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Authors: David Moody

Tags: #Terror

Septiembre zombie (7 page)

BOOK: Septiembre zombie
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—No pasa nada —suspiró al acercarse el otro hombre—. He salido para estar solo un rato.

—¿Quieres que vuelva adentro? —preguntó Michael incómodo, sintiendo que no era bienvenido—. Si quieres que me vaya, me...

Carl negó lentamente con la cabeza.

—No, está bien.

Michael se alegró de oír que no era un intruso, aunque no estaba totalmente convencido de que en realidad fuera bienvenido, y se acercó a Carl, que se encontraba en el borde del tejado.

—¿Qué demonios está pasando, colega? —preguntó.

—No lo sé.

—Dios santo, es lo rápido que ha pasado esto. Hace unos días todo era normal, y ahora...

—Lo sé —suspiró Carl—. Lo sé.

Los dos hombres se quedaron en silencio y observaron la devastación que les rodeaba. ¿Cómo podía estar ocurriendo aquello?

—Casi los envidio, ¿no crees? —dijo Carl en voz baja.

—¿A quién?

—A los muertos que aún yacen en el suelo. Los que no se han levantado. No puedo dejar de pensar lo fácil que habría sido estar...

—Eso es una estupidez.

—¿Lo es?

En el tenso silencio que siguió, Carl pensó en sus palabras y en el reproche de Michael. Maldita fuera, de repente había sonado de lo más débil y derrotista. Pero ¿por qué no?, pensó. ¿Por qué no tendría que estar así? Su vida estaba patas arriba y lo había perdido todo. No sólo las cosas que había tenido, sino absolutamente todo. Y cuando pensaba en las pobres Sarah y Gemma, yaciendo juntas y muertas en su cama en casa, el dolor que sentía se volvía muchísimo peor. Pero ¿seguirán allí tendidas? ¿O se habrán visto afectadas por ese nuevo cambio? La idea del cadáver vacío de su preciosa niñita andando sola y sin rumbo a través de las oscuras calles le resultaba insoportable. Intentó ocultar las lágrimas que le caían por el cansado rostro, pero no lo consiguió.

—Ánimo, colega.

—Estoy bien —replicó Carl, aunque resultaba evidente que no lo estaba.

—¿Seguro?

Carl lo miró a la cara. Estaba a punto de contestar con un educado «estoy bien», pero se detuvo. No tenía sentido seguir ocultado la verdad.

—No —admitió—. No, tío, no estoy bien...

De repente, incapaz de pronunciar ni una palabra más, se encontró sollozando desconsoladamente.

—Yo tampoco —admitió Michael mientras se secaba sus propias lágrimas de desesperación y dolor.

Los dos hombres se sentaron en el borde del tejado, con los pies colgando por la pared del edificio. Michael se pasó los dedos por el cabello enmarañado. Lo notó sucio. Hubiera dado cualquier cosa por poder relajarse en un baño caliente o en la ducha y después pasar una noche en una cama confortable. O incluso en una cama incómoda. Cualquier cosa mejor que el frío suelo de ese edificio en ruinas o un duro banco de madera.

—¿Sabes lo que necesitamos? —preguntó.

—Se me ocurren un millón de cosas —contestó Carl.

—Olvida todo lo práctico y evidente durante un segundo, ¿sabes lo que necesito más que nada?

Carl se encogió de hombros.

—No, ¿qué?

Michael hizo una pausa, se tumbó de espaldas sobre el asfalto del tejado y puso las manos tras la cabeza.

—Un trago. Necesito una puta borrachera. Necesito beber tanto que no pueda recordar ni mi propio nombre y mucho menos cualquier otra cosa.

—Por allí hay una licorería —dijo Carl, con una media sonrisa y apuntando al otro lado de la calle principal—. ¿Te apetece dar un paseo?

Bajó la mirada hacia Michael, que negó con la cabeza.

—No.

—¡Dios santo, míralo! —exclamó Carl de repente.

Michael se sentó.

—¿A quién?

—A ése de ahí —contestó Carl, señalando en dirección a un cuerpo solitario que avanzaba trastabillando por la calle principal.

El oscuro cadáver había sido en su momento un hombre, quizá de un metro ochenta de altura y probablemente entre los veinticinco y los treinta años. Caminaba de forma extraña con un pie en el bordillo mientras arrastraba el otro por el canal de desagüe de la calzada. Fue directamente hacia la parte trasera de un coche accidentado.

—¿Qué pasa con él?

Carl se encogió de hombros.

—Sólo mira como está. Podrías ser tú o yo; podríamos serlo.

—Sí, pero no lo somos —bostezó Michael, a punto de tenderse de nuevo.

—Y allí hay otro. ¿Ves aquel en la papelería?

Michael entrecerró los ojos para ver mejor.

—¿Dónde?

—La papelería con la señal roja. Entre el bar y el garaje...

—Oh, sí, lo veo.

Los dos hombres se quedaron mirando el cuerpo, que estaba atrapado dentro de la tienda. Un expositor había caído a su espalda, lo que le bloqueaba cualquier movimiento hacia atrás, y otro cadáver impedía que la puerta se abriera hacia fuera. El cuerpo se iba hacia delante y hacia atrás sin parar, tambaleándose.

—No tiene ni la más remota idea de lo que está pasando, ¿verdad? La conclusión lógica sería que al final se rendirá —comentó Carl.

—Se está moviendo por el solo hecho de hacerlo. No sabe cómo o por qué lo hace.

—¿Y durante cuánto tiempo van a seguir moviéndose? Maldita sea, ¿cuándo se detendrán?

—Quizá no lo hagan. No existe ninguna razón para parar, ¿no? Ya no captan absolutamente nada. Ven aquí, mira esto.

Michael se levantó y miró alrededor. Se acercó hasta donde el tejado inclinado del cuerpo principal del edificio se encontraba con la parte plana, y allí cogió una teja de pizarra. Carl le contempló con curiosidad mientras Michael regresaba hasta el borde.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—Mira —contestó Michael en voz baja.

Esperó durante unos segundos hasta que uno de los cuerpos andantes estuvo a tiro. Entonces, después de apuntar con cuidado, le lanzó la teja al cadáver tambaleante. Con sorprendente puntería le dio en la parte baja de la espalda. El cuerpo se balanceó durante unos instantes, pero siguió adelante sin prestar atención.

—¿Por qué lo has hecho? —preguntó Carl.

Michael se encogió de hombros.

—Sólo para comprobarlo, supongo.

—¿Comprobar qué? ¿Que tienes buena puntería?

—Que no reaccionan. No funcionan como tú o como yo, sólo existen.

—¿Así que crees que fue un virus lo que les ha hecho esto? —preguntó Carl—. Parece que eso es lo que cree Emma. ¿O crees que fue...?

—No lo sé y no me importa.

—¿Qué quieres decir con que no te importa?

—¿Qué diferencia hay? Lo que ha ocurrido, ha ocurrido. Es como el viejo chiste, ¿no? Si te atropella un coche, ¿importa de qué color sea?

—Supongo que no.

—No importa qué ha provocado todo esto. Lo que está hecho, hecho está, y no veo la necesidad de perder el tiempo con teorías y explicaciones de mierda cuando ninguna de ellas va a hacer que la situación cambie lo más mínimo. Lo único sobre lo que tenemos influencia y control en estos momentos es sobre lo que vamos a hacer mañana.

—¿Y qué vamos a hacer mañana?

—¡No tengo ni la más remota idea! —rió Michael.

Empezó a llover. Primero cayeron unas cuantas gotas aisladas, pero en menos de un minuto se convirtió en un chaparrón casi monzónico. Carl y Michael se apresuraron a pasar por la claraboya y bajar a la sala.

—Va bien salir de vez en cuando, ¿verdad? —comentó Carl sarcástico.

—En eso tienes mucha razón, colega —replicó Michael, intentando hacerse oír por encima del ruido de la lluvia sobre el tejado plano.

—¿Qué?

—Que tienes razón. Creo que nos irá bien salir. ¿Todavía sigues pensando en los cuerpos?

—Dios santo, no he pensado en mucho más...

Michael movió la cabeza.

—No, ¿has llegado a pensar en lo que va a ocurrir cuando empiecen a descomponerse? ¡Dios santo! El aire va a estar lleno de todo tipo de gérmenes.

—No hay mucho que podamos hacer para evitarlo, ¿no te parece? —repuso Carl.

—Lo único que podemos hacer es jodernos, pero podríamos salir de aquí.

—¿Para ir adonde? En todas partes será como aquí, ¿no?

—Quizá sí. Quizá no.

—Entonces, ¿qué ganaríamos con irnos? —preguntó Carl.

Carl veía cada vez más claro que Michael había estado pensando lógicamente sobre su posición mucho más que todo el resto de grupo junto.

—Piénsalo. Estamos en el extrarradio de una ciudad. Hay cientos de miles de cuerpos alrededor.

—Y...

—Y creo que nos tendríamos que dirigir al campo. Menos cuerpos significan menos probabilidades de enfermar. Es muy posible que no estemos totalmente seguros en ninguna parte, pero creo que deberíamos intentarlo y mejorar nuestras oportunidades. Deberíamos empaquetar e irnos en cuanto podamos.

—¿De verdad estás pensando en marcharte?

—Me iría esta noche si estuviera preparado.

11

Todos los miembros del fragmentado grupo habían alcanzado nuevas cotas de agotamiento emocional y mental, pero aun así casi nadie podía dormir. El creciente cansancio provocaba que las personas, asustadas y desesperadas, se sintieran aún más asustadas y desesperadas a cada momento. La sala sólo estaba iluminada por unas pálidas lámparas de gas y una extraña linterna, y la falta de luz parecía acrecentar la desorientación y el miedo. Hacia medianoche, la tensión y la frustración habían hecho mella hasta en los miembros más plácidos del grupo y el ambiente era explosivo.

Jenny Hall, que había visto morir a su bebé de tres meses en sus brazos el martes por la mañana, había dicho algo que había encendido a Stuart Jeffries, por lo general tranquilo y reservado.

—Jodida bruja estúpida —le había gritado con la cara pegada a la de ella—, ¿qué te da derecho a criticar? Tú no eres la única que lo está pasando mal. Dios santo, todos estamos aquí en el mismo puto barco...

Con manos temblorosas, Jenny se secó las lágrimas que le corrían por la cara. Temblaba de miedo.

—Yo no quería... —tartamudeó—. Sólo intentaba...

—¡Cierra la boca! —gritó Stuart; la agarró por los brazos y la empujó contra la pared—. ¡Sólo cierra la puta boca!

Durante un segundo, Michael se quedó parado mirando, aturdido e incapaz de comprender lo que estaba viendo. Un aullido de miedo y dolor por parte de Jenny le sacó de su estupor.

Agarró a Stuart y lo apartó de Jenny, que se deslizó por la pared hasta derrumbarse en el suelo sollozando.

—¿Qué demonios está pasando?

Stuart no contestó. Estaba mirando al suelo, con el rostro enrojecido. Tenía los puños fuertemente apretados, y temblaba de rabia.

—¿Qué problema hay? —volvió a preguntar Michael.

Stuart seguía sin moverse.

—No somos lo suficientemente buenos para ella —respondió al fin.

—¿Qué?

—Esa puta... cree que es alguien especial, ¿verdad? Cree que está por encima del resto de nosotros. —Levantó la mirada y apuntó a Jenny—. Se cree que es la única que lo ha perdido todo.

—Lo que dices no tiene sentido —replicó Michael—. ¿De qué estás hablando?

Stuart no pudo, o no quiso, contestar. Lágrimas de frustración le brotaban de los cansados ojos. Para que Michael no viera que le podían sus emociones, se levantó y salió corriendo de la sala dando un portazo.

—¿De qué iba todo esto? —preguntó Emma al pasar junto a Michael de camino adonde se encontraba Jenny, tendida en el suelo hecha un ovillo. Se agachó a su lado y le pasó el brazo por los hombros—. Ánimo —le susurró, besándola suavemente en la coronilla—, todo irá bien.

—¿Que todo irá bien? —sollozó—. ¿Cómo puedes decir que todo irá bien? Después de lo que ha pasado, ¿cómo puede ir todo bien?

Kate James se sentó a su lado. Acunando a Jenny en sus brazos, Emma se giró hacia ella.

—¿Has visto lo que ha ocurrido? —le preguntó.

—En realidad, no —contestó Kate—. Estaban hablando. Sólo me di cuenta de que algo iba mal cuando Stuart empezó a gritar. Estaba bien, hablando con calma y normalidad, y de repente explotó.

—¿Por qué?

Kate se encogió de hombros.

—Me parece que ella le dijo que no le gustaba la sopa.

—¿Qué? —preguntó Emma incrédula.

—Que no le gustaba la sopa que él había preparado —repitió Kate—. Estoy segura de que eso fue todo.

—Maldita sea —suspiró Emma, moviendo la cabeza con resignación.

Carl entró en la sala con Jack Baynham. No había dado más de dos o tres pasos cuando se detuvo; había captado que algo iba mal.

—¿Qué ocurre? —preguntó demasiado asustado para querer oír la respuesta. Debía de haber ocurrido algo terrible.

Michael movió la cabeza.

—No es nada —contestó—. Ya está solucionado.

Carl miró a Emma, que seguía en el suelo abrazando a Jenny. Era evidente que había pasado algo, pero, fuera lo que fuese, había quedado confinado al interior de la sala y ya parecía resuelto, así que decidió no seguir preguntando. No se quería ver implicado. Podía ser egoísta e insensible por su parte, pero no quería saberlo. Ya tenía suficiente con sus propios problemas como para verse envuelto en los de los demás. Michael pensaba lo mismo, pero él no podía desconectar con la misma facilidad que Carl. Cuando oyó más sollozos en otro rincón de la sala, instintivamente fue a investigar. Descubrió que las lágrimas procedían de Annie Nelson y Jessica Short, dos de las supervivientes de más edad. Las dos señoras estaban envueltas en la misma sábana, abrazadas con fuerza y haciendo lo posible para contener los sollozos y dejar de llamar la atención. Michael se sentó a su lado.

—¿Estáis bien? —preguntó. Una cuestión sin sentido, pero no se le ocurrió nada más que decir.

Annie sonrió durante un brevísimo instante, asintió con la cabeza e intentó poner una expresión de firmeza. Se limpió una lágrima solitaria que le bajaba con rapidez por la ajada mejilla.

—Estamos bien, gracias —contestó, con una voz fina y frágil.

—¿Os puedo traer algo?

Annie negó con la cabeza.

—No, estamos bien —respondió—. Creo que vamos a intentar dormir un poco.

Michael sonrió y puso la mano sobre las de ellas. Trató de que no se le notase la preocupación, pero las manos de las mujeres tenían un tacto desconcertantemente frío y frágil. Sintió pena por ambas. No se habían separado desde que llegaron a la sala. Jessica, según se había podido enterar, era una viuda acomodada que había vivido en una gran casa en uno de los barrios más exclusivos de Northwich. Annie, por el otro lado, le había explicado que había vivido toda su vida en la misma casita adosada de dos habitaciones. Había nacido allí y, como no había tardado en contarle, tenía la intención de pasar allí el resto de sus días. Cuando las cosas volvieran a la normalidad, le había explicado con toda inocencia, regresaría directamente a casa. Incluso había invitado a Jessica a tomar el té una tarde. Sería agradable seguir en contacto una vez que se hubiera arreglado todo.

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