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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (22 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Albeiro regresó a su ciudad natal dispuesto a cambiar el rumbo de su vida, a sacudirse de las humillaciones de Catalina y en cierta forma a vengar todo lo mal que ella lo hacía sentir, muchas veces, como ésta, delante de otras personas. A fuerza entendió que haberle hecho el amor por primera vez a Catalina, no le garantizaba nada. Cada vez la veía más densa, más evasiva, más distante, más inalcanzable aún sin ser nadie en la vida y no estaba dispuesto a esperarla ni a aguantarla un segundo más.

Capítulo 15

El sueño hecho pesadilla

Nunca supe para dónde se fueron Catalina y Yésica la tarde aquella cuando el celador de mi edificio les entregó las maletas en la portería. Lo cierto es que a los pocos días la suerte les cambió, más para mal que para bien, pero les cambió.

Estaban en la cafetería de enfrente de la clínica leyendo una revista de farándula cuando apareció el BMW 520 azul oscuro de Mauricio Contento entrando al parqueadero. Ellas saltaron de sus sillas muertas de la dicha, apuraron un sorbo de refresco que les quedaba y se angustiaron a pagar la cuenta, aunque con torpeza. Cuando atravesaron la calle, ya el seudoestafador médico estaba ganando la puerta del establecimiento, gritaron como dementes esperando que él las escuchara, pero no fue así. Sin embargo, se introdujeron por asalto en la Clínica y empezaron a perseguirlo llamándolo con gritos espantosos, como si se estuvieran ahogando en el medio del océano y Mauricio hubiera pasado a lo lejos en una falúa diminuta. No valieron los reclamos de la recepcionista ni las amenazas del celador ni las miradas de fastidio de la clientela. Catalina y Yésica siguieron increpando al médico hasta que este apareció como si nada estuviera pasando. Como tenía clientes en la sala de espera, manejó el asunto con diplomacia, delicadeza y suma irresponsabilidad:

—Ve y te alistas que te voy a operar… —le dijo con mucha seguridad a Catalina antes de que ella le reprochara en público las doce veces que le hizo el amor a cambio de nada. Agregó, que todo estaba bien, que no había pasado nada y que él acababa de llegar de su viaje. Que le daba mucha alegría verlas y que estaba a punto de llamarlas. La sufrida adolescente apenas podía creerlo y sólo atinó a abrazar a Yésica inmersa en la más profunda felicidad, tal vez la única que recibía en su corta vida:

—¡Marica, me va a operar! —le dijo casi con lágrimas en los ojos a su amiga que seguía celebrando como suyo el acontecimiento.

La recepcionista se aterró con la promesa del doctor Contento, pues sabía que Catalina no se había practicado examen preoperatorio alguno. Aún así la hizo seguir, más por secundar a su jefe en su necesidad de apaciguar el problema, que por convencimiento.

Diez horas más tarde, después de que el médico evacuó a todos sus pacientes, Catalina fue trasladada ineluctablemente al quirófano. Allí la estaba esperando Mauricio Contento. Lucía extenuado con su traje desechable color verde oliva y sus zapatos blancos. No sentía confianza en sí mismo, pero sabía que no tenía alternativas. Hacía lo necesario para mantener su imagen y hasta su salud física porque advirtió en la mirada de Catalina unos deseos inmensos de matarlo sin reparar en consecuencias. Catalina le preguntó que si la operación dolía, pero él no le respondió. Estaba preocupado porque no sabía si el organismo de Catalina era capaz de resistir la anestesia o si ella presentaba alergias a la penicilina o si padecía de algún tipo de diabetes que le impidiera a su sangre coagular a tiempo.

Por eso el anestesiólogo quiso salvar su responsabilidad por lo que pudiera pasar y renunció. Mauricio mandó a llamar a otro anestesiólogo amigo y le mostró la historia clínica de una paciente diferente que no presentaba resistencia ni incompatibilidades con la anestesia. Engañado, el profesional la durmió, literalmente a tientas mientras Yésica preguntaba en recepción cada 30 minutos por la salud de su paisana, pensando que si Catalina se moría tenía que devolverse sola para Pereira con el agravante de tener que darle la mala noticia a doña Hilda y a Albeiro quienes, para entonces, ya empezaban a pensar en serio en una vida marital juntos.

Pero si algo impedía a Albeiro dar rienda suelta a sus deseos era la aterradora idea de cambiar su calidad de novio de Catalina por la de padrastro. Lo cierto es que el disparejo y tórrido romance de Hilda con Albeiro crecía con los minutos y amenazaba con envolverlos en la turbulencia de un amor imposible con desenlace fatal. Y aunque Yésica ignoraba que con la mala noticia de la muerte de Catalina lo único que iba a lograr era la consolidación del romance entre el padrastro y novio de Catalina y su madre y rival, siguió sintiendo temor de dar la noticia por lo que incrementó la frecuencia y la cantidad de sus visitas a la recepción bombardeando a la secretaria con preguntas como éstas:

—¿Ya salió? ¿Cómo está ella? ¿De verdad no se ha muerto todavía?

¿Ya le pusieron las tetas? ¿Sí será que queda bien operada? ¿Esperamos otro rato a ver? ¿Será que le pasó algo? Preguntas a las que la secretaria respondía con los labios empuñados y los ojos llenos de rabia con un simple:

—Por qué no se sienta y espera, ¿sí? —Que no era más que la traducción a decente de sus pensamientos internos que resumía en su mente con un sucio:

—¡Qué hijueputa vieja parajoder!

Tres horas más tarde Catalina fue trasladada, aún inconsciente y con las tetas más grandes a la sala de recuperación y el mismo doctor Contento que con algo de jocosidad se encargó de darle la noticia a Yésica que se hallaba dormida y tiritando de frío en un sofá de la recepción:

—¡Bueno, niña, su amiga ya tiene las tetas grandes!

Yésica se alegró tanto como si las tetas fueran suyas. Se levantó, abrazó al doctor y lloró de emoción. Y no era para menos: la odisea que Catalina emprendió desde la tarde aquella en la que «El Titi» la rechazó llevándose a Paola en su lugar, había terminado. Meses deambulando en busca de esa meta llegaron a su fin. Sucesivas frustraciones y fallidos intentos por conseguir el dinero o las tetas, acababan de concluir. Luego, los motivos para celebrar eran inmensos. El doctor Contento se fue más preocupado que contento y Yésica se quedó rogándole a la recepcionista que la dejara pasar aunque fuera un segundo, pero no lo logró.

A la mañana siguiente, Catalina abrió los ojos lenta y pesadamente y se encontró de sopetón con la cara de su esencial amiga, iluminada por un gran rayo de sol que se colaba por las persianas de la habitación a manera de chorro invisible.

—Lo lograste parce. —Le dijo con alegría y concluyó: —Ya te las pusieron…

Catalina dejó escapar una leve sonrisa atinando apenas a comentar con las pocas energías que le quedaban:

—¡Casi no! —Yésica sonrío apretándole la mano.

—¿Cómo me habrán quedado?

—Bien… Este man es famoso y ha operado a la mitad de las reinas y las modelos de este país… Otra cosa es que el hijueputa sea perro y mentiroso…

—Pero valió la pena, ¿cierto? —preguntó la insegura jovencita a lo que Yésica respondió con un simple:

—¿Y usted qué cree, mija?

Catalina volvió a sonreír y apagó los ojos. A la mañana siguiente, apenas se sintió con energía para levantarse sola y caminar hasta el baño, corrió hasta el espejo, se despojó de la blusita desechable que aún la acompañaba y se detuvo, horas enteras, a observarse las tetas con asombro e ilusión.

—Casi no. —Se dijo a sí misma y empezó a fantasear. Se imaginó bajando la escalera de un centro comercial con una blusita escotada ante la mirada impávida de docenas de hombres asombrados por su belleza. Se imaginó medio desnuda en la portada de una revista de farándula. Se imaginó llegando a una fiesta de traquetos con un vestido medio transparente que se dejaba zarandear por el viento y hasta sonrió al dar por hecho que «El Titi» se peleaba con Cardona por tenerla esa noche. Se imaginó desnuda junto a sus cuatro amigas midiéndose las tetas y comparándoselas con ellas en el camerino de un evento de modelaje. Se imaginó jugando con sus tetas al lado de una muñeca Barbie igual de protuberante. Al despertar siguió observándose en el espejo con orgullo y con el mismo asombro, aunque sus tetas estuvieran momificadas, cubiertas por una venda. Sabía que estaban ahí y que iban a impactar porque sentía el pecho gigante.

Dos semanas más tarde, cuando el post operatorio empezaba a terminarse, el doctor Contento la llamó para cobrarle la última cuota de la costosa operación. Se la llevó un fin de semana para Girardot, la disfrutó un par de días y se la devolvió a Yésica el domingo en la noche, con la firme intención de no volverla a ver jamás en su vida. Estaba equivocado, pero era lo que él quería.

Mientras Yésica y Catalina perseguían al doctor Contento, «El Titi», Clavijo y Mariño contemplaron la idea de regresar al país porque, al parecer, ya nadie los perseguía con intensidad. La Fiscalía se cansó de buscarlos y se conformó confiscándoles a ellos y en mayor medida a Cardona y a Morón, cerca de 500 bienes muebles e inmuebles, entre fincas suntuosas, apartamentos, aviones, casas, yates, lanchas, edificios, estaciones de gasolina, concesionarios de autos, centros comerciales y hasta playas privadas, por un valor cercano a los mil millones de dólares. Dinero que hacía mella en las finanzas de los capos pero sólo en pequeña medida porque el grueso de sus fortunas, calculadas en 30 mil millones de dólares, se encontraban durmiendo en cuentas reservadas en Panamá, Suiza e Islas Caimán.

Morón y Cardona querían saber cómo les iba a «El Titi» y a Clavijo en Colombia y por eso los mandaron adelante. Los usaron de conejillos de indias para medir la situación y para conocer de primera mano si era verdad que la búsqueda sobre ellos ya no era tan intensa como antes. «El Titi» comprobó que eso era cierto volviendo a la discoteca, paseándose por los buenos restaurantes de la ciudad en compañía de Marcela y asistiendo a un par de partidos del Deportivo Pereira. Al parecer todo estaba en orden porque nadie lo reconocía, nadie le decía nada y él seguía andando por todo el eje cafetero y el Norte del Valle como perro por su casa.

Sólo algo estaba cambiando. A raíz de la desbandada de los grandes capos, los subalternos de estos, sus socios estratégicos, como los miembros del cartel de los insumos, y otros oportunistas que no faltaban en ninguna crisis, se encontraban enfrascados en una guerra a muerte por quedarse con los mercados que los grandes capos habían dejado huérfanos después de la desbandada. Cientos de pequeños industriales del negocio del narcotráfico vieron fácil la oportunidad de independizarse ante la falta de personajes fuertes al mando que jalonaran la cohesión de los grupos. Según un coronel de la policía de Cali, se conformaron cerca de 400 microcarteles productores, distribuidores y exportadores de coca, por lo que acabar con el negocio del narcotráfico se volvió, más que nunca, una utopía inimaginable.

Si acabar con dos carteles le había costado al país más de 50 mil vidas entre bandidos, policías, soldados, políticos honestos, políticos deshonestos, periodistas, jueces, magistrados, niños, redunda decir que inocentes, mujeres, ancianos, y 25 años de lucha agotando la mayor tajada del presupuesto nacional en gasto militar, acabar con 400 cartelitos era poco menos que imposible. Pensé, para mis adentros, que la legalización era la única solución para acabar con el lucrativo negocio, pero algún traqueto escuchó mis pensamientos y me dijo que donde yo llegara a apoyar esas ideas del columnista Antonio Caballero, me mataba. Tenía claro que el negocio era lucrativo por su carácter de prohibido.

Estos 400 minicarteles conformados por ex trabajadores de los grandes capos se llenaron muy pronto de ímpetu, de dinero y de soberbia. Todos querían hacer lo que les venía en gana y las épocas de narcos discretos de bajo perfil se acabaron. Volvieron las excentricidades, el desorden, el caos, la guerra a muerte por rutas, las delaciones entre narcos, las deslealtades y, sobre todo, la violencia. No pasaba un día sin que los periódicos y los noticieros registraran una matanza en algún municipio del Valle. La muerte, en extrañas circunstancias, de personajes de dudosa reputación se volvió pan de cada día.

Muchas discotecas del departamento vieron irrumpir en medio de la música a pistoleros a sueldo que disparaban contra toda la muchedumbre hasta asesinar a docenas de personas inocentes, sólo por haber cometido el delito de asistir a un lugar donde bailaba algún miembro de un cartel enemigo. Aparecían cuerpos mutilados, con señales de tortura, miembros cercenados con motosierra y tiros de gracia en las cañadas, en los basureros, en el lago Calima, en los baños de los restaurantes, en los cultivos de caña de azúcar, en los baúles de carros estacionados y abandonados, en las montañas, en los ríos, en apartamentos lujosos, en casas pobres, en fincas de recreo. En todos los pueblos, en el campo y en todas las ciudades la muerte se volvió cotidiana y lo que es peor, la gente empezó a acostumbrarse de nuevo a ella con absoluta displicencia e indiferencia.

Por el nerviosismo de que unos delataran a otros, la guerra entre carteles se tornó cruenta y total. Asesinatos selectivos, descuartizamientos, masacres, asesinato de niños y mujeres embarazadas, demostraron que las épocas de barbarie y sevicia estaban lejos de acabarse en nuestro país. En un sólo año, cerca de 1500 personas murieron por ajuste de cuentas entre carteles y no faltó el que pensara, entre ellos yo, que por fin se iban a acabar los bandidos en nuestro país. Pero ese pensamiento no pasaba de ser una ilusión. En Colombia los bandidos nacen por generaciones espontáneas. No han acabado de enterrar a una docena con disparos al aire y mariachis haciendo llorar a los deudos y no han terminado de encarcelar otros cien, cuando ya en los barrios pobres están naciendo, por montones, nuevos delincuentes en potencia. Se reproducen como las colas de las iguanas y las lombrices. De ahí que uno de mis discursos más aplaudidos haya sido aquel en el que aseguré que ni firmando mil pactos de paz con guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes, la paz iba a ser posible en nuestro país, porque la materia prima de la guerra, que son el hambre y la falta de oportunidades de educación y empleo, seguían enquistadas en las casas de nuestros barrios humildes y en los corazones de nuestra gente triste. Vibrante, ¿o no?

La guerra entre Carteles se incrementó mucho más cuando se supo de la captura de Cardona en Cuba. Esa fue la gran noticia de la década en lo que respecta a resultados en la lucha contra el narcotráfico. Al pobre Cardona que ya estaba a punto de volver a Colombia gracias al reporte de tranquilidad que le había dado «El Titi», lo atraparon en el aeropuerto de La Habana y, de inmediato, Colombia y los Estados Unidos lo pidieron en extradición. Donde más se sintió el impacto de su captura fue en Colombia, sobre todo entre la gente involucrada en el negocio. Los grandes capos empezaron a temer que él negociara su pena con los Estados Unidos a cambio delatarlos, los cartelitos arreciaron su proceso independentista y los carteles grandes empezaron a llamarlos al orden. Pero ya era tarde, la soberbia de esos nuevos capitos crecía demasiado con el paso de los minutos y el éxito de sus embarques de cocaína por lo que ninguno estaba dispuesto ya, a jalarle a las jerarquías.

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