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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Septiembre zombie (2 page)

BOOK: Septiembre zombie
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—¿Vas a decir algo? —bufó un chico escuálido con una gorra de béisbol.

Michael intentó conservar la calma y no reaccionar, pero la forma en que temblaba el borde de sus notas mostraba su nerviosismo a toda la clase. Los sádicos adolescentes enseguida se cebaron en su evidente debilidad.

—El trabajo que realizamos en Carradine Computers es extremadamente variado e interesante —empezó, mintiendo descaradamente y con voz poco firme—. Somos responsables de...

—Señor... —dijo un chico desde el centro del aula, moviendo enérgicamente una mano en el aire y sonriendo.

—¿Qué?

—Creo que debería dejarlo ya. ¡Nadie está escuchando!

El resto de la clase, los que no estaban leyendo una revista, dibujando en los cuadernos o escuchando reproductores de mp3, empezaron a abuchear. Algunos ocultaron sus risas detrás de la mano, otros se echaron hacia atrás en las sillas y rieron en voz alta. Michael miró a la profesora en el fondo de la clase en busca de apoyo, pero en cuanto establecieron contacto visual, ella apartó la mirada.

—Como estaba diciendo —prosiguió, sin saber qué otra cosa hacer—, tenemos una amplia gama de clientes; desde pequeñas empresas unipersonales hasta corporaciones multinacionales. Les aconsejamos sobre las aplicaciones que deben utilizar, los sistemas que deben comprar y...

Otra interrupción, esta vez más física. Había estallado una pelea en uno de los rincones del aula. Un chico tenía agarrada la cabeza de otro en una llave.

—¡James Clyde, basta ya! —gritó la profesora—. Cualquiera podría pensar que no quieres escuchar al señor Collins.

Como si el comportamiento y la apatía de los estudiantes no fueran ya lo suficientemente malos, incluso la profesora se estaba poniendo sarcástica. De repente, la risa contenida estalló, y todo el aula se descontroló. Michael tiró sus notas sobre el escritorio y estaba a punto de irse cuando se dio cuenta de que una chica en el rincón más alejado del aula estaba tosiendo. Era un sonido doloroso que traspasó el caótico ruido del resto. Era mucho más que una tos ordinaria; sonaba como el grito penetrante de una tos horrible y rasposa, y parecía estarle desgarrando el interior de la garganta con cada dolorosa convulsión. Michael dio unos pasos hacia la chica y se quedó parado. Excepto por la tos asfixiada, el aula se había quedado en silencio. Contempló cómo la chica tiraba la cabeza hacia delante y regaba el pupitre y sus propias manos con hilos pegajosos y esputos de saliva sanguinolenta. Ella se lo quedó mirando con ojos aterrorizados y completamente abiertos. Se estaba asfixiando. Michael miró de nuevo a la profesora. Esta vez, ella le devolvió la mirada; en su rostro se reflejaba el temor y confusión. La mujer empezó a masajearse el cuello.

Un chico al otro lado del aula empezó a toser y a resollar. Consiguió incorporarse a medias, pero volvió a caer sobre la silla. Una chica justo detrás de él y a la derecha de Michael comenzó a llorar y después a toser. La profesora intentó levantarse, pero cayó de la silla y se golpeó contra el suelo... A los treinta segundos de haber empezado la primera chica, todos en el aula se estaban agarrando la garganta, luchando por respirar. Todos excepto Michael.

Aturdido por la sorpresa y sin saber qué hacer o adonde ir a buscar ayuda, Michael fue tambaleándose de espalda hacia la puerta del aula. Tropezó con la bolsa de un alumno y se agarró al pupitre más cercano para no caer. La mano de una chica cayó sobre la suya, y él la miró a la cara, mortalmente blanca excepto por los oscuros hilos de sangre carmesí que le bajaban por la barbilla y goteaban sobre el pupitre. Michael apartó la mano y abrió la puerta del aula. El ruido dentro del aula había sido terrible, pero fuera era incluso peor. Los gritos de agonía recorrían toda la escuela. Desde cada aula y desde lugares tan remotos como las salas de reuniones, los gimnasios, los talleres, las cocinas y las oficinas, el aire de la mañana se llenaba del horrible sonido de cientos de niños y adultos ahogándose y atragantándose hasta morir.

Para cuando Michael hubo recorrido todo el pasillo y hubo llegado a la mitad de la escalera que bajaba al vestíbulo principal, la escuela ya estaba en silencio. Un chico se hallaba derrumbado en el suelo al pie de la escalera. Michael se agachó a su lado y, con cuidado, fue a cogerle la mano, pero apartó la suya en cuanto le tocó la piel. La había notado húmeda y antinatural, casi como si fuera cuero mojado. Se obligó a superar el miedo, y volvió al chico sobre la espalda. Como los demás, tenía el rostro fantasmalmente blanco, y los labios y la barbilla manchados de sangre y babas. Michael se inclinó hacia él tanto como se atrevió y acercó la oreja a la boca, rezando por poder oír aunque fuera el más mínimo murmullo de respiración, deseando que el mundo, repentinamente en silencio, se volviera aún más silencioso. No sirvió de nada. Estaba muerto.

Michael salió al frío sol de septiembre y atravesó el patio vacío. Sólo una mirada al mundo devastado de más allá de las puertas de la escuela le bastó para darse cuenta de que fuera lo que fuese lo que había ocurrido dentro del edificio, también había sucedido fuera. Cuerpos caídos al azar cubrían las calles hasta donde le alcanzaba la vista.

No sabía qué hacer. Consideró sus opciones mientras andaba. ¿Volver al trabajo y ver qué había pasado con la gente allí? ¿Intentarlo en los hospitales y en las comisarías? Decidió dirigirse a casa, cambiarse de ropa y llenar una bolsa, después se adentraría en el centro de la ciudad. Él no podía ser el único que había quedado con vida.

3

Emma Mitchell se sentía deprimentemente enferma, helada y cansada. Esa mañana todo le representaba un esfuerzo. El resfriado que llevaba unos días amenazándola, la había pillado finalmente. Decidió saltarse las clases y quedarse en la cama. Había intentado estudiar durante un rato, pero se había dado por vencida al darse cuenta de que había empezado a leer cinco veces el mismo párrafo sin conseguir pasar de la tercera línea. Quiso prepararse algo para comer, pero no pudo encontrar nada comestible. Su maldita compañera de piso había vuelto a cogerle sus cosas. Decidió que tendría que volver a hablar con ella en cuanto regresara esa noche. Lo último que Emma le apetecía hacer era salir, pero no tenía otra alternativa. Se puso encima todas las capas de ropa que pudo y se arrastró hasta la tienda al final de Maple Street.

En la tienda del señor Rashid sólo había dos clientes más. Emma iba a lo suyo, regateando consigo misma e intentando justificarse el gasto de unos peniques más en su marca favorita de salsa para los espaguetis, cuando un anciano se le tiró encima. Emma lo apartó, pero él se volvió a acercar, y entonces ella se dio cuenta de que el hombre estaba tratando de respirar. Pensó que quizá estuviera sufriendo un ataque de asma o algo parecido, pero con sólo unos trimestres de una carrera de medicina de cinco años, no podía estar segura. El hombre tenía el rostro de un color gris blancuzco y se agarraba a ella con tal fuerza que Emma dejó caer su cesta de la compra e intentó apartarle los huesudos dedos de su brazo.

Otro ruido a su espalda hizo que Emma mirase hacia atrás. El otro cliente se había desplomado de cara sobre un expositor, lanzando barras de pan, fruta fresca y latas de conserva ruidosamente contra el suelo. Yacía de espalda en medio del pasillo, tosiendo, agarrándose la garganta y retorciéndose de dolor.

Emma sintió cómo se aflojaba la presa de su brazo y se volvió para mirar al anciano. Lágrimas de un dolor y un miedo inexplicables le corrían por las curtidas mejillas mientras trataba de respirar. A medida que desaparecía la conmoción y la sorpresa, su formación empezó a tomar el control; se inclinó sobre el anciano e intentó aflojarle el cuello de la camisa y tenderlo en el suelo. Se detuvo cuando le vio la sangre dentro de la boca, grande y sin dientes. Él se inclinó hacia delante y la escupió en el suelo, salpicando a Emma en los pies. Al hombre le fallaron las piernas y se derrumbó sobre el suelo, temblando y convulsionándose.

Emma corrió hacia la parte trasera de la tienda para buscar al señor Rashid y llamar pidiendo ayuda. Lo encontró tendido en el umbral de la puerta del almacén, casi sin vida. Su esposa se había desplomado en la cocina. El grifo seguía abierto, y la fregadera estaba rebosando; el agua manchada de sangre estaba formando un charco alrededor de la pálida cara de la esposa. Cuando Emma regresó a la tienda, los dos hombres que había dejado allí estaban muertos.

En la calle había cuerpos por todas partes. Emma salió tambaleándose y se protegió los ojos del sol cegador. Cientos de personas habían caído a su alrededor. Todas se habían asfixiado. Todos los rostros que veía eran de color ceniza; los labios de cada uno de ellos estaban ensangrentados y rojos.

Más adelante, en el cruce entre la calle principal y Maple Street, la calzada estaba cubierta de un enorme amasijo de coches empotrados los unos contra los otros. Nada se movía. Todo estaba en silencio, excepto los semáforos, que seguían funcionando con su rutina de rojo, ámbar y verde, y vuelta a empezar.

Emma comenzó a andar hacia su casa, al principio despacio pero cada vez con mayor velocidad, pasando por encima de los cadáveres como si no fueran más que basura caída en el suelo. No se permitió pensar sobre lo que había ocurrido, sabiendo que, quizá, no iba a ser capaz de encontrar ninguna respuesta o ni siquiera a nadie vivo para preguntarle. Llegó al piso y cerró la puerta a su espalda. Entró en su habitación, corrió las cortinas a la pesadilla del exterior, se volvió a meter en la cama y se tapó la cabeza con las sábanas.

4

Hacia las once de una mañana fría, soleada y, en cualquier otro sentido, ordinaria de un martes del mes de septiembre, más del noventa y nueve por ciento de la población estaba muerta.

Stuart Jeffries regresaba a casa después de una conferencia de trabajo cuando todo empezó. Había salido del hotel en la frontera escocesa al amanecer con la intención de estar en casa a media tarde. Se había tomado los siguientes tres días de vacaciones y tenía pensado tirarse en el sofá y hacer lo mínimo posible durante todo el tiempo que pudiera.

Conducir a lo largo de casi toda la extensión del país significaba repostar el coche más de una vez. Había pasado ante numerosas gasolineras en la autopista, pero había decidido que esperaría hasta llegar al siguiente pueblo para conseguir combustible. Como hombre inteligente, Jeffries sabía que cuanto más barata consiguiera la gasolina, mayor beneficio obtendría cuando pasase la nota de los gastos. Northwich era el pueblo más cercano y fue allí donde, en unos segundos, una mañana relativamente normal se convirtió en extraordinaria. A su alrededor, un tráfico intenso pero bastante ordenado se fue convirtiendo en un completo caos a medida que la infección avanzaba por el aire. Cuando los primeros coches alrededor perdieron el control, se asustó y, tratando desesperadamente de evitar que chocasen con él, tomó la primera calle que lo alejaba de la vía principal, seguido por un inmediato giro a la derecha, que lo había llevado a un aparcamiento prácticamente vacío. Detuvo el coche, y bajó y subió corriendo un terraplén enfangado. A través de una verja de metal contempló impotente cómo a su alrededor el mundo se hacía pedazos en un período de tiempo imposiblemente corto. Contempló cómo un número incontable de personas se desplomaban sobre el suelo sin previo aviso, sufriendo después la más espantosa muerte por asfixia imaginable.

Jeffries pasó las siguientes horas aterrorizado dentro de su coche, con las ventanillas subidas y las puertas bloqueadas con el seguro. El coche no le era familiar, porque se lo habían entregado en el hotel a última hora de la tarde anterior, pero, con la súbita locura y desorientación en la que se había visto inmerso, en ese momento le parecía el lugar más seguro del mundo.

La radio estaba muerta y nadie contestaba al teléfono. El depósito de gasolina estaba casi vacío, y él se encontraba a más de cuatrocientos kilómetros de su casa. Completamente solo, náufrago en un pueblo desconocido, rodeado de cadáveres y paralizado por el miedo y la incertidumbre, en esas primeras horas había estado demasiado asustado incluso para moverse. Lo que había presenciado no tenía precedentes; era terrorífico e inexplicable.

La vejiga de Jeffries le forzó a la acción. Después de estar sentado en el coche durante lo que le pareció una eternidad, finalmente no pudo seguir aguantando. Salió del coche tropezando e inmediatamente le golpeó el frío glacial de un día de finales de septiembre. ¿Realmente había ocurrido todo aquello? Con los ojos alerta, se detuvo y orinó frente a un árbol; después regresó andando lentamente hacia la calle principal, sin parar de inspeccionar la devastación que le rodeaba. Nada se había movido. Los coches seguían inmóviles, llenando la calzada; algunos habían colisionado, otros simplemente se habían parado. El pavimento, húmedo y sucio, seguía cubierto de cuerpos sin vida. El único sonido procedía del penetrante viento otoñal, que soplaba entre los árboles a ambos lados de la calle y lo dejaba helado hasta los huesos. Aparte de los cadáveres que estaban atrapados en la maraña de hierros de los coches colisionados, no parecía existir ninguna razón para las otras muertes. El cuerpo más cercano a Jeffries era el de una anciana. Parecía que simplemente se había caído al suelo: en un instante viva, al siguiente muerta. Seguía teniendo el asa del carrito de la compra fuertemente agarrado con una de sus manos enguantadas.

Stuart pensó en gritar pidiendo ayuda. Se llevó las manos a la boca para hacer bocina, pero se detuvo. El mundo estaba tan inquietantemente silencioso, y él se sentía tan expuesto y tan fuera de lugar que no se atrevió a hacer ningún ruido. En el fondo de su mente tenía un auténtico miedo de que, si gritaba, su voz llamaría la atención sobre su posición. Aunque no parecía que hubiera quedado nadie para oírle, en su estado vulnerable y cada vez más nervioso, empezó a convencerse a sí mismo de que hacer cualquier ruido atraería a lo que fuera que había destruido al resto de la población de regreso para destruirlo a él. Quizás fuera pura paranoia, pero lo que había ocurrido ese día era tan ilógico e inesperado que no iba a correr ningún riesgo. Frustrado y asustado, volvió al coche.

En el extremo más alejado del aparcamiento, oculto a primera vista por los enormes árboles, se encontraba el Centro Comunitario Whitchurch. Bautizado así en honor de un dignatario local largamente olvidado, se trataba de un edificio gris y destartalado que había sido construido (y, al parecer, arreglado por última vez) a finales de la década de los cincuenta. Jeffries caminó con precaución hasta la entrada del centro y miró a través de la puerta medio abierta. Nervioso, la abrió del todo y dio unos cautelosos pasos hacia el interior. Esa vez gritó, al principio sin levantar mucho la voz, pero no hubo respuesta.

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