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Authors: Dean Devlin & Roland Emmerich

Tags: #Ciencia ficción

Stargate (30 page)

BOOK: Stargate
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Más atrás, Brown vio que kawlasky daba la vuelta a una de las columnas. Dos segundos después, empezó a seguirlo y de repente, ¡zas! Algo muy pesado le cayó en la cabeza con horrible chasquido. El oficial se tambaleó, cayó de rodillas, se esforzó por incorporarse y echar a correr, pero una potente ráfaga de luz blanca salió disparada del cañón de un largo fusil, arrancándole casi un hombro. La fuerza del impacto lo lanzó contra una columna, al pie de la cual se desplomó, sangrando y aturdido.

—Brown, informa —exigió Kawalsky—. ¿Dónde estás, carajo?

Brown lo oía, pero el mareo y el intenso dolor que sentía le impedían responder. Se arrastró como pudo hacia la luz que entraba por las ventanas cuadradas y consiguió llegar a una de ellas. Skaara estaba asomado por ella. Subido otra vez en los hombros de Nabeh, vio con toda claridad que otro guardia de Horus doblaba una esquina y se acercaba al indefenso soldado. Llevaba un arma parecida a una vara, un cetro que emitía destellos y en cuyo centro iba engastada una enorme amatista. El guerrero levantó el arma, un fusil, y apuntó al cuello de Brown.

En cuanto oyó el primer disparo, O’Neil se tiró al suelo y reptó para ponerse a cubierto. Estaba casi al final del vestíbulo, a punto de bajar a la Gran Galería, agazapado y esperando en silencio a que alguien emitiera algún sonido, pues no tenía la menor intención de revelar su posición llamando a sus hombres.

No pudo esperar. Se dirigía sigilosamente a la puerta que daba a la Gran Galería cuando, súbitamente, una bola de luz del tamaño de una pelota de tenis atravesó velozmente la oscuridad dirigiéndose hacia él. Se apartó de un salto y el objeto explotó contra la pared con sorprendente fuerza, provocando una lluvia de esquirlas de granito.

Kawalsky escapó del lugar y empezó a disparar a ciegas hacia el área de donde había visto partir la bola explosiva. Alguien le arrancó de un manotazo el fusil. Se volvió y se encontró cara a cara con el atacante. Era otro soldado de Horus. La gran cabeza de la criatura, imagen estilizada de un halcón, parecía de la misma sustancia metálica que la armadura que le cubría el cuerpo. Y en las zonas que tenía al descubierto se veían unos fortísimos músculos.

Demasiado cerca para disparar su largo fusil, el guerrero lo levantó con ambas manos y golpeó violentamente la barbilla de Kawalsky, obligándolo a echar la cabeza atrás. Pero el teniente alargó la mano y cogió el arma antes de que su oponente tuviera tiempo de dar un paso atrás y dispararle. Empezaron a luchar cuerpo a cuerpo, cosa que devolvió la confianza a Kawalsky. Aquellas clase de combate era su especialidad y, aunque su contrincante era habilidoso, no estaba a su altura.

El halcón tenía un arma especial que le daba ventaja sobre Kawalsky, así que ambos hombres luchaban por hacerse con ella. El halcón utilizaba el afilado pico para acuchillar y cortar. Kawalsky respondía desviando el fusil hacia arriba y castigando el torso desnudo del otro. Utilizando el alargado fusil para apoyarse, descargó una brutal patada en el estómago de su oponente. Le arrebató el arma y ya estaba a punto de atacar otra vez cuando alguien lo golpeó por detrás, un martillazo que le dio en toda la coronilla. En esos instantes borrosos y líquidos que preceden al desmayo, Kawalsky tuvo tiempo de volverse y ver otro par de inexpresivos ojos de pájaro. Demasiado tarde para darse cuenta de que el enemigo iba en parejas.

Daniel lo había visto todo. Estaba a pocos pasos, petrificado de miedo. El combate había durado poco y ahora Kawalsky, el hombre más fuerte que había conocido, acababa de sucumbir ante aquellas criaturas increíbles y a la vez tan familiares. En todo el tiempo que llevaba dedicado a la egiptología, jamás se le había ocurrido pensar que los antiguos dioses hubieran existido realmente.

Retrocediendo hasta las sombras, oyó el ruido ensordecedor de sus propias pulsaciones aporreándole los tímpanos. Al caer Kawalsky, ambos guerreros se habían vuelto a separar, sumergiéndose en las sombras. Su mente empezó a dispersarse en un centenar de pensamientos mientras la adrenalina galopaba por su corriente sanguínea. Tomó una profunda bocanada de aire e intentó concentrarse. Cuando vuelva, se dijo, utiliza el fusil. Concéntrate: apunta a la cabeza; no, al estómago, Kawalsky le había atizado en el estómago; y luego aprieta el gatillo.

Había algo detrás de él. Advirtió que daba la vuelta a la columna y se movía deprisa, y, antes de que le diera tiempo a reaccionar, se echó sobre él. Una fuerte mano le tapó la boca y le echó atrás la cabeza. Daniel abrió los ojos de par en par, convencido de que ya era prácticamente un cadáver y esperando sentir el frío filo del cuchillo en el cuello.

—Necesito su ayuda —oyó. Tenía los labios de O’Neil casi metidos en la oreja—. Vamos a ir a la Puerta y usted tiene que cubrirme, ¿entiende?

El coronel esperó hasta advertir el asentimiento de Daniel, y luego, sujetando la cabeza que tenía bajo el brazo como si fuera un balón, se asomó por la columna para inspeccionar el corredor. Cuando vio que estaba despejado, puso de pie a Daniel y lo empujó contra la pared, con fuerza suficiente para acaparar toda su atención. Vio que estaba a punto de sufrir un ataque de nervios, así que le habló de forma deliberadamente tranquila, relajada.

—Esto es lo que vamos a hacer. Usted me sigue pero sin dejar de mirar atrás. Y dispare a cualquier cosa que nos siga. Y ahora, en marcha. Rápido. —Se agachó y quitó el seguro del fusil de Daniel. Un segundo después, corrían a la velocidad del rayo por el interior de la pirámide.

¿Qué le obligaba a hacer O’Neil?, gritó una voz dentro de su cabeza. ¡Todavía estaban en el Vestíbulo! Ni siquiera estaban cerca de la sala donde se encontraba al Puerta, y el resto del camino estaría como boca de lobo. Daniel empezó a aflojar el paso hasta que se dio cuenta de que la alternativa a separarse de O’Neil era encontrarse a solas con los guerreros de Horus. Aceleró y se adentró corriendo más allá de donde llegaba el último rayo de luz que penetraba por las ventanas.

O’Neil encendió una bengala mientras corría y comenzó a agitarla por encima de su cabeza para dificultar las cosas a los posibles francotiradores. En cuanto se orientó, lanzó la bengala delante de ellos. Al pasar junto a ella, Daniel aceleró para quedar fuera del alcance del resplandor, y se giró corriendo de espaldas para comprobar si alguien los seguía.

Lo que quedaba de la Gran Galería lo cruzaron a toda velocidad. O’Neil encendió otra bengala cuando supuso que se estaban acercando al corredor en que se hallaban los medallones incrustados en el suelo y el techo. Sostuvo la bengala hasta que llegaron a la entrada y la lanzó hacia la sala de la Puerta. Antes de que la bengala se detuviera, O’Neil ya estaba dentro, con el fusil por delante, mirando a todas partes en busca del enemigo. No había nadie. Aún tenía tiempo.

Se dirigió corriendo a la vagoneta y sacó el gancho de uno de los bolsillos del pantalón. Un segundo después entraba Daniel, intentando permanecer cerca, intentando seguir con vida.

—¡Vuelva a la puerta! —susurró O’Neil, sin apenas volverse.

—Coronel, he visto lo que ha matado a Kawals… —Pero lo siguiente que vio fue la pistola de O’Neil apuntándole a la cara.

—Haga lo que le he dicho o es hombre muerto.

Daniel casi se cayó de espaldas. Ni por un momento dudó de lo que había dicho O’Neil, así que retrocedió hasta el borde del resplandor de la bengala y se agazapó junto a la puerta. Apuntó a ciegas hacia las sombras de la Gran Galería y se dispuso a esperar el ataque de los Horus. Se volvió un segundo y miró al coronel.

—¿Qué hace? —Vio que O’Neil estaba metiendo algo en las tablas del fondo de la vagoneta—. Vamos, O’Neil, salgamos de aquí.

Sin hacerle caso, el coronel siguió trabajando hasta que abrió la trampilla del compartimento secreto. La abrió del todo y se dispuso a insertar la llave naranja. Pero el compartimento estaba vacío. Los cilindros habían sido extraídos sin alterar el sistema detector de errores del detonador. O’Neil se quedó mirando el hueco con incredulidad. Fue en ese preciso instante cuando comprendió que se estaba enfrentado a un enemigo muy superior. Fue entonces cuando Daniel vio los pies.

En el umbral había dos hombres halcones, con los cascos brillando a la luz química de la bengala, manteniéndose firmes mientras una tercera figura, más alta aún, salía lentamente de la oscuridad con el arma a punto. Tanto O’Neil como Daniel lo reconocieron enseguida. Era Anubis, el dios de los muertos, el de cabeza de chacal.

—Baje el arma, Jackson. Todo ha acabado.

Daniel, nervioso, cumplió la orden. Al acercarse Anubis, vio por primera vez de cerca a una de aquellas horripilantes, espectrales e imponentes criaturas. El guerrero de cabeza de chacal avanzó hacia la luz con pompa y ceremonia. Al pasar por delante de él, Daniel examinó aquella mezcla de carne y hierro, materialización de lo que siempre había tomado por un mito. La cabeza era especialmente desconcertante. Daba la impresión de ser inorgánica, como esculpida en un material metálico o de cuarzo, y la mismo tiempo parecía viva. Pensó que podría tratarse de un casco fabricado con algún metal biomórfico. ¿Serían androides?

Anubis siguió cruzando la sala hasta quedar a un paso de O’Neil; deslizó la palma por el cañón del largo y anticuado fusil. Al hacerlo se abrieron unos rebordes, las nervaduras del estrecho cañón, dejando el fusil listo para disparar. O’Neil no parpadeó. Se miraron fijamente durante unos instantes, casi como si se reconocieran, hasta que el extraño guerrero hizo una seña a los otros dos.

Todo aquello guardaba un parecido increíble con las imágenes que Daniel había estudiado la noche anterior en las catacumbas: Anubis era el jefe de los otros dioses. Los demás trabajaban para él.

Los dos guardias se adelantaron, tomando uno a cada intruso por el cuello con sus potentes manos y obligándoles a caminar agachados. Si tropezaban, como ocurrió, los Horus les empujaban sin piedad. Se alejaron de la Puerta de las Estrellas y pasaron a la siguiente sala, al corredor donde se hallaban incrustados los medallones. Los guardias tiraron a los terrícolas sobre el medallón del suelo. O’Neil, siempre alerta, dispuesto a ganar tiempo, observó que el chacal se estaba ajustando la bocamanga de metal.

En el dorso de la banda que llevaba en la muñeca, un engaste con forma de escarabajo sujetaba una gran joya. El chacal apretó la gema y al segundo siguiente una luz azulada empezó a punzar de arriba abajo el oscuro lugar, surgiendo como una aguja del medallón del suelo y llegando a su hermano gemelo del techo.

La emanación empezó a abarcar la circunferencia de los medallones, produciendo una finísima cortina de luz oscilante y envolviendo a los cinco que se hallaban sobre el medallón. En cuanto la luz formó un cilindro, se produjo una brusca descarga de intensa luz blanca ascendente que pareció elevarlos a todos del suelo. Daniel y O’Neil notaron una sensación conocida de quemazón y hormigueo, y una súbita huida de la prisión de la gravedad, la misma experiencia desconcertante que habían vivido durante el traslado a aquel planeta, la sensación de cruzar la Puerta de las Estrellas. Era evidente que los medallones estaban basados en la misma tecnología que gobernaba los colosales anillos de cuarzo.

Cuando la columna de luz blanca se posó sobre su cabeza, se hallaban ya en una sala distinta, pero encima de un medallón idéntico. Casi en completa oscuridad, Daniel se ajustó las gafas y vio que se encontraban rodeados por tres lados por las alas extendidas de una estatua. La amenazadora forma que les envolvía tenía por lo menos más de dos metros de altura y estaba tallada en un solo bloque de brillante piedra negra. Daniel la reconoció: era la divinidad egipcia Khnum, el dios de cabeza de carnero; y supuso, acertadamente, que estaban en el interior de la extraña nave que se había posado encima de la pirámide. Los guardias de Horus le apretaron el cuello con más fuerza, retorciéndole la camisa como si se tratara de la soga de un ahorcado. Una vez más, O’Neil y él se hallaban agachados, con la cabeza más baja que el tronco. Avanzaban sobre un suelo muy brillante, oyendo el sonido metálico de la armadura de sus captores, que resonaba en la oscuridad. El eco dijo a Daniel que se hallaban en un lugar lo bastante grande para amortiguar los ruidos.

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