónica en imágenes —comenté yo tomando un sorbo de manzanilla.

—Bueno, pues a mí me ha impresionado —dijo Hugh—. Yo creo que el sonido dentro de las películas es el futuro del cine.

«Tonterías —pensé—. Esta es otra de esas modas pasajeras. Como sentarse sobre un mástil de bandera y los maratones de baile.»

Llegué a Lindfield justo después de las tres y me alegró ver que Robert tenía el té de la tarde esperándome.

—¡Hola! —me dijo, saludándome con la mano tan pronto como me vio apearme del coche.

«Me va a dar buenas noticias —pensé, apretando los puños por la emoción—. ¡Ha conseguido algo grande!»

Se había previsto que la construcción del Teatro Estatal terminara en pocos meses. Justo cuando los problemas económicos del país estaban hundiendo la moral de Sídney, pues las fábricas cerraban y la industria cinematográfica australiana se encontraba al borde de la extinción, Stuart Doyle había dado un valiente paso para construir un «Palacio de los Sueños». Yo había leído que cuando estuviera acabado, el edificio sería impresionante. El interior estaría decorado con una fusión de estilos gótico, italiano y art decó con una lámpara de araña de cristales cortados en forma de diamantes KohiNoor que pesaba más de cuatro toneladas. Tendría cuadros de William Dobell, Howard Ashton y Charles Wheeler en la galería del anfiteatro, e incluso los aseos se decorarían lujosamente con diferentes estilos reflejados en sus nombres: sala Pompadour, sala constructores imperiales, sala universitaria, sala futurista, sala de mariposas y sala de pioneros.

—Klára y Ranjana se han ido de compras con Thomas y las gemelas —me anunció Robert, pasándome un plato.

Entrecrucé las manos a la espera de escuchar las buenas noticias de Robert. Se sentó y se contempló las palmas de las manos durante un minuto antes de mirarme a mí. De repente, noté la garganta seca.

—Me he puesto en contacto con los cines de la Greater Union y de Hoyts para tu película —me anunció—. Pero no están interesados.

Se me cayó el alma a los pies.

—¿Qué quieres decir?

Robert hizo una mueca.

—Stuart Doyle me ha dicho que
El Valle de la Esmeralda
es la mejor película del momento y que tú eres la mejor directora, pero...

—Pero no la distribuirá, ¿verdad? —Noté que mi voz se agudizaba—. ¿Por qué? ¿Tiene algo que ver con Freddy?

Me habría sentido decepcionada si hubiéramos conseguido celebrar el estreno en una sala de menor categoría que el Teatro Estatal, pero parecía como si no fuera a tener acceso a ninguna sala importante en absoluto.

Robert negó con la cabeza.

—No. Se debe a que es muda. Y ya nadie compra películas mudas. El público se ha vuelto loco por las películas sonoras. Eso es lo que quieren. La industria del cine mudo está muerta.

Intenté asimilar lo que Robert acababa de decirme, pero era demasiado difícil de creer.

—¡Pero no puede haberse muerto de la noche a la mañana! —protesté.

Robert frunció los labios.

—Sí, así ha sido, Adéla. Se acabó. Para siempre.

VEINTICINCO

El público acudió en tropel a ver aquellas nuevas películas. Eran una escapatoria a sus preocupaciones sobre la economía, que iba de mal en peor, y resultaba más barato ir a ver un musical ligero o una comedia en el cine que en el teatro.

La tecnología que incorporaba el sonido directamente a las películas fascinaba a Hugh. Me insistía para que fuera con él a ver cada nueva película sonora.

—Esta técnica tiene mucho mérito —afirmaba—. Si el sonido y la imagen van juntos en la misma cinta, no hay posibilidad de que alguno de los dos se desincronice.

—Pero el equipo es demasiado caro. ¿Cómo vamos a poder permitirnos rodar de nuevo
El Valle de la Esmeralda
como película sonora?

—Australia tendrá que seguir el modelo de Hollywood —me respondió, inclinándose para que Giallo pudiera pasarse de uno a otro de sus hombros—. Tenemos que organizarnos en estudios con producciones continuas y actores contratados.

En ese momento me acordé de una amiga de Mary que había hecho un drama ambientado en la alta sociedad y había conseguido que lo estrenaran en el Teatro Príncipe Eduardo. Le había costado toda su herencia, seis mil libras, y no había logrado recuperar ni un penique. Y, aun así, seis mil libras habían sido suficientes para producir una película dirigida por P. J. Ramster y protagonizada por Jessica Harcourt y Gaston Mervale. Nunca habría podido hacer tal cosa si hubiera tenido que rodarla con sonido. Pensé en todas las historias sencillas que se habían rodado con menos de mil libras. A partir de ahora eso sería imposible.

—De todas esas glamurosas películas de Hollywood que tanto te entusiasman, Hugh, ¿puedes decirme alguna que esté dirigida por una mujer?

Hugh lo pensó durante un instante y después negó con la cabeza.

«Nuestras historias se perderán», pensé. Sabía que mis días como directora de cine habían llegado a su fin. Anhelaba la belleza, suspiraba por ella. Estaba convencida de que no la descubriría en las películas producidas por los grandes estudios con directores chovinistas cuya principal preocupación era la mercantilización, no el arte. Recordé la primera vez que Klára y yo habíamos ido al cine con tío Ota y Ranjana.
Félix el gato
, animándose ante mis ojos, me había parecido pura magia. Lo que veía en las pantallas en aquella época no lo era. Los actores parecían tener voces artificiales a causa de las clases de dicción y sus actuaciones resultaban estáticas. En lugar de mostrarnos una historia, los productores ahorraban gastos haciendo que los actores la contaran.

—Echo de menos a Charlie Chaplin y sus divertidos números de mímica —me confió Klára un día que estábamos paseando a las gemelas—. Me divertía tratando de adivinar qué estarían pensando los actores. Era como leer un libro: podías rellenar los huecos con tu imaginación. Ahora las comedias se componen de chistes de una línea que se repiten una y otra vez, y la imaginación te la dan hecha.

—La tecnología mejorará y también el arte con ella —me aseguró Hugh cuando le relaté mi conversación con Klára—. Ahora todo el mundo está encandilado con las voces, pero encontrarán algún método para hacer que la cámara se pueda mover y entonces las imágenes volverán a cobrar importancia.

—Intentaré no tener prejuicios —le prometí—. Pero ahora debo pedirte otro favor más.

Hugh se apartó de mí con los ojos como platos cuando le anuncié que
El Valle de la Esmeralda
nunca sería una película sonora. Yo la había hecho para Freddy y no iba a dejarla pudrirse en un cajón junto con las demás películas mudas que se habían quedado obsoletas de la noche a la mañana.

—¿Y qué pretendes hacer? —me preguntó—. Los cines no la van a proyectar.

—Voy a hacer lo que los directores australianos llevan haciendo durante años y de lo que Freddy me protegió para que yo no me viera obligada a pasar por ello. Me voy a echar a la carretera con
El Valle de la Esmeralda
.

—Necesitaremos a otra persona para que nos ayude a fijar el equipo —me dijo Hugh cuando estábamos cargando el camión que llevaríamos en nuestro viaje por la costa sur.

Ranjana conduciría y Hugh haría de copiloto. Tío Ota y Esther venían conmigo en la camioneta del material. Thomas se quedaría en Sídney con Robert y Klára.

—¿Quieres que tío Ota vaya con vosotros? —le pregunté.

—No, necesitas que un hombre vaya contigo en la camioneta. Me refiero a Esther —respondió Hugh.

Arqueé las cejas. El camión ya era lo bastante pesado. Sería mejor que viajáramos más personas en la camioneta para evitar que el camión se atascara en las carreteras embarradas.

—Yo conduciré delante —le dije—. Así podrás verme. Necesitarás a alguien más fuerte para ayudarte con el equipo.

—Pero ¿y si nos separamos? —protestó Hugh.

Su voz adquirió un tono suplicante. Ranjana carraspeó ruidosamente. La miré. Puso los ojos en blanco.

—¡Oh! —exclamé, comprendiendo repentinamente la situación—. Muy bien, Hugh. Esther puede ir con vosotros.

Tío Ota y yo nos montamos en la camioneta mientras Ranjana arrancaba el camión.

—Menos mal que no actúas en tus propias películas —comentó tío Ota—. Serías una actriz terrible.

Miré hacia atrás y vi que Esther se estaba encaramando al camión del equipo. Hugh le ofreció la mano para ayudarla a subir. Ella la aceptó con cautela. La indiferencia de él ya la había herido anteriormente, así que no la culpé por tener dudas.

Las carreteras que conducían al sur eran difíciles de recorrer con vehículos motorizados. Muchas no eran más que senderos para caballos y carros. Las vías solían ser demasiado estrechas para la camioneta y el primer día de nuestro viaje nos quedamos atrapados dos veces. El segundo día presenciamos como un granjero se equivocaba al calcular la profundidad del vado de un río. Su camión se hundió como un peso muerto, pero gracias a la prontitud de tío Ota, que echó rápidamente una cuerda al conductor, este logró salvarse de que lo arrastrara la corriente río abajo. El tiempo que perdimos rescatando al granjero hizo que no lográramos alcanzar el pueblo antes del anochecer, así que nos invitó a acampar en sus terrenos.

Era noche de luna llena y a la luz de la fogata vi que Esther y Hugh intercambiaban una mirada cuando él le entregó a ella una taza de té. Los envidiaba por la dicha que sienten los enamorados.

Recordé que Esther se había mostrado insegura con Hugh el día anterior cuando él le había ofrecido la mano para subir al camión. La gente hace daño a los demás continuamente, incluso cuando los quieren. Especialmente cuando los quieren. Por lo general, se debe a que ellos mismos también están sufriendo. Cerré los ojos y por primera vez en mucho tiempo me permití el lujo de pensar en Philip. Desde que las películas sonoras se habían convertido en un factor importante para el destino de
El Valle de la Esmeralda
, había vuelto a leer los periódicos. En una ocasión había visto un artículo sobre el Servicio Médico Aéreo. Un pastor presbiteriano estaba tratando de recaudar fondos para un servicio en el que se pudiera trasladar en avión a los médicos a zonas remotas del Outback, allá donde fuera necesaria la asistencia médica. Contemplé la fotografía. Allí estaba Philip de pie junto al reverendo John Flynn. Noté el corazón henchido de orgullo. Me sentía feliz por él.

Abrí los ojos de nuevo y miré las estrellas. Recordé la noche en la que Philip y su padre habían venido a nuestra casa en Watsons Bay con su telescopio y cuando Philip me había gastado aquella broma para que yo creyera que él había adivinado cómo me gustaba el té.

—¿Por qué sonríes? —me preguntó Ranjana girándose hacia mí—. Puedo verte los dientes brillando en la oscuridad.

—Por nada. —No me había dado cuenta de que estaba sonriendo.

—Bueno, vamos a dormir —me dijo—. Mañana tenemos un largo día de carretera ante nosotros y hay que levantarse temprano.

Me tapé hasta la barbilla con la manta y me dejé invadir por el sueño, pensando todavía en Philip. Él había encontrado un objetivo con el que sentirse realizado, pero algo en la expresión de su rostro en aquella fotografía le daba un aire solitario.

La primera parada de nuestra gira era un pueblo al suroeste de Thirroul donde habíamos reservado la Escuela de Bellas Artes, un edificio destartalado que había sido erigido a principios de siglo. La temperatura era calurosa y el sol, que abrasaba el tejado metálico, me mareó mientras ayudaba a desembalar el equipo y a instalar los asientos. La sala tenía capacidad para doscientas personas y, dado que el responsable de espectáculos habitual del pueblo se había marchado de la zona para dirigir varias salas en Victoria, esperábamos una concurrida asistencia. Las películas sonoras todavía no habían llegado a la zona rural de Nueva Gales del Sur, así que les llevábamos algo de ventaja. Colocamos carteles por el pueblo y repartimos folletos en la calle principal, pero la noche del estreno se presentaron solamente tres hombres y dos mujeres y ninguno de ellos cruzó el umbral.

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