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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (3 page)

BOOK: Stargate
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El grueso de la actividad se realizaba en el otro extremo. Largas columnas de polvo ascendían en espiral allí donde los obreros vaciaban la arena sobrante y las rocas despedazadas. En cuanto descargaban las espuertas, daban media vuelta y se dirigían a un pozo mucho más grande de lo normal. Al borde de este pozo se había instalado un par de grúas de madera y en aquel momento estaban insertando las cuerdas en las poleas. Los hombres se preparaban para levantar algo del fondo. Algo que debía de pesar mucho.

—Papá, el tesoro está allí —le dijo Catherine en sueco, señalando las grúas y la multitud de obreros.

—Vamos a ver a Ed Taylor primero. —Langford divisó a su socio junto a un grupo de hombres inclinados sobre una mesa de trabajo a la puerta de la «tienda-despacho». Al parecer estaban examinando algo.

Langford, famoso por contar chistes macabros en varios idiomas, llevaba varios minutos puliendo una de sus ocurrencias. Cuando se acercó lo suficiente para que el grupo de oyera de lejos, probó suerte.

—Ed, si hemos encontrado un cementerio de animales, dimito.

Tal y como se temía, nadie se rió. En realidad, ni siquiera hicieron el más leve intento por cortesía. Pero lo que realmente sorprendió a Langford fue que ninguno de los hombres se había fijado tampoco en su ridícula indumentaria de «caballero explorador». La intensa concentración del grupo le dio a entender que no se trataba de un hallazgo corriente. Él y Catherine se enfrascaron inmediatamente en la acción.

—No sabemos descifrar este escrito. Echa un vistazo.

Taylor hizo un hueco para que Langford se adelantara y mirara la gran lámina de papel extendida sobre la mesa. Estaba cubierta con una serie de extrañas marcas, calcos obtenidos frotando una superficie de piedra tallada. Langford tardó poco en comprender por qué los hombres estaban tan perplejos. Pero ante la sorpresa de todos, Catherine fue la primera en hablar.

—No son jeroglíficos reales —dijo en inglés.

—Por lo menos no pertenecen a lo que estamos acostumbrados a ver.

—Taylor —dijo Langford, inquietándose de repente—, ¿de dónde han salido estos símbolos?

—Te lo enseñaré.

El capataz avanzó a grandes zancadas hacia el lugar donde se estaba excavando. A poco menos de treinta metros del foso donde se concentraban casi todos los obreros gritándose instrucciones, Taylor se detuvo ante lo que parecía ser un gigantesco tablero de piedra. Tenía unos noventa centímetros de altura por unos seis metros de anchura, y era del mismo color gris que la grava en la cual estaba apoyado.

—Es una estela funeraria —explicó Taylor—. La más grande que he visto en mi vida. Cuando alguien entierra algo con una piedra de este tamaño es porque quiere mantenerlo oculto.

Langford, nervioso, anduvo alrededor de la piedra, inspeccionando los grabados de la superficie. Verdaderamente era un hallazgo único en el mundo. La piedra no sólo llamaba la atención por su tamaño, sino que la superficie esculpida era un ejemplo supremo del arte de tallar la piedra en el Antiguo Egipto. La cara del monolito estaba organizada a modo de diana, con una serie de coronas circulares concéntricas. La más externa contenía 39 caracteres escritos en el extraño lenguaje que Taylor le había enseñado. En el interior de la siguiente aparecían símbolos que estaban claramente relacionados con la escritura del Antiguo Egipto. Por lo visto eran una versión muy temprana y burda de lo que más tarde sería la escritura jeroglífica. A continuación había un anillo con curiosas líneas enarcadas que cruzaban la superficie de la piedra en distintas direcciones. Algunos de los puntos en que se cruzaban estas líneas se hallaban marcados, en tanto que otros no lo estaban. Daba la sensación de que se trataba de una forma arcaica de geometría. Sin embargo, era el grabado del mismísimo centro lo que definía la piedra como obra maestra.

Langford se inclinó sobre la piedra para observar mejor el motivo central. Sobre un fondo de líneas geométricas en forma de arco y escrupulosamente labradas, había unos grabados simétricos de la diosa Nut. Con la espalda arqueada para sostener el cielo, amamantaba a los hijos de la Tierra mientras éstos navegaban debajo en la Barca de los Millones de Años. Entre estas hermosas imágenes, en el centro mismo de la piedra, había un cartucho como los de los jeroglíficos de estilo clásico. En el interior de esta especie de cartucho rectangular, que encerraba un nombre o palabra sagrada, se repetían seis de los extraños jeroglíficos del anillo externo. ¿Deletreaban estos caracteres el nombre de algún faraón prehistórico? ¿Se trataba de un mensaje?

—Qué raro —musitó Langford, que estaba especializado en escritura egipcia. Meneó la cabeza y se incorporó de nuevo, examinando durante unos instantes el segundo anillo antes de dirigirse a Taylor y a los demás—. Esta franja interior es algo más legible. Esto de aquí podría ser el símbolo de años… mil años… el cielo, las estrellas o algo parecido… vive Ra, el dios sol. Pero ¿cómo demonios interpretas los símbolos externos?

Cuando se inclinó para estudiar esos símbolos, se hizo la misma pregunta que Taylor y los otros llevaban haciéndose toda la tarde. ¿Hemos descubierto un idioma desconocido? Y si es así, ¿quiénes fueron sus creadores?

—¿Qué son esos signos de ahí? —preguntó Catherine, revolviendo la colección púlcramente amontonada de «hallazgos casuales», todos ellos etiquetados, metidos en bolsas y catalogados.

—Son fragmentos de herramientas, cazoletas y objetos que utilizaron los trabajadores para enterrar esta piedra —explicó Taylor—. Pero mira esto —dijo, levantando un medallón de oro repujado con un
udjat
(símbolo que era mitad pájaro y mitad ojo humano) que entregó a Catherine—. Estaba envuelto en un trozo de tela en el centro de la piedra.

—Por fin has encontrado algo bonito —dijo Catherine, deslumbrada.

—El Ojo de Ra —intervino Langford, agachándose para examinar más de cerca el dibujo del medallón. Se lo devolvió a Catherine antes de hablar con Taylor—. Es muy, pero que muy raro encontrar este motivo en una joya. Tal vez perteneciera a un sacerdote.

Catherine observó el hallazgo a la luz, admirándolo hasta que los hombres se perdieron en su conversación. Entonces se desabrochó la cadena que llevaba al cuello y se colgó el medallón.

—Taylor, si es una lápida, ¿qué has encontrado enterrado debajo?

En ese instante salió un grito del foso y doscientos obreros empezaron a tirar de las sogas de las poleas. Langford quería acercarse más, pero Taylor lo sujetó por el hombro y lo llevó a lo alto de un montículo situado en un lateral del foso.

—Confía en mí. Éste es el mejor sitio.

Todos los que se encontraban en la polvorienta hondonada, desde los científicos más cultivados hasta los jornaleros más pobres, eran conscientes de que estaban siendo testigos de un acontecimiento muy notable: la exhumación del hallazgo arqueológico más raro de todos los tiempos. Respondiendo a las órdenes rítmicas del capataz, los obreros tiraron de las sogas, levantando un gigantesco anillo de cuarzo de unos cinco metros de altura y muchos siglos de antigüedad. Totalmente redondo y con el mismo lustre que las perlas, era una joya escrupulosamente labrada y de un tamaño descomunal. Toda la superficie estaba grabada y decorada con intrincados detalles; complicada como el diagrama de un circuito electrónico, hermosa como el amuleto de un sultán.

—Es una pulsera de Dios —dijo a su padre la emocionada Catherine.

En los años que llevaba investigando, Langford no había visto nada parecido. A pesar de la similitud de su dibujo con ciertos hallazgos de la Primera Dinastía, parecía imposible que el Antiguo Egipto hubiera producido nada tan avanzado desde el punto de vista técnico. Había siete piedras de cuarzo del tamaño de un puño engastadas en el anillo a la misma distancia, cada una de ellas recubierta de oro. Estos recubrimientos reproducían el estriado tocado (nemes) que llevaban los faraones en la cabeza, como el de la famosa máscara mortuoria de Tutankamón. A lo largo del borde interior del anillo aparecían los mismos jeroglíficos indescifrables hallados en la lápida.

Cuando los obreros tuvieron el anillo en posición vertical, lo apuntalaron con estacas acolchadas de madera. Taylor empujó al atónito Langford hacia la derecha y cuando el sol pasó por detrás del anillo se quedaron estupefactos al ver que éste era de un material semitransparente.

—¿De qué está hecho? —preguntó Langford.

Taylor se encogió de hombros.

—Escapa a mis conocimientos. Es más duro que el acero, pero no hay indicios de oxidación ni de corrosión. Algún tipo de cuarzo, pero no logro identificarlo.

Langford se volvió de espaldas al anillo y permaneció de pie, callado, durante unos instantes antes de estallar súbitamente en un gran grito de alegría.

—¡Lo conseguimos!

Catherine vio que su padre, tan rígido y formal habitualmente, daba a Taylor, su estupefacto colega estadounidense, un fuerte abrazo y que ambos iniciaban una salvaje y ruidosa danza de celebración. Pero entonces ocurrió algo en el foso.

Los obreros egipcios gritaban y señalaban algo. Luego comenzaron a abandonar el trabajo antes de haber asegurado convenientemente las estacas y el imponente anillo empezó a tambalearse peligrosamente, amenazando con caer encima y aplastarlos a todos. Taylor se dirigió corriendo al foso gritando en árabe.

Langford se volvió a Catherine y le ordenó en sueco:

—No se te ocurra moverte de aquí.

La niña esperó todo lo que pudo (unos cinco segundos) antes de salir corriendo detrás de él para averiguar lo que pasaba. La situación en el foso empeoró y se hizo caótica en cuestión de segundos. Mientras unos saltaban adentro para sujetar las sogas, otros pugnaban por salir, todos gritando a pleno pulmón.

Un momento después Catherine vio cuál era el problema. Una sección del lecho de rocas se había abierto dejando una profunda grieta en el lugar donde se había clavado una de las estacas. Vio que Taylor y su padre hacían todo lo posible por asegurar la viga. Hubiera lo que hubiese en el fondo de la grieta, había sembrado el pánico entre los egipcios que miraban.

Catherine no pudo aguantar más, tenía que verlo. Fue corriendo al otro extremo del foso y se deslizó por una de las paredes. Su padre y los demás hombres estaban abajo, metidos en todo el polvo, al lado de la misteriosa cavidad. Pasó por encima del anillo y llegó al apretado círculo de obreros que había en el centro. Se abrió paso entre ellos y echó un vistazo al agujero.

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