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Authors: Gustavo Bolivar Moreno

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Drama, #Novela

Sin tetas no hay paraíso (3 page)

BOOK: Sin tetas no hay paraíso
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Yésica tuvo su primera relación sexual con un primo de Manizales que fue a pasar vacaciones en su casa y a quien su madre menospreció, por su corta edad, acostándolo con ella, ignoró la señora que su hija ya sentía hervir constantemente la sangre en los vasos sanguíneos de su vagina, y que el miembro sin estrenar de su sobrino ya experimentaba erecciones automáticas todas las mañanas, sin excepción.

A Ximena la violaron los miembros de una pandilla del barrio «El Dorado» una noche cuando su irresponsable abuela, que la estaba cuidando desde los dos años cuando su mamá la abandonó, la mandó a comprar cigarrillos a una tienda a la que se llegaba atravesando una oscura cancha de fútbol, sin grama y embarrada en épocas de lluvia.

Paola le entregó su virginidad al primer novio que tuvo, en el patio de la casa, en medio de la zozobra que causa el saber que todos los miembros de la familia están en la calle, pero que en cualquier momento entran. Sin embargo, Paola se las arregló para hacerles creer a su segundo y a su tercer novio que era virgen echando mano del truco que le enseñó una amiga: le dijo que esperara a que le estuviera pasando la regla y que, el último día, se fuera con el man, que lo excitara con sutileza y que pusiera un poquito de resistencia a la indecente propuesta, argumentado que el sexo dolía, de acuerdo con las cosas que le contaban, pero que a la final se dejara seducir y meter en su cama con cierto temor. Que antes de entregarse a él se mostrara nerviosa y le sacara un par de promesas con carácter eterno. Que se quejara con escándalo cuando él estuviera tratando de penetrarla, lo arañara, se mordiera los labios y lagrimeara y que, al terminar de hacerlo, le mostrara con vergüenza y orgullo el color de su pureza sobre la sábana. Decía que los hombres eran tan bobitos que seguían creyendo que la pérdida de la virginidad se demostraba con sangre, ignorando que la mayoría de mujeres vírgenes se acariciaban, hasta la saciedad, con 5 ó 10 hombres antes de perder el himen, que no es más que un símbolo de garantía, que incluso se puede volver a comprar en cualquier clínica de planificación por 200 mil pesos.

Paola, que por ser la mayor de todas no podía aparentar ser virgen, se jactaba de haberles hecho creer a los otros 17 hombres con los que había estado, que cada uno de ellos había sido el segundo hombre en su vida. Ximena y Vanessa soltaron la risa al recordar que usaban el mismo argumento con los hombres celosos y machistas. Las tres coincidían en haberles dicho que su primera vez no pasaba de ser una lamentable equivocación, cuestión de algunos tragos de más o casi una violación.

Las carcajadas no se hacían esperar y cada una apuntaba en su mente los consejos y enseñanzas de Yésica que tenían tal lógica, y que eran contados de manera tan cruda y divertida, que las niñitas del barrio, incluso mayores que ella, pasaban horas y horas escuchándola hasta al filo de la medianoche cuando las mandaba a dormir con una frase que nunca cambiaba:

—Bueno chinas maricas, a dormir que el mundo se va a podrir y a tirar que el mundo se va a acabar.

Carcajeándose y esperando con ansiedad la noche siguiente para poder seguir aprendiendo barbaridades, las niñitas se despedían de Yésica sin darse cuenta de que apenas entraban a sus casas, ella corría hasta la esquina con dos o tres amigas más, tomaban un taxi y arrancaban sin rumbo desconocido.

Aquella noche en la que Albeiro llevaba 6 horas pidiendo perdón a su novia por insinuarle que de tener los senos más grandes sería reina de Pereira, todas se dispersaron, mientras Catalina le seguía reprochando a Albeiro con puños en el brazo por haberla hecho sentir mal.

—Claro, usted quiere verme como ellas, ¿cierto? —Le decía señalándolas, mientras entraban a sus casas y continuaba su cantaleta buscando no ceder terreno para dificultar la reconciliación y poder obtener por ello, un oso de peluche o, como mínimo, una chocolatina con maní, según la gravedad de la pelea.

—Como ellas sí las tienen grandes, como a ustedes les gusta, ¿sí o qué? Como ellas sí se visten bien. Como ellas sí usan perfumes finos. Pero fresco, mijito, que dentro de poco me va a ver igual.

—¿Cómo así, Catalina? —Le preguntó Albeiro aterrado.

—Pues me voy a conseguir el billete para mandarme a operar, ¿oyó? ¡Cómo no me quiere con las tetas pequeñas!

Catalina se fue corriendo para redondear su triunfo y Albeiro se quedó pensando que las palabras de su novia no pasaban de ser una infantil amenaza.

Al día siguiente, cabizbajo y arrepentido, se presentó en su casa con el muñeco de peluche, el séptimo que le compraba, por igual número de peleas. Era un muñeco más grande que su capacidad de compra y muy digno para su precio: 8500 pesos. Con el peluche dentro de una bolsa de papel regalo metida a su vez dentro de otra bolsa plástica, Albeiro se presentó en la puerta de la casa de su amada, peinándose con los dedos de las manos antes de golpear y con el corazón a punto de explotar.

—Hola Albeiro… Siga…

—Gracias doña Hilda… ¿Catica está?

—No, mijo —dijo su suegra asomándose a la calle para que él supiera que no estaba lejos y agregó: —Hace un ratico salió, pero la verdad no sé para dónde cogió…

—¡Ah! —respondió Albeiro con desilusión mientras miraba para todos lados a ver si la veía.

—Pero siga y la espera, mijo, usted sabe que es bienvenido a esta casa —le dijo doña Hilda con algo de coquetería inconsciente.

—Gracias, doña Hilda, —respondió Albeiro resignado y siguió detrás de ella deteniéndose a observar, por primera vez en la vida, sus torneadas piernas que apenas tapaba con una pijama blanca y medio transparente que la hacía lucir sensual e insinuante, aunque no fuera ese su propósito.

En el parque del barrio, en medio de carcajadas y pitos de taxistas, Catalina y sus amigas compartían otra de las deliciosas tertulias presididas por Yésica. En esta ocasión se referían al orgasmo. Lo hacían con una propiedad tan inusual en niñas de su edad, una desfachatez tan natural y una solvencia idiomática tan holgada y alternativa, que todo lo que hablaban sonaba cómico, agresivo y hasta científico. Decían cosas tan descarnadas que cualquier adulto, con 20 años de matrimonio encima, sucumbía sonrojado ante sus certeras tesis: que cuando están «tirando» los hombres sólo piensan en ellos, decía Ximena. Que la mayoría se viene con la misma facilidad con la que orinan, decía Paola. Que los hombres se vienen más rápido cuando ellas manifiestan su emoción con alaridos y que por eso a ella le gusta hacer el amor callada, decía Vanessa. A estas tesis entre banales y filosóficas Yésica agregaba una ráfaga de sandeces, algunas muy razonables e imaginables:

—Una debe ser la que maneja los ritmos —decía—. Los hombres son como carros sin frenos, si uno los deja coger impulso se estrellan en dos minutos.

Todas reían y antes de que terminaran de hacerlo, Yésica continuaba su clase. Hay otros que van a lo que van y listo, por eso les digo que toca frenarlos, poner cara de dolor y quitarlos de encima con el pretexto de ir al baño. Se emputan y gritan, pero es la única manera de poderlos disfrutar otro ratico. Dijo también que si ella hiciera el amor con una pistola sobre su mesa de noche ya habría matado, por lo menos, a una docena de bandidos egoístas que la dejaron ardiendo en deseo segundos antes del climax. —Es que provoca matarlos—dijo recordando, quizás, uno de esos aburridos episodios.

Catalina seguía recolectando información de manera juiciosa y callada mientras Albeiro la esperaba en la sala de su casa, mirando el reloj con el corazón destrozado por la sospecha, tomando tinto frío con su suegra y con un oso de peluche que lo privó de almorzar sobre sus piernas.

—Y ustedes cómo van, Albeiro… ¿Me contó la niña que pelearon anoche?

—Sí, señora…

Y mientras Albeiro entraba de afán al baño para evadir las preguntas de doña Hilda, ignorando que iba a encontrarse de frente con sus interiores colgando de la manija de la regadera, Catalina seguía perdiendo la virginidad auditiva a manos de Yésica que hablaba ahora de los raros gustos de los hombres a la hora de hacer el amor. Decía que «El Titi» nunca paraba de moverse mientras contestaba las llamadas de Cardona, su Jefe. Que a Cardona le gustaba que le pegaran cachetadas en las nalgas y que «Morón», Jefe de Cardona y dueño de la organización, tapaba, con una bolsa plástica negra, la estatuilla del Divino Niño que tenía al lado de su cama, cuando tenía sexo con alguna de sus innumerables mujeres. Decía que le daba mucha pena con Jesús y, a veces, hasta le ponía unos audífonos para que no escuchara los alaridos de su legítima esposa, que fama tenía de levantar a gritos la casa cuando llegaba al orgasmo.

Cuando Catalina, con evidente ingenuidad, preguntó a Yésica por qué sabía tantas cosas acerca de ellos, la respuesta no pudo ser más contundente:

—Porque yo trabajo en esa película, parcera. Esta es la vida que me tocó vivir a mí. —Le dijo con tristeza mientras las demás se despedían en medio de sonrisas falsas para evitar las preguntas embarazosas de Catalina y mientras Albeiro, preso del miedo y del deseo trataba dejar los interiores de doña Hilda en el mismo lugar en el que los encontró, luego de olerlos durante varios segundos con los ojos cerrados y el corazón latiendo a mil. Sabía que eran los de doña Hilda por su tamaño y su forma, un tanto más grandes y más formales que las tangas de Catalina y nada pudo hacer por evitar ponérselos en la cara: su lujuria era más grande que su vergüenza y sus ganas de saciar su instinto sexual fueron más grandes que sus miedos. Y aunque pudo retornarlos al mismo lugar del que los tomó con algo de memoria, mucho cuidado y maestría, Albeiro tuvo la intención de robarlos y hasta a alcanzó a meterlos en el bolsillo trasero de su pantalón.

Yésica y Catalina se quedaron solas y acordaron caminar juntas hasta su casa, de cuyo baño, en ese mismo instante, salía Albeiro pasado de revoluciones y buscando con una mirada de angustia las piernas de doña Hilda que, en ese momento, se encontraba preparando algo en la estufa, de espalda al comedorcito de la cocina donde él trataba de sentarse, a tientas y sin quitarle la mirada de encima, en un butaquito de madera con el que se tropezaban, a menudo, todos los que entraban al lugar.

—¿Está mal del estómago, mijo? —Le preguntó doña Hilda preocupada por su larga estadía en el baño. El muchacho se ruborizó y sólo atinó a responder que sí, con la voz ahogada, mirándole las nalgas con disimulo a través de la pijama de seda transparente que tenía puesta.

Mientras caminaban hacia la casa, Catalina le manifestó a Yésica su miedo a perder la virginidad. Yésica la tranquilizó y le regaló algunos consejos para que no sufriera, pero le suplicó que no se fuera a acostar con Albeiro porque entre los tipos que estaban a punto de llegar de México había uno que pagaba muy bien la primera noche de una mujer.

—Fresca hermana que apenas llegue «Mariño» de México, vamos donde él porque ese man se desvive por los virgos.

Interesada en llegar a ser algo más que un juguete sexual que se compra por dinero, Catalina le indagó por las posibilidades que tenía de convertirse en la novia de Mariño, pero Yésica la aterrizó, como siempre lo hacía con argumentos contundentes. Le dijo que ellos nunca se conformaban con una ni con dos ni con tres mujeres. Que muchos de ellos podían tener tantas mujeres como días tiene un mes y que a todas les correspondían de acuerdo con su capacidad económica, sus arrestos sexuales y su disponibilidad de tiempo. Que, sin embargo, de todas las mujeres con las que salían existía una, solo una, a la que además de apartamento, carro, operaciones de busto, nalgas, pómulos, labios, diseño de sonrisa con alargamiento de los dos dientes delanteros, rinoplastia, liposucción, lipoescultura, ropa de marca, flores, perfumes franceses, joyas, zapatos, gafas, relojes, botas en cantidades industriales y mercados para sus familias, ellos le entregaban su corazón. Esa mujer infortunada, pero que se creía lo contrario, era la novia.

Desde esa noche los retos para Catalina fueron dos: el de siempre, hacerse un implante de silicona en las tetas, y el de ahora, convertirse en la noviecita de un traqueto.

Capítulo 2

La mafia

Con excepción de la música, el humo de cigarrillo que inundaba el lugar lo atenuaba todo: las luces robóticas de colores persiguiendo cabezas, la belleza de las mujeres, las sombras de algunos cuerpos danzando al ritmo de los bajos, las protuberancias que dejaban las armas en las pretinas de algunos pantalones masculinos, las bailarinas forradas en sugestivas telas blancas satinadas y enjauladas en celdas de madera provocando a la clientela, las meseras deambulando como carros sin freno por el salón y haciendo malabares con una bandeja repleta de licores y bebidas. Lo único que permanecía incólume ante el humo era la música estridente que hacía saltar los corazones de quienes pasaban cerca de las columnas de sonido, algunas de las cuales alcanzaban los dos metros de altura.

En la discoteca de marras, las mesas estaban distribuidas alrededor de una pista de baile redonda y llena de incrustaciones de luces multicolores en el piso. Sin embargo, algunas de ellas, semiescondidas y sospechosas en los rincones del lugar, parecían reservadas, a perpetuidad, a personajes de quienes solo se advertía su silueta mezclada con humo, carcajadas y constantes timbres de teléfonos celulares. Parecía una paradoja porque en las noches de poco ajetreo, las mesas principales, las que rodeaban la pista y por lo mismo las más apetecidas, permanecían desocupadas mientras que las del fondo, las que servían de cómplice a ciertos clientes densos, permanecían ocupadas. Eran las mesas de los traquetos. Estaban enclavadas cerca de una salida secreta de emergencia por donde entraban los suministros para el lugar y se hallaban alejadas de la entrada principal. Estas mesas eran propicias para «no dar cara», para advertir la llegada del enemigo, la entrada de la policía, para medir la fidelidad de las mujeres. En una de ellas se encontraban «El Titi» y Clavijo con sus novias oficiales, las hermanas Ahumada. El primero con Marcela y el otro con Catherine.

Las Ahumada, sin duda alguna, eran las mujeres más hermosas de Pereira y, nada de raro tiene que, de la tierra entera y sus alrededores también. Por sus rostros perfectos y cuerpos esculturales nada tenían que envidiarles a las modelos y reinas más famosas y bellas del país y del mundo. Marcela, por ejemplo, parecía la encarnación de la Virgen María, sólo que su melena era mucho más larga, brillante, lacia y rubia. Tan lisa como un mantel de terciopelo, tan brillante como un resplandor del sol sobre una carretera de asfalto en verano. Tocaba moverlas para no confundirlas con estatuas de cera con sus detalles exactos y la piel perfecta y sin defecto alguno. Sus ojos amarillos y profundos y sus párpados amplios, del color de la arena, parecían un remanso paradisíaco del que difícilmente se podía salir con el corazón ileso. Sus pestañas eran tan largas pobladas y encrespadas que la hacían ver como una palmera incólume en una playa sin viento. Sus labios parecían un par de fresas pegadas y sus dientes, organizados con arte, parecían el teclado, sin sostenidas, de un piano nuevo. Aunque no era de gran estatura, su cuerpo parecía una escultura en mármol de Carrara firmada por Miguel Ángel. No existía cintura más pequeña, ni senos más grandes, ni caderas más carnosas y cadenciosas ni piernas más contoneadas ni cola más redonda y levantada que la de ella. Su hermana Catherine, por su parte, en su todo, era más hermosa que Marcela.

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