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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (2 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Que si era buen polvo o se desconcentraba, si lo tenía grande o pequeño, si era veloz o demorado, que cuántos en la noche, que si se quedaba dormido luego del primero o se ponía a fumar después, que si se quitaba toda la ropa o lo hacía con las medias y la camisa puestas, que si acariciaba o iba directo al grano, que si era cariñoso o brusco, que si sabía muchas posiciones o sólo las dos convencionales, que si la hizo bajar o le había bajado a ella, que si usaba condón o lo sacaba antes de venirse y que si gritaba duro, pasito o no gritaba. Paola respondió algunas de las preguntas y Yésica el resto.

Catalina grabó en su memoria la conversación sin entender algunos puntos y se marchó de la reunión, cabizbaja y sin despedirse. Yésica les explicó a sus otras tres amigas que esa depresión se le pasaría cuando supiera lo que era bueno. Pero no se refería al sexo sino al dinero. Las tres entendieron, muertas de risa, la premonición y se quedaron planeando con su patrona la próxima salida.

Al día siguiente y atendiendo el consejo de mejorar físicamente mientras conseguía el dinero para agrandarse el busto, el reloj despertador de la casa de Catalina, dentro del cual una gallina daba picotazos a la nada, sonó con estruendo a las cinco en punto de la mañana. Doña Hilda quedó sentada de un brinco y su hermano Bayron se tapó la cabeza con una almohada alegando con la voz enredada por el letargo:

—Deje dormir piroba. —Fue lo único que atinó a decir, antes de lanzar sobre el despertador una botella de cerveza a medio consumir que se encontraba ladeada en su mesita de noche, sin lámpara, donde no cabía un papel ni una colilla de cigarrillo ni un cachivache más. El reloj cayó al suelo estrepitosamente y al revés, pero la gallina siguió dando picotazos, ahora hacia arriba, pero igual: comiendo nada.

—Bayron, usted me paga el reloj, ¡o no respondo! —le gritó Catalina llorando de rabia, pero él se defendió con rudeza:

—Quién la manda a poner a cantar ese puto gallo tan temprano, malparida.

Y mientras Catalina recogía y trasladaba los vidrios del reloj y de la botella, en medio de lágrimas de rabia y de pesar, su mamá buscaba la manera de entenderla:

—¿Para dónde es que se va a estas horas, mija, si ni siquiera ha salido el sol, ah?

—A trotar mamá. ¡Necesito hacer ejercicio! —Respondió a oscuras ocultando su llanto.

La mamá pensó decirle que el ejercicio no servía para nada porque, con seguridad en unos meses quedaba embarazada y se le dañaba el cuerpo tal como le sucedió a la hija de una amiga suya, pero se abstuvo de hacerlo por no darle más alas y prefirió callar.

Cinco minutos más tarde, con una sudadera gris ceñida al cuerpo y un tinto frío dentro de su estómago, Catalina se encontraba trotando por la avenida 30 de agosto rumbo al aeropuerto de Pereira, cuyos alrededores escogió como meta.

Al llegar, cuando el sol asomaba sus primeros rayos y las aves del zoológico entonaban su acostumbrada algarabía sin motivo, Catalina vio despegar un avión inmenso, recostó su frente contra la malla que separaba la pista de la carretera y se puso a soñar. Se imaginó dentro del avión, sentada en las piernas de «El Titi», con sus tetas de silicona tres tallas más grandes que las actuales y bebiendo whisky en medio de las carcajadas de Yésica y la mirada envidiosa de Paola, no obstante que ella disfrutaba de los besos no menos lujuriosos de «Clavijo», un mafiosito de categoría tres, igual a la de «El Titi», pero 45 kilos más gordo que él.

Cuando despertó, gracias al bramido imponente de un «Ligre», el hijo de una leona inseminada por un tigre, otro avión aterrizaba y por algún motivo, que nunca comprendió, pensó que el piloto de la aeronave se había devuelto a recogerla para que pudiera cumplir su sueño.

Con agilidad mental comprendió que se estaba apendejando y empezó a trotar a la inversa rumbo a su casa donde a esa hora doña Hilda le limpiaba la sangre del pie a Bayron luego de recoger los vidrios de la botella de cerveza que él mismo estrelló contra el reloj de la incansable gallina.

—Hasta donde vinieron a dar esos vidrios, cucha —dedujo Bayron con cizaña y rencor. Al llegar a la cuadra, después de correr más de 8 kilómetros, Catalina observó que Vanessa y Ximena descendían de una camioneta 4X4 de vidrios oscuros que arrancó rauda no sin antes hacer rechinar las llantas contra el pavimento. Las dos lucían ebrias y a juntas se les notaba en la cara el cansancio de una noche sin tregua al ritmo de la música, la droga, el trago y las insaciables pretensiones sexuales de «El Titi» y de Clavijo.

—¿Oiga hermana y usted qué hace despierta a esta hora? —preguntó una de las dos a Catalina quien se puso de nuevo de espalda a su casa para poder responder con una mentira.

—Voy a comprar lo del desayuno.

—Tenga para que compre un pan bien grande y se lo lleve al Bayron. —Le dijo Ximena mientras desenrollaba un fajo de billetes y concluyó, antes de entrar a su casa, casi arrastrando los tacones desgastados de sus botas de cuero fino:

—Dígale a su hermano que de parte mía y que lo quiero mucho.

—Fresca, yo le digo. —Aseguró Catalina pensando en quedarse con la mitad del pan y con el billete completo.

Las dos amigas de Catalina, que meses atrás compartieron el mismo salón de clases en el «Porfirio Díaz» desaparecieron dejando en el ambiente un olor a licor revuelto con tristeza. Catalina las recordó entonces brincando con sus faldas de cuadros azules y blancos al compás de una canción que mencionaba caballitos de dos en dos levantando las patas y diciendo adiós. Sintió dolor y se cuestionó:

—Dios mío, ¿esta es la vida que quiero?

Miró el billete de 10 mil pesos que le regaló Ximena y luego clavó su mirada en sus tetas para decidir sin mayor discernimiento ni cargo de conciencia:

—A lo bien que sí, esta es la vida que quiero —se dijo a sí misma, abandonó la recordadera y mató de un tajo los remordimientos que la empezaban a cuestionar para luego entrar a su casa que ya había perdido el silencio a manos de un grupo de rock pesado que se quería salir por los bailes de la grabadora de Bayron.

—¡Qué pan ni qué hijueputas! Mejor déme el billete que me hace más falta para las bichas. —Le dijo Bayron arrebatándole el dinero.

—¡No señor! —Gritó ella recuperando el dinero. —Ximena dijo que era para un pan y, además, no me dijo que le diera el cambio.

—¡Ve esta tan agalluda! —Le gritó rapándole el billete por segunda vez y guardándolo luego entre sus calzoncillos.

—Mejor ábrase y si quiere billete, pues levántese un man con plata que nos dé a los dos…

Desde la cocina Hilda repostó enfadada:

—Bayron qué cosas le está metiendo a la niña en la cabeza, ¿ah?

—Nada cucha, le estoy aconsejando que no se vaya a meter con ningún «chichipato» de la cuadra, después resulta embarazada y me toca levantar al man por faltón.

Catalina lo miró con odio reprimido y se propuso guardar el consejo de su hermano en un desordenado cajón que tenía en su mente.

Cuatro semanas más tarde, cuando los músculos de las piernas de Catalina se notaban endurecidos, el vientre aplanado, la cola se consolidaba como un par de lindas pelotas de Voleibol y las caderas adquirían carnosidad y movimiento propio, Albeiro se apareció en el Colegio y la esperó hasta que salió de clases. Al verla tan radiante no pudo menos que abandonar su cascarón de hombre frío y tímido para ahondarse en las aguas de la adulación:

¡Mi amor cómo estás de linda! —Le dijo entrecerrando los ojos, perdido de razón y loco de contento al suponer que ella estaba mejorando para él.

—Para que vea. —Respondió ella con vanidad al tiempo que, con un movimiento de cabeza, echaba parte de su abundante cabellera lacia y negra hacia su espalda.

—Estás muy mamacita. —Complementó Albeiro haciéndola subir al cielo para ponerla en el infierno, un segundo después, con una reflexión lapidaria y mal pensada de la que habría de arrepentirse el resto de su vida:

—Mi amor, si no fuera porque a vos te falta un poquito más de busto, te aseguro que serías la reina de Pereira. Catalina lo miró aterrada, entreabriendo la boca, frunciendo el ceño. Un viento helado le congeló la sangre y recorrió su cuerpo con sevicia. El desparpajo y la inclemencia del fallido piropo estimularon su pesimismo y minaron su autoestima por lo que las lágrimas afloraron sin esfuerzo y el resorte de sus piernas se disparó irremediablemente. Herida de muerte y sin mediar palabra, Catalina se echó a correr cuesta abajo por la empinada calle en cuya cima está constando el colegio Porfirio Díaz, donde cursaba su tercer año de bachillerato al lado de otras 15 niñas y 18 varones de su edad, muchos de ellos cambiando de voz.

Luego de perseguirla durante dos cuadras y media, con el corazón a punto de infarto y la garganta reseca, Albeiro logró darle alcance. El rostro de su amada estaba inundado en lágrimas, como recién sacado de una piscina. El jamás se imaginó que su inocente apreciación le fuera a causar semejante daño a la niña de sus ojos. Porque Catalina era la niña de sus ojos. La amaba tanto que vivía por ella, respiraba imaginando su imagen, cantaba las canciones que a ella le gustaban, bailaba con ella en sus sueños y repetía, a menudo la escena de los dos correteando por un sendero de grama podada a uno de los dos hijos que pensaban tener. Por eso trabajaba sin descanso, sin otro objetivo que forjarle un futuro decente, en una fábrica que confeccionaba e imprimía banderas y cachuchas del Deportivo Pereira y otros equipos de fútbol. Mercancía que él mismo salía a vender los domingos en los alrededores del estadio en compañía de sus hermanos y de su madre luego de enfrentarse a piedra y a madrazos con la policía y los hinchas que muchas veces se rehusaban a pagarle.

De haber sabido que sus palabras la herirían tanto, con seguridad Albeiro se las hubiera tragado envueltas en un alambre de púas. Por eso se esmeró lo suficiente para contentarla, explicándole que no quiso decir eso. Pero ella le replicaba que ya lo había dicho y empezaron a discutir sobre lo mismo hasta que llegaron a la casa.

En el antejardín de enfrente encontró reunidas a Yésica, Paola, Ximena y Vanessa. Las cuatro reían a carcajadas tratando de que el peso de sus tetas postizas no les doblara el cuerpo. Contaban historias del fin de semana reciente al lado de sus pretendientes de la mafia y, de vez en cuando, miraban discutir a Catalina con Albeiro a quien tildaban de bobo, varado y nada interesante.

Mientras Catalina le reprochaba a Albeiro el insulto y mientras él seguía defendiéndose con ímpetu tratando de minimizar sus infortunadas palabras, la sentida novia miraba de reojo a sus amigas queriendo correr hacia ellas a escuchar sus historias, sobre todo las de Yésica, quien a pesar de sus 15 años, era tan recorrida en el mundo y sabía tanto de los mayores que ya contaba con una experiencia tan vasta como la que podían alcanzar diez hombres juntos, de los más vagabundos incluso.

Decía que la fantasía de todo hombre era estar con dos mujeres al tiempo; que a los hombres les daba pena que otro hombre les mirara la cola por lo que hacer orgías con ellos no era fácil. Que los hombres se enloquecían por los pubis teñidos de rubio y que algunos pensaban, ingenuamente, que ese era su color natural desde el nacimiento. Que los hombres, todos, sin excepción alguna, especialmente los narcos, los políticos, los artistas y los deportistas e incluyendo curas, pastores, místicos, religiosos, profesores de ética, consejeros espirituales, psicólogos, escritores y ancianos decrépitos, eran una partida de hijueputas, mentirosos, lujuriosos, fornicadores, asolapados, cínicos y tacaños, que no podían ser fieles porque una sola vagina los aburría. Que esa era su naturaleza, que cambiarla era imposible, que su poligamismo no tenía remedio y que la mujer que no aceptara compartirlos terminaba enloquecida.

Continuaba su crudo concierto de realismo añadiendo que los hombres se enconaban cuando las mujeres les besaban el pene mirándolos a la cara con las pestañas pegadas a las cejas. Decía también que los hombres se avergonzaban de las niñas feas y que por eso no daban un paso a la calle sin una vieja operada de la pantorrilla a los labios pasando por los glúteos y las tetas. Que los hombres se volvían unos animales en la cama cuando las mujeres les pedían más cuerda o les manifestaban su satisfacción y que agonizaban de ternura al verlas caminar desnudas, de espaldas a ellos con sus camisas puestas o cuando se ponían a llorar por algo insignificante. Que la mejor manera de ahuyentar a un hombre era pidiéndole que se casara o pidiéndole un hijo y que a un macho no lo amarraba ni el putas, a menos que él mismo se quisiera amarrar de manera voluntaria. Que por su machismo los hombres podían estar con muchas viejas y que para ellos eso era sinónimo de hombría, pero que una mujer no podía estar con varios tipos porque para ellos, la que hiciera eso, era una puta y que a los hombres de esta época ya no les gustaban las putas, aunque de putas estuvieran rodeados sin imaginarlo siquiera.

Desde luego, Yésica que ignoraba que ella y sus amigas se estaban volviendo putas, no se refería con estos términos y calificaciones a todos los hombres del mundo sino a los únicos que la vida les permitió conocer hasta esa, su corta edad: los narcotraficantes. Seres muy básicos, sumamente ambiciosos, enfermos por la plata, adoradores del dinero fácil, prepotentes, inundados de ego y vanidad, delicados, no por sus modales sino por su intolerancia, infieles, mujeriegos, bonachones y mentirosos. Semidioses de un Olimpo imaginario y ficticio, parranderos sin medida, muchos de ellos viciosos y envidadores, malvados, sin escrúpulos, voraces, altaneros, incapaces de sortear la soledad o una crisis económica, fanfarrones inseguros necesitados de mostrarle al mundo su capacidad financiera, traumatizados, dementes, capaces de vender a su madre a la DEA con tal de conseguir una rebaja de penas antes de subir, encadenados de pies y manos, a un avión de bandera estadounidense con sus turbinas encendidas apostado en la pista de Catam del aeropuerto El Dorado en Bogotá. A esos hombres y no a otros como Albeiro, se referían Yésica y sus amigas en sus relatos. Por eso Catalina, aunque seguía discutiendo con su novio por haberle recordado que sus tetas eran pequeñas, estaba de cuerpo presente con él, pero de pensamiento con sus cuatro amigas de infancia cuyas carcajadas atravesaban la calle hasta incrustarse con provocación en sus oídos.

De las cinco amigas, Catalina, con catorce años, era la menor. Vanessa con quince tenía la misma edad de Yésica mientras que Ximena y Paola, cada una con 16 docenas de meses, emergían como las mayores. Vanessa perdió la virginidad a manos de su padrastro a la edad de 10 años. La mamá no quiso prestarle atención a sus quejas y la castigó por inventar que el cerdo de patillas largas y bigote abundante la acariciaba en las mañanas cuando ella salía a trabajar.

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